Francisco Sánchez en Prodavinci: las mujeres venezolanas confrontan la violencia de Estado
Nuestro investigador y psicólogo Francisco Sánchez conversó recientemente con el medio digital Prodavinci sobre el caso de Cristina, una mujer venezolana cuyo hijo fue asesinado, víctima de una ejecución extrajudicial.
El autoritarismo,el abuso de la fuerza policial – redimensionada en el 2015 con la llegada de la OLP- y sus consecuencias, han movilizado a un sinnúmero de madres que emprenden procesos largos y desgastantes en busca de justicia para sus hijos.
La historia de Cristina termina siendo la historia de muchas mujeres que se disponen a confrontar la violencia ejercida por el Estado. Y a partir de esa lucha se dibuja un escenario en el que ser madre funge como una “investidura política”.
Los 25 de agosto se convirtieron en algo más que el cumpleaños de su hijo asesinado: fueron el comienzo de un ritual para renovar la promesa de buscar justicia frente a su tumba. Darío, el hijo de Cristina, fue asesinado por funcionarios policiales dentro de su casa hace alrededor de 10 años.
Al paso del primer año, Cristina notó que el proceso de buscar justicia seguía estancado. “Cada vez que iba a la fiscalía me decían que viniera la otra semana, ¿te imaginas? Con lo que gastaba en pasaje, en ese momento la cosa no era tan dura como desde hace unos años, ahora lo pienso siempre que tengo que ir”, dijo Cristina con preocupación. El costo del pasaje era una gran traba para dar con los funcionarios que asesinaron a su hijo. A medida que visitaba más lugares, fue topándose con otras mujeres, todas compartían historias similares: estar perdidas, solas y en la espera de respuestas de alguna institución pública.
“Yo no tenía ni idea de eso de los derechos humanos, no sabía que eso se lo podían violar a uno. ¿Cómo le quitan a uno algo que no sabe que tiene? Luego fui aprendiendo un poco, pero más que eso es mi hijo al que se llevaron”. Su pregunta hacía que los más creyentes de estas premisas sacaran sus argumentos para esgrimir frases como “tienes que luchar por tus derechos” o “los derechos son inviolables, el Estado es responsable”. En una pequeña reunión formativa, una activista mencionó uno de estos argumentos y una de las madres que buscan justicia le respondió: “Eso lo dices tú porque no vives aquí, si protesto en la calle me llegan a la casa y nadie se va a enterar de eso”. La mujer de la barriada dejaba ver que allí, en ese taller de derechos humanos, cada uno hablaba de cosas distintas.
A medida que pasaron los años, Cristina fue topándose con más mujeres en las fiscalías, defensoría e incluso en las plazas esperando. Ya se reconocían, ya sabían cómo eran, qué comían, cómo vestían. “Mira, ellas también vienen para buscar justicia, las ves con sus bolsos y con sus caras desgastadas” me comentaba cada vez que pasábamos por alguna institución.
“Hubo un momento que comencé a ver muchas más mujeres, con niñitos, muchachas jóvenes… me decía a mí misma: ¿Dios mío qué está pasando?”. Era ya el 2015 y la OLP [1] entró como nuevo plan de seguridad “ciudadana”. Chávez había muerto y Nicolás Maduro comenzó a dar un drástico giro en medidas policiales y militares. “Recuerdo que me comenzaron a llamar mujeres a mi teléfono, me preguntaban qué podían hacer. No sabían a dónde ni a quién acudir. Comenzamos a organizarnos cada vez más”.
Ya no eran casos aislados de abuso en el uso de la fuerza policial, era una política de Estado llevada a los sectores populares. El enemigo externo se había aliado con el enemigo interno; todo un nuevo lenguaje bélico sirvió de plataforma para pensar cómo “dignificar” la vida en los barrios: corredores de la muerte, paramilitares, neutralizar, dirimir, ser pacifistas pero armados.
Las mujeres iniciaron una pequeña organización para acompañar a otras víctimas a denunciar. La tarea no era sencilla, pues como muchas mostraron en conversaciones y entrevistas, “que quien te mate a tu hijo sea el que te tiene que cuidar” las dejaba con profundas experiencias de ambivalencia, sufrimiento y silencio. “Intentamos hacer de todo, pero nunca nos paraban; trancamos calles, pintamos pancartas, pero nada pasaba, nada se movía”. También temían denunciar, pues eran funcionarios policiales los que debían atrapar a funcionarios policiales “entre bomberos no se pisan las mangueras”, decían las mujeres mostrando la desconfianza al tener que denunciar. Era claro, se sentían en peligro, las llamadas desbordaban sus teléfonos personales, amenazas les llegaban por redes sociales. Estaban solas.
Los espacios íntimos son también espacios de pugnas políticas
Viviendo las constantes negativas por parte de las instituciones, las mujeres comprendieron que esto no era casual. “Vamos y nos prometen justicia, pero así llevamos años. ¿Qué justicia nos van a poder dar?”
Muchas de ella no cuentan con los capitales para sostener estos procesos tan demandantes en tiempo, esfuerzo y dinero. La mayoría son amas de casa de sectores populares y periféricos. Para las que tuvieron que desistir de los procesos, buscar justicia para el hijo muerto significaba descuidar a los que les quedaban vivos, en muchos sentidos: como proveedoras del hogar o temiendo nuevas represalias. Algunas otras llegaron a vender prendas y endeudarse para sacar a sus hijos fuera del país. “Sabemos que están matando jóvenes. Lo mandas a donde algún conocido que tengas, en Perú o en Colombia, es mejor eso a que estén aquí”.
Cuando las mujeres se encontraban o visitábamos a otras víctimas, entre todas buscaban abordar y contener. Lo más notable era cómo se decían repetitivamente que eso no les debió pasar, que sus hijos eran inocentes y cómo los funcionarios no debieron quitarles la vida. Este era su mantra.
En América Latina, dada su lamentable historia de autoritarismo y uso de la fuerza letal, también han surgido diversas respuestas por parte de las madres. Ejemplos históricos como las Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, las Madres de los Falsos Positivos de Soacha en Colombia, o las Madres Buscadoras del Desierto de Sonora en México demuestran el poder de convocatoria que la figura de la madre puede congregar.
Si bien reconocidos autores han abordado las complejidades de la figura de la madre, desde el acercamiento etnográfico a las mujeres comprendí que esta era también una investidura política. Mostrase como madres era un papel, un rol dentro de una obra, y el escenario político les exigía hacer esto para que sus voces pudieran encontrar algunos ecos en una sociedad que parece indolente ante las ejecuciones extrajudiciales en el país.
De la mano de las antropólogas Bergoña Aretxaga [3] y Shaylih Muehlman [4], comprendemos cómo las mujeres que buscan tener una pugna política pueden acceder a los espacios públicos al mostrarse como mujeres sufrientes, en duelo, como madres cuidadoras y devotas. A nivel íntimo, esto también es vivido con ambivalencia, pues al toparse con años de espera por respuestas y una visibilidad limitada, ellas comienzan a optar por culparse a sí mismas de lo ocurrido: “¿Pude sacar a mi hijo antes del barrio? ¿de vivir en una urbanización me habría pasado esto?” Todas preguntas que interpelan sus posiciones sin privilegios sociales, pero también son preguntas que las sumergen en grandes malestares. El gran responsable queda eximido, pues el Estado deja de ser cuestionado y, en su lugar, se cuestiona la maternidad y la feminidad.
En la intimidad de los registros etnográficos que pude construir, gracias a la apertura de las mujeres, encontré pugnas y tensiones que difícilmente se solucionaran para ellas. Algunos acercamientos a las luchas de las mujeres en contra de sistemas dominantes –Estados, culturas machistas o patriarcales– suelen resaltar atributos desde una mirada romántica en cuanto a las posibilidades de resistir; recalcar cómo ellas se mueven a través de la exclusión para encontrar pequeños espacios de luz, si bien nos muestra las posibilidades de la agencia, también es una ruta para comprender cómo el poder, en particular el poder vigilantista y policial en Venezuela, penetra en todas las esferas incluso en las más privadas. Recorrer un cementerio buscando las tumbas, pues las lápidas han sido robadas por estar hechas de cobre, un mineral que se vende a un buen precio en el mercado negro, puede evidenciarnos que ellas no se cansan, que persisten, pero es sobre todo una muestra de un entorno social profundamente precarizado.
Las otras posturas que se sitúan en cuanto al quehacer de las mujeres que han padecido violencias son las miradas victimizantes. Allí, junto con Fassin y Retchman [4], podemos discutir cómo la construcción de identidades desde la mirada del trauma y la posición “víctima” pueden transformar la subjetividad, restando dramáticamente la agencia de las personas, mostrándolas como entes pasivos, como sujetos de dolor. Igualmente, al privatizar el sufrimiento, estaremos dejando de lado cómo las trayectorias de vida de muchas mujeres no sólo muestran el asesinato de sus hijos, sino vidas enteras construidas desde la exclusión y la desigualdad.
Saliendo de un foro comunitario una de las mujeres me comentó: “Yo no soy sólo una víctima, soy algo más”. Estuve en presencia de cómo se transformaba su identidad, de una mudanza de piel. Los relatos polarizados eran rechazados desde sus propios cuerpos.
La militarización de la cuarentena como coerción a la agencia
A partir del decreto de cuarentena por la covid-19, el Estado venezolano ha destinado los esfuerzos y recursos que le quedan para consolidar un aparato de vigilancia y control hacia la sociedad. La socióloga venezolana Verónica Zubillaga ha discernido sobre las implicaciones de la gestión militar de la actual crisis, notando con agudeza cómo la analogía del enemigo ha significado una importante deshumanización. Existe temor, desconfianza y mucha opacidad en el manejo de un asunto público como la pandemia.
En el caso de las mujeres, todos los vínculos se virtualizaron. En sus grupos se intercambian mensajes y notas de voz, pero, al vivir en los lugares más periféricos de la ciudad, no han podido encontrarse para hacer su trabajo y acompañarse.
El pasado 16 de septiembre se publicó el informe de la misión independiente de determinación de hechos, dando una entristecedora y lamentable radiografía de la sociedad venezolana. Condenando las violaciones a los derechos humanos, pero colocando un énfasis importante en los más vulnerables, en los que hasta ese momento eran silenciados.
El informe es recibido con altas expectativas por parte de las víctimas, pero, así como con los anteriores informes y avances del alto comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, quedan muchas más preguntas abiertas: ¿Qué pasos siguen? ¿Cómo se materializa este proceso? ¿Cómo seguimos sosteniendo la vida? ¿Qué hacemos en la espera de respuestas?
Esa es una de las grandes tensiones que encontré en el trabajo etnográfico, cada vez que hallábamos un espacio de resistencia, como buscar tumbas, acompañar familias, apoyar a los huérfanos, también era visible que esos espacios que creíamos ganancia eran una constante restricción de los rangos de acción, así como ocurre con la militarización de la pandemia: cada vez más a lo privado, cada vez más a lo personal, cada vez menos público, cada vez menos posibilidad de asociarse y encontrarse. Entendí las virtudes de apoyar iniciativas micro políticas, como recolectar juguetes u organizar un sancocho, pero ellas también me enseñaron a ver el paisaje completo, de lo contrario estas acciones se irán convirtiendo en pequeñas islas hasta que sean insostenibles en el tiempo. Y, en efecto, así ha sido.
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