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El FAES no depende de nadie

La violencia como práctica sistemática promovida desde el Estado, a través de sus cuerpos de seguridad, ha sido un tema transversal en nuestro trabajo investigativo.

Este mismo año hemos publicado La Muerte Nuestra de Cada Día, libro bajo el sello de la Editorial de la Universidad del Rosario en el que confluyen las miradas de distintos investigadores dedicados de la violencia armada en Venezuela. Lo que incluye, entre otros tópicos, la reforma policial y el uso de la fuerza letal en la Venezuela post-Chávez.

Esta vez, nuestro investigador Keymer Ávila, trae un trabajo que en palabras de Jorge Rosell Senhenn, Magistrado Presidente Emérito de la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia “no es una denuncia, sino una dramática evidencia de las muertes que han generado las FAES y otros cuerpos policiales (…) en donde resalta la «tolerancia institucional», que no es más que la impunidad que cubre estos crímenes”.

Para descargar la investigación, hacer click en el siguiente enlace.

Manuel Llorens en Papel Literario: secuelas culturales de la violencia crónica

“Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura”

A comienzos de julio Caracas estuvo sometida a enfrentamientos armados que detuvieron la ciudad, cerraron la circulación por distintas zonas y mandaron a la gente en estampida, a buscar refugio. No mucho antes, en abril, bombardeos y enfrentamientos, entre grupos disidentes de la FARC y las Fuerzas Armadas venezolanas, fueron reportados en la frontera de Apure con Colombia.

Entre las imágenes que circularon por redes sociales los días de zozobra, pudimos observar mujeres con bolsos improvisados e hijos pequeños en los brazos tratando de huir de los enfrentamientos. A su vez, en dos semanas se reportaron hasta 5.000 personas que cruzaron apuradamente la frontera hacia Colombia desde Apure, intentando salvar sus vidas. Se trata de comunidades resquebrajadas por miedo, impotencia y dolor.

A los pocos días del enfrentamiento, en medio de las incursiones de la policía en el barrio, reportajes describieron a la Cota 905 como un vecindario fantasma, con algunos hogares vacíos, abandonados por familias que salieron despavoridas, así como casas habitadas pero silenciosas, esperando aterrados que un escuadrón tumbara sus puertas. Los que se atrevieron a hablar con la prensa lo hicieron en susurros. El ambiente es de terror sigiloso. El tiroteo terminó, pero la amenaza de la policía –la misma que ha ejecutado extrajudicialmente a miles de jóvenes en estos años–.


Se ha informado que, de aproximadamente 60 fallecidos a partir de los tiroteos, solo 6 han sido confirmados como miembros de las bandas delictivas. Los reportes de ejecuciones por parte de la policía a jóvenes en sus propios hogares, se asemeja a las múltiples denuncias detalladas en los informes de la Comisión de las Naciones Unidas. Pero además de la suma de horror estatal y el horror delincuencial, llama la atención las respuestas que publican las personas en respuesta a estas denuncias. Respuestas que minimizan el horror de las ejecuciones extrajudiciales acusando a distancia de que “seguramente eran malandros, no los vengan a defender ahora”. Algunos aplauden y aúpan la retaliación indiscriminada.

Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura.


En las investigaciones que venimos realizando uno de los focos ha sido comprender cómo la violencia crónica afecta a las comunidades, cómo transforma nuestros estilos de vida.

En una serie de estudios etnográficos realizamos observación y entrevistas en tres comunidades que han sido afectadas gravemente por la violencia. En primer lugar, trabajamos en Los Valles del Tuy, que es la zona en que aumentó a más velocidad el homicidio en los últimos años. En segundo lugar, investigamos la serie de linchamientos que sucedieron en la urbanización de Los Ruices a partir del 2015 y, finalmente, un sector de La Vega acosado por la violencia

Si bien es cierto que en cada caso las expresiones de violencia fueron muy distintas, hay semejanzas en varias consecuencias del funcionamiento de las comunidades. En Los
Ruices los vecinos nos contaron su impotencia y hastío ante la cantidad de robos que han padecido. Con ambivalencia hablaron del horror de presenciar linchamientos en las cuadras donde vivían tanto como la justificación de entender que era una reacción a la sensación de desprotección.

El desamparo vivido, acentuado luego de las protestas de 2014 en que la Guardia, junto a los colectivos armados, intimidaron a los residentes de la zona, aumentó la cohesión interna de Los Ruices y la desconfianza en las autoridades. Un grafiti apareció en la pared de una construcción que advertía: “Los Ruices se respeta”. Lo que condujo a que algunos miembros de la comunidad se organizaran y ejecutaran acciones de linchamientos. Un grupo se armó con bates y palos, movidos por la convicción de estar haciendo justicia, dispuestos a salir ante la señal de robo, para descargar su impotencia y frustración en el cuerpo del presunto victimario.

En La Vega, compartimos por tres años con varias comunidades que sufrían el acoso de varias pandillas rivales que ocupaban espacios contiguos en la zona. Los vecinos nos contaron el asedio constante, las muchas veces que se vieron atrapados entre fuego cruzado, las invasiones de las bandas de un sector a otro buscando venganza, la sensación continua estar vigilados por los grupos armados que colocan gariteros en las entradas y salidas del sector. Un vecino nos dijo, “yo trato de no saber mucho, no escucho, no veo”, para explicar como cualquier pedazo de información puede conducir a que se le señale de traidor o “sapo”.

En ese ambiente paranoico, la gente habla en susurros y mira de reojo, tratando de continuar con la vida. Una escuela maravillosa, conducida por unas monjas, funge de espacio de tregua e intenta negociar un poco de aire para respirar. En ocasiones se hacen los velatorios allí, para evitar que la banda contraria aproveche el ritual para asesinar a sus contrarios.

Pero aún más significativa es el hecho de que, como en Los Ruices, las opiniones de los vecinos sobre los jóvenes violentos son ambivalentes. A pesar del temor continuo que imponen, en un lugar carente de instituciones, un conocido violento, dispuesto a morir por proteger su sector, puede representar la versión más concreta de seguridad. En algunas de las conversaciones con niños que pudimos registrar, nos explicaban, refiriéndose a los malandros de su sector: “ellos nos cuidan, son buenos con nosotros,
nos dan comida”. La policía no hace mucho por cambiar estas percepciones. Los registros de continuas incursiones violentas que atropellan a justos por pecadores son reportados por todas las comunidades.

En Los Valles del Tuy registramos situaciones aún más dramáticas, de bandas terriblemente violentas que tienen acosada a la población, al punto de haber invadido algunas por completo y obligado a los residentes a abandonar sus casas. Una persona nos contó en una entrevista, “ya no tenemos vecinos, ya que todos decidieron huir”. Muchos espacios están controlados por alcabalas improvisadas que restringen las salidas y entradas. Todos refieren sentirse continuamente vigilados y temerosos de los actos de horror con que las bandas intimidan a todos. Una mujer desplazada de su sector nos contó que diez hombres armados llegaron a su casa, uno con una granada: “Estaba con mi esposo y mis hijos. Entré al cuarto y les dije ‘ay, hijos, nos vinieron a matar’”. Las comunidades nos transmitieron el terror continuo en que viven.

Viven en un péndulo constante entre la guerra y la paz. Por un lado, viven aterrados y desarrollan estrategias de sobrevivencia como las de un país en guerra, por otra, intentan continuar con sus rutinas como si todo fuera normal.

Pero los impactos en la convivencia y el funcionamiento de las comunidades son dramáticos. El miedo que hace que la gente hable en susurros y esté continuamente alerta a cualquier señal de amenaza, los cambios de horarios y rutinas para evitar los lugares y horas de riesgo, el aislamiento dentro de los hogares, el esfuerzo por enseñar a los hijos a desconfiar y a protegerse, el escepticismo en la bondad de los otros y la absoluta desconfianza en el Estado, así como la decisión de tomar la justicia en las propias manos apoyando los violentos locales, configuran patrones de vida que alteran profundamente la cultura.

Ignacio Martín-Baró, psicólogo social y sacerdote jesuita que estudió el impacto en la población de la Guerra Civil en El Salvador lo describió como trauma psico-social. El término subraya que los daños no se evidenciaban solamente en los individuos sino también en el tejido social. De todas las consecuencias nefastas que venimos describiendo, subrayemos dos particularmente preocupantes.

En primer lugar, Martín-Baró habló de la “militarización de la mente”. Se refería a las actitudes y creencias que se instalan en aquellos que crecen en lugares donde la violencia es la norma. Se refiere a la conclusión de que, solo recurriendo a la fuerza, solo respondiendo a la violencia con más violencia, se pueden resolver los conflictos. Una creencia que se expresa en la idealización del hombre fuerte, la exaltación de las armas, la celebración de la guerra. Lo militar termina arropando lo civil. El militarismo, que no se refiere al aparato militar, sino a las actitudes que sostienen una sociedad que enfatiza lo militar, se instala en la exaltación de la fuerza sobre la razón, el clamor por cuerpos de seguridad cada vez más férreos, el clamor de “ojo por ojo”, sobre la ética del cuidado.

Paradójicamente, el crecimiento de lo militar, no va de la mano de la instalación del orden que la fantasía militarista pregona. Como ha sucedido en otros países latinoamericanos y africanos, lo militar más bien va de la mano con el deterioro del estado de derecho y el abandono de amplias zonas del país. Es precisamente la lógica militarista la que deteriora la institucionalidad y deja al país a la deriva, dividido en feudos comandados por diversas fuerzas oficiales o paraestatales. Venezuela es prueba fiel del fracaso estrepitoso que ha representado la lógica militarista. Es la mano dura y no su falta la que nos metió en este lío.

Finalmente, la violencia conduce a la deshumanización. Los comentarios que alientan los operativos de violencia indiscriminada de la policía desprecian el terrible sufrimiento de los miembros de esas comunidades, colocando a todos sus miembros en el mismo saco estigmatizado. Provocan una herida doble, a la de sufrir los horrores de la violencia le suman la deshumanización de desconocer las injusticias padecidas.

Estas consideraciones, que podrían lucir lejanas de una publicación cultural, no lo son ya que la lucha por la palabra, es una tarea de resistencia, una apuesta a una cultura basada en la ciudadanía, es un esfuerzo crucial para rehumanizarnos y resistir al militarismo que nos han impuesto. El arte es el cultivo de la imaginación, de la posibilidad de pensar el mundo desde ojos ajenos, puede ser un ejercicio de empatía. Ante estos ciclos terribles de violencia que se han instalado en nuestra cultura, necesitamos de ciudadanos, escritores y políticos como Andrés Eloy Blanco, que, confrontado con los horrores de la violencia y el militarismo que padeció en carne propia, respondió con su
“Canto bajo el olivo”:

Por mí, ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí,
no derramar ni la sangre
que cabe en un colibrí,
ni andar cobrándole al hijo
la cuenta del padre ruin
y no olvidar que las hijas
del que me hiciera sufrir
para ti han de ser sagradas
como las hijas del Cid.

El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país

Desde nuestra red, gracias al trabajo de nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga, y en alianza con Paz Activa, publicamos El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país. Un documento que se concentra en el valor de lo simbólico en el marco de un proceso de reparación marcado por la violencia y la pérdida.

El trabajo, que contiene comentarios de Cristian Correa del Centro Internacional de Justicia Transicional, se forma sobre la base de testimonios de mujeres, cuyos hijos han sido víctimas de operativos policiales, y del registro que se ha hecho en esas mismas comunidades que han sido blanco de estas acciones sostenidas de violencia.

En Reacin, el uso desproporcionado de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado y las terribles consecuencias que estas dinámicas generan en la sociedad, han sido foco central de nuestra acción investigativa. En diversos artículos de opinión y entrevistas para medios, nuestros investigadores han alertado sobre la urgencia de gestar políticas públicas que incidan directamente en el respeto sistemático de los Derechos Humanos, y por extensión, en la no normalización de la violencia.

Esta vez, este trabajo nos ha ofrecido la oportunidad de seguir reflexionando sobre la posición de la víctima, sobre el sosiego que buscan a través de la justicia.

Descarga el documento a continuación:

Presentación del libro La muerte nuestra de cada día

El pasado mes de febrero se llevó a cabo, de manera online, la presentación de nuestro libro La muerte nuestra de cada día, de la mano de la Editorial de la Universidad del Rosario.

Se trata una reedición de Dicen que están matando gente en Venezuela, presentado en el 2020 bajo el sello de Editorial Dahbar. 

La muerte nuestra de cada día, contiene dos capítulos adicionales con autores de lujo:  Roberto Briceño León y Luis Gerardo Gabaldón.  Nuestros investigadores Keymer Ávila, Rebecca Hanson, Manuel Llorens, Francisco Sánchez, Chelina Sepúlveda, John Souto y  Verónica Zubillaga, conservan sus capítulos relacionados con la violencia armada y las políticas de seguridad ciudadana en el país.

El libro reúne a un equipo de investigadores que han venido estudiando, muy de cerca, la violencia armada en el país desde hace años. En sus páginas se intenta ofrecer una mirada amplia y diversa que recorre desde las secuelas íntimas en la vida concreta de los implicados, los impactos de la exacerbada militarización en el país, hasta los retos cuantitativos de medir la violencia, pasando por sus efectos en la convivencia.

El encuentro virtual estuvo hilado por los pertinentes comentarios de los profesores Arlene Tickner, Michael Reed-Hurtado. Ambos en compañía de nuestros investigadores y también editores académicos del libro Verónica Zubillaga, Manuel Llorens y Francisco Sánchez.

A continuación el link del registro de la presentación.

Presentación La muerte nuestra de cada día

Francisco Sánchez en La Vida de Nos: ¿De cuánto se ha perdido Yajaira?

Recientemente, nuestro investigador Francisco Sánchez publicó un trabajo especial para el portal La Vida de Nos, un relato sobre el dolor que viven las familias de la víctimas de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado.

Sánchez —en su trabajo como psicólogo con incidencia en las comunidades, y en su necesidad de generar registros— nos habla sobre la elaboración del duelo. Sobre la manera en la que Yajaira, madre de un joven asesinado por la policía mientras estaba en su casa, aborda la pérdida.

El testimonio de Yajaira es, al mismo tiempo, el testimonio de muchas madres que, con el infierno en la memoria, emprenden una búsqueda incasable de justicia.

Ilustraciones por Ivanna Balzán

La mañana del 14 de marzo de 2013 unos policías echaron abajo la puerta de la casa de Yajaira Martínez, persiguieron a su hijo hasta la platabanda de la vivienda y allí le dispararon. Han pasado exactamente ocho años y un mes, un tiempo en el que ella no ha hecho más que concentrarse en tratar de hallar justicia: una búsqueda que la ha llevado a callejones vacíos y sin salida.

Como la de muchas mujeres de los barrios de Venezuela, la vida de Yajaira Martínez se tejía alrededor de temores y preocupaciones: cómo llevar comida a casa, cómo encontrar los productos que escaseaban cada vez más, cómo trabajar y no descuidar a los hijos, cómo mantenerlos alejados del peligro y de que no se metieran en vainas. Pero el 14 marzo de 2013 su cotidianidad se llenó de más que miedos y preocupaciones: se vio envuelta por una neblina, esa que aparece cuando la angustia se apodera de la realidad. 

El comentario de que la policía estaba entrando a las casas “haciendo desastres” era el centro de las conversaciones en el barrio. Esa mañana, la familia se preparaba para un día común: ¿en dónde hacer la cola?, ¿hasta qué lugar del este de Caracas podrían llegar con el dinero en efectivo que tenían para pasajes?, ¿a las personas con qué terminal de número cédula de identidad les tocaba comprar ese día? Yajaira siempre les inculcó a sus hijos que la escuela debía ser su prioridad. Pero a veces les permitía faltar para que la acompañaran a las colas. Mejor cuatro personas que una, decía, porque de ese modo podían hacer hasta dos colas a la vez, y por lo tanto, comprar más productos.

Entonces vino la escena que, como todas las escenas de terror, es entrecortada.

Los policías doblaron y destrozaron la puerta de latón de la entrada. Después, entraron en la casa. Encontraron a Yajaira en la cocina y a Matilde y a Darío, sus hijos, en la sala. Ella de 9 años y él de 18. Los apuntaron con sus bichas. Matilde y Darío corrieron a la platabanda y dos funcionarios los persiguieron. Sonaron sus botas por las escaleras de cemento. Yajaira gritaba en la cocina, pedía auxilio. La mandaron a callar a fuerza de un arma apuntándole al rostro. En la platabanda Darío separó a su hermana: la alejó, empujándola al suelo. La salvó. A él lo tenían apuntado. Intentó lanzarse a un callejón y fue cuando los policías escupieron fuego de sus armas. No hubo palabras. Él cayó al callejón y desde arriba siguieron disparando. La ventana de la cocina da con ese callejón, así que Yajaira escuchó todo. Matilde quedó tendida en la platabanda, ensordecida con el estruendo, solo una ráfaga. Cubrió sus oídos, pero no tapó sus ojos.

La imagen sigue viva.

La recuerda cada 14 de marzo, aunque sus sueños la repiten con arbitrariedad.

La vida perdió sazón, recuerda Yajaira, la vida perdió sazón.

Los cumpleaños dejaron de ser celebraciones y se convirtieron en rituales para recordarse no decaer. Las fotografías ya no son recuerdos de los encuentros familiares, pasaron a ser evidencia recogida, hojas guardadas en una carpeta amarilla manchada con café. El cuarto de Darío se convirtió en un templo de oración en el que mantienen sus cosas intactas: la ropa, el rosario, un par de zapatos, una mesa de noche llena de los pequeños objetos. Todo como buscando evitar lo inevitable: el paso del tiempo. 

Algunas velas encendidas dan color a un pequeño altar al lado de la puerta de entrada. Imágenes y flores como ofrendas. Allí están algunos recortes de prensa, algunas imágenes de él de niño, de chamo, de adolescente. “No más muertes, salvemos la vida”, se lee en una hoja de papel pegada con cinta al pie del altar.

Nos repetimos hasta el cansancio que la muerte es parte de la vida y que solo se necesita tiempo para sanar. Hay muertes que paran la vida, la mutilan y la rompen en pedazos. Y la labor de recomponer estas piezas requiere algo más que tiempo.

Yajaira vive con su familia en la otra Venezuela. No la petrolera. No la de la sabrosura y lo chévere. No la de las playas y la naturaleza espectacular. No la del rojo y el azul en riña perpetua. Tampoco aquella de los recuerdos de opulencia. Ella nació, creció y formó su hogar en Coche, en el suroeste Caracas. Trabajando en casas de familia y ayudando en cocinas de escuelas encontró el sustento. Sus hijos nacieron en una Venezuela donde la materia prima son las balas.

Hablar sobre la muerte es difícil, dice ella, pero más difícil es todo lo que viene después de la muerte. Las patrullas rodeando la cuadra. Los vecinos asomados murmurando sin preguntar qué pasó. El frío de las comisarías y las eternas horas esperando. El dolor del entierro anticipado. El miedo a la profanación de la tumba. Los policías y sus preguntas que entran como cuchillos al corazón:

—Señora, ¿pero usted sabía que su hijo era un malandro?

—Pero él se enfrentó a la comisión, señora, ¿cómo nos dice que no?

—¿No será que usted lo defiende por ser su mamá?

Una muerte nunca es solo una cifra, nunca es solo un cuerpo. Una muerte como la de Darío es una herida pensada. Con una muerte así, la pregunta “¿por qué nos hacen esto?” pareciera no tener respuestas.

—Fue tanto mi dolor —cuenta Yajaria— que tuve que salir de la casa a buscar respuestas. No sabía qué era eso de los derechos humanos, pero aprendí que debo luchar por lo mío; que teníamos derechos y nos los quitaron; que había muchas otras como yo; que a tantas otras mujeres les pasaría esto. Por eso busco la forma de parar tanta muerte.

Decir que la vida cambia después del asesinato de un hijo es poco.Para intentar recomponer su vida, Yajaira comenzó a buscar justicia.

—Recomponer mi vida pasa por restaurar el nombre de mi hijo. No tenían que matarlo. No era malandro. No es verdad.

Así emprendió esta lucha que lleva ocho años. Ocho años que se dicen con una velocidad que niega lo vivido. Tantas visitas al Ministerio Público, a fiscalías, a la Defensoría del Pueblo, a ONG que defienden derechos humanos. Buscando justicia se ha visto en callejones vacíos y sin salida.

No volvió a tener un trabajo fijo. Cada intento de trabajar era interrumpido por un llamado de urgencia: hay que llevar fotocopias a la fiscalía, la ONG pidió una reunión, cambiaron al fiscal de nuevo.

El miedo a que se repitiera otra muerte se apoderó de la familia. Su hijo mayor, que tenía 22 años cuando asesinaron a Darío, se fue del país. La menor, que tenía 9, cumplió 16 viviendo entre la sombra que la policía sembró en casa aquel día de marzo. El marido acompaña todas las locuras que se le ocurren a ella: perseguir la justicia, apoyar a otras víctimas, crearse una cuenta de Twitter.

En esa búsqueda nos conocimos.

Yajaira quería llevar su caso a instancias que pudieran dar alguna respuesta y también llevar su mensaje a otras mujeres que estaban pasando por lo mismo. Era 2014. En Venezuela vimos cómo policías con máscaras de calaveras bajaban de los barrios, con cuerpos amontonados como los muertos por una peste.

Yo comenzaba a investigar sobre los familiares de aquellos que eran asesinados por armas de fuego en Venezuela. Mi trabajo como psicólogo me abría las puertas para escuchar las historias de los estragos de la violencia en el país. Sentía la necesidad de registrar estos testimonios de horror, pero también de resistencia de muchas mujeres que se hacían cargo de sus familias luego de los asesinatos.

Nos conocimos en una pequeña protesta. Me acerqué a donde estaba ella con otras mujeres recortando fotos de sus hijos y pegándolas en una cartulina negra. Aquel día conversamos mucho. A partir de entonces comenzamos a vernos. Supe que su vida transcurría entre las oficinas policiales y gubernamentales. Me di cuenta de que Yajaira tenía un conocimiento de las leyes y de todos esos agotadores temas penales que resultaría envidiable a muchos especialistas.

Ella me hablaba de todo, pero evitaba hablar de su familia, al menos de la que le quedaba con vida. Sus días transcurrían mientras esperaba. La espera por otra respuesta negativa de la fiscalía, por otro recurso denegado, por otro reclamo sin eco en las cavernas del Estado venezolano.

Comenzamos un trabajo conjunto: buscamos en muchas comunidades a otras personas que vivieron situaciones similares a la de ella. Nuestros encuentros servían para que ella volviese la mirada hacia atrás, para hablar de su dolor, para conocer a otras víctimas y documentar todo ese presente que vivíamos.

A Matilda, el estruendo de las ráfagas del 14 de marzo no solo le arrebató a su hermano, sino también el tiempo de su madre. No le era fácil verla tan concentrada únicamente en esas diligencias burocráticas. A partir de entonces, Matilda dejó de ser la consentida. Las panquecas en la mesa del domingo en la mañana fueron cambiadas por archivos policiales, recortes de periódicos amarillentos y muchos nombres de jóvenes asesinados. Las conversaciones por teléfono de su madre ya no fueron con sus tías o vecinas. No había quejas por las cosas de antes y, en su lugar, entró el discurso de los derechos humanos. La gente que visitaba la casa también cambió: ahora era común levantarse y ver a periodistas, a activistas o a otras víctimas hablando sobre sus vidas.

Matilda comenzó a tener otros anhelos. No visitar fiscalías, morgues, ni estar en rezos. Al contrario: quería bailar y cantar.

Hace un año, el 14 de marzo de 2020, nos encontramos para visitar la tumba de Darío en el Cementerio General del Sur. Estábamos en los albores de la cuarentena por la pandemia de covid-19; no teníamos idea de lo que estaba por comenzar.  

—El traslado de la tumba hasta un lugar más cercano a la entrada costó mucho, pero da mucha tranquilidad saber que puedes cuidarla —me dijo Yajaira.

Allí estábamos Matilde, su padre, Yajaira y yo.

Matilde acomodaba algunas cosas sobre la tumba del hermano: un papel bond con un “Feliz cumpleaños. Te extrañamos”una velita encendida y una foto de él sonriendo.

Yajaira vestía una franela con el rostro de su hijo estampado, reproducción de una vieja fotografía donde él sale sonriente. La usa en todas las actividades importantes en honor a su hijo. No éramos los únicos ese día en el cementerio. De fondo se escuchaba salsa, olía a sancocho, a empanadas y ron. Era como ver a un colectivo de limpieza y acomodo en varias tumbas.

Se acercaron unos conocidos en una moto. Se abrazaban. Se consolaban. Yajaira dice que las víctimas se reconocen de lejitos y por eso se apoyan. Uno de los hombres gritó: “¡Ponte una salsa ahí que está llegando la tristeza!”. Y tenía razón, todo parecía una triste celebración a la vida en medio de la muerte.

Quise tomar una fotografía a la familia, pero Matilde se negaba. Retratarse en esas circunstancias no le hacía gracia. La madre insistió e insistió hasta que la muchacha accedió. Allí quedó la imagen. No era una fotografía de un acto, de un trabajo, de un encuentro de activistas: era un retrato familiar. Íntimo.

Luego de algunas horas de estar en el cementerio, nos despedimos y cada uno tomó su camino.

Al conversar por teléfono unos días después, Yajaria me pidió la fotografía. Al verla, enmudeció por algunos segundos. Luego suspiró. Estaba sorprendida, incrédula de ver a la mujer que estaba a su lado.

—En la espera por la justicia se me ha pasado la vida —dijo—. Ya no solo la mía, se me pasó también la vida de ella. ¡Mírala cómo ha crecido! ¿De cuánto me he perdido…?

Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados para proteger sus identidades.

John Souto y Francisco Sánchez en Runrunes: no hizo falta una guerra para desatar la violencia armada en Venezuela

John Souto Rey y Francisco Sánchez, de nuestro staff de investigadores, dieron esta entrevista al medio digital Runrunes, a propósito del lanzamiento de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

En la entrevista se repara en cómo el libro fue gestado a partir de la necesidad de abordar la violencia desde una perspectiva no reduccionista. ¿Qué hay detrás de la tan frecuente afirmación de que Venezuela es un país violento?, ¿qué otras aristas tiene el problema de la violencia?, ¿cómo lo enfrenta la gente?

Desde el libro se observa la violencia como un fenómeno social estructural, que responde a unas dinámicas que se han instalado en nuestra realidad desde hace mucho tiempo. Y justamente el análisis, el registro y la reflexión que confluyen en el libro, están orientados a incentivar el diseño y aplicación de políticas públicas que den solución al problema que nos aqueja.

Por Valeria Pedicini

Cristina estaba lavando cuando policías entraron a su casa y mataron a su hijo; 10 meses después, asesinaron al segundo. Vecinos de Los Ruices que, desgastados por la delincuencia en la zona y la desprotección de las instituciones, hacían guardias para salir a linchar. Rafael, a quién le mataron a su hermano y él mismo fue secuestrado, mató a dos mesoneros que intentaron robarle dinero. Yarelis y Orlanda se unieron para apoyar a otras víctimas de operativos policiales, como ellas.

Todas estas personas tienen algo en común: sus vidas están atravesadas por la violencia que se vive en Venezuela. Un país que era la excepción de Latinoamérica y que actualmente es considerado de los más peligrosos del mundo. Sin guerras, pero con la llegada al poder del chavismo.

“Dicen que están matando gente en Venezuela. Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana” de la Editorial Dahbar es el libro de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) que recoge estas historias para, desde una mirada amplia, profunda y variada, contar la violencia armada que ha marcado el país desde hace años. 

¿Un país violento?

Todos lo dicen y las cifras lo confirman: Venezuela es un país violento. Pero desde Reacin no quisieron quedarse en las expresiones institucionales del fenómeno, sino profundizar en cómo la violencia ha marcado las relaciones, los espacios, la cotidianidad, la individualidad. 

“Quisimos poner la mirada sobre cómo pensar esa violencia desde otros lugares, cómo la viven y la subjetivan las personas que están formando parte de ese círculo. Esa es una aproximación que también nos hace ver no solo la violencia en sí misma, sino nos hace ver otro tipos de expresiones. Por ejemplo: cómo hace la gente para sobreponerse a la violencia”, cuenta Sánchez. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no es una alegoría a la violencia, sino un texto que busca rescatar la humanidad de las personas que han construido sus vidas en medios violentos. 

Para Sánchez, la perspectiva desde la que se analiza Venezuela como país violento cambia. En donde no hay una sola violencia, sino distintas violencias, heterogéneas pero parte de un mismo lugar. 

John Souto, por su parte, considera que el tema de la violencia permite conjugar muchos aspectos de lo que le sucede a la sociedad venezolana. “Nos permite conjugar el sufrimiento que se genera más individual en cada uno de nosotros y a la vez en lo social. Es un fenómeno social que permite hablar desde lo más privado y lo más íntimo hasta lo más público o lo externo”. 

El libro no se centra en decir que Venezuela es violenta. Permite, a pesar del carácter crudo y desgarrador de la violencia, hacer un análisis más amplio con otros conceptos sociales. “Eso es lo que lo diferencia de otros materiales que se publican sobre violencia, que no solo está centrado en ver lo que la violencia nos define, sino también sus salidas, su comprensión más compleja. Esas grandes diferencias de violencia era tratar de ofrecer una mirada que no fuera simplificada sino una mirada más compleja, que tuviera varias facetas ”, continua Souto.

El psicólogo explica que no quedarse en la simplificación del país violento permite hacer una memoria y registro más justo de lo que sucede en Venezuela. Además de que esa mirada permite romper con los moldes que la polarización ha generado. “Es comprender que no están sucediendo cosas porque dos o tres personas sean malas, sino que hay unas dinámicas que nos han acompañado por mucho tiempo y que no van a retirarse de nuestras vidas al retirar dos o tres personas malas señaladas, como a veces pensamos cuando se piensa en soluciones”.

El lado humano de la violencia

Jóvenes, madres, vecinos, maestros, niños. ¿Cómo viven la violencia y a pesar de ella? ¿Cómo los ha afectado, individual y colectivamente? ¿Cómo resisten y buscan salidas al horror?

Ahí la diferencia y una de las particularidades de “Dicen que están matando gente en Venezuela”: las historias humanas. En cada capítulo, los investigadores cuentan cómo se aproximaron de forma metodológica a la violencia en los distintos grupos y comunidades. Estos registros, documentación y estudio han llevado años de trabajo de los investigadores.

“En la mayoría de los trabajos hay mucho acercamiento etnográfico. Es decir, estamos con la gente”, explica Sánchez. “Hacemos parte de la cotidianidad de las personas, intentamos acceder a cómo se vive el fenómeno desde ahí para poder pensar justamente sus implicaciones o las posibles alternativas”. 

Sánchez, quien trabajó con madres que habían perdido a sus hijos en operativos policiales violentos, cuenta cómo para él también las investigaciones fueron un proceso de transformación individual. 

“Yo soy psicólogo clínico comunitario e inicialmente los primeros acercamientos que tuve en mis primeras experiencias estaba muy vinculado al consultorio”. Una vez que se acercó al fenómeno, las cuatro paredes fueron insuficiente para comprender la realidad en la que se estaba involucrando”. “Todo este trabajo de las mujeres hubiese sido imposible si las mujeres no hubiesen querido que yo estuviese ahí. Fue un trabajo complejo que requiere de mucha elaboración. Relatos muy enriquecedores e impactantes, pero luego de compartir con este grupo de mujeres uno también se empieza a cundir de las fortaleza que ellas tienen. Tienen un fortalecimiento increíble para poder sobrellevar todo estos procesos”, asegura Sánchez.

Souto, quien estuvo por meses en La Vega, San Agustín o Los Valles del Tuy, define la experiencia más importante de toda su carrera como psicólogo e investigador: cambió su mirada del trabajo en comunidad. 

“Apenas llegamos a La Vega ocurrió un evento que fue como lo previo a la instauración de las OLP, la comunidad fue tomada como dos meses entre luchas de dos bandas y cuerpos de seguridad. Fue un momento complicado y después continuamos ahí y los adolescentes nos contaban los daños que hicieron, las personas que fueron eliminadas, los que fueron detenidos injustamente”.

Resistir y buscar salidas a la violencia

Yarelis y Orlanda se organizaron para apoyar a otras víctimas de los operativos extrajudiciales en Venezuela. Sabían de qué se trataba porque cada una perdió a sus hijos de esa forma. “¿Cómo hacen para buscar justicia en medio de todo lo que han vivido?”, se pregunta Sánchez en el libro. 

Esa pregunta lo llevó a enfocar su investigación para contestar esa pregunta. Y descubrió que esa resistencia a vivir en la violencia y a pesar de la violencia se manifestaban en sus rutinas, en sus luchas y sus vivencias familiares. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no solo se plantea contar las múltiples miradas de la violencia, sus defectos o su destructividad. Sino las soluciones que permitan salir de ese círculo. “Esa fue siempre la finalidad de la Red, del trabajo que hicimos en Reacin. Poder tener un poco de incidencia, poder hacer memorias, poder hacer registros y poder levantar datos para poder pensar políticas públicas”, afirma Sánchez.

Convivir con ellas y su dolor de la pérdida también sirvió para conocer cómo podían resistir. Desde las alianzas, asociaciones. 

En sus años de investigaciones en las comunidades, Souto cuenta cómo la gente no solo sufría la violencia, sino que buscaban vías de salida o para conseguir recursos.

“Esa parte del impacto que tenía la violencia, pero al mismo tiempo no desgarraba totalmente las relaciones sino que también era un esfuerzo por continuar viviendo, cambió mucho mi mirada sobre cómo gestionan estas poblaciones la violencia. 

Estos acercamientos a los grupos de ambos investigadores también permitió conocer la relación de escepticismo que tienen con la justicia. La idea de que todos los cuerpos policiales son delincuentes o mujeres que no denuncian la violencia de los efectivos de seguridad porque no creen que sirva de algo. 

Asimismo, el libro también muestra el camino de búsqueda de reparación por lo que estas personas han sufrido en entornos violentos; así como la ausencia de justicia, reconocimiento o memoria. 

“Es imposible que un grupo de mujeres o un grupo de una comunidad puedan parar el nivel de violencia que desde el Estado se está articulando. Esa es una batalla que siempre se va a perder. Ves como las víctimas quedan entre la espera y la esperanza, y esa es una combinación letal”, reflexiona Sánchez. “Pensar la reparación es una tarea muy compleja pero yo creo que una de las enseñanzas que estas mujeres empezaron a mostrar es que a pesar de ser una tarea compleja es una tarea que hay que hacer”.

Acerca del libro

El libro es una de las iniciativas de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin), fundada hace cuatro años. Si bien el fenómeno de la violencia ha sido una problemática de investigación, también ha sido la oportunidad de profundizar sobre un drama que afecta, de una forma u otra, directa o indirectamente, a los venezolanos. 

De cómo los venezolanos han sido sufrientes y también practicantes de violencia. 

Verónica Zubillaga -doctora en Sociología, profesora e investigadora- y Manuel Llorens -psicólogo, magíster en psicología comunitaria, profesor e investigador- son los editores del libro y los responsables de haber reunido a una serie de investigadores para que el proyecto viera la luz. 

José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez son los investigadores que, tras años de estudiar de cerca la violencia en Venezuela, reúnen su trabajo, experiencias y análisis en torno a la violencia en este libro. 

Francisco Sánchez cuenta cómo “Dicen que están matando gente en Venezuela” no se concibió como un proyecto consecuencia de las investigaciones en Reacin, sino una expresión de todo el trabajo que han hecho desde la organización desde hace años. “Al tener como conjugación de distintas miradas y de distintas perspectivas, tal vez plantearse hacer un libro digamos que fue un proceso natural. El libro se termina  concretando luego de tener procesos de investigación que estaban echados a andar desde hace dos o tres años”.

Este libro reúne materiales hasta la fecha nunca publicados sobre las políticas represivas del estado venezolano y se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años. 

Todo desde las herramientas que tienen como investigadores: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. 

Dicen que están matando gente en Venezuela: análisis, registro, reflexión y denuncia de un país que se empeña en resistir

Un nuevo libro, escrito por nuestros investigadores y bajo el sello de Editorial Dahbar llega al país: Dicen que están matando gente en VenezuelaViolencia Armada y políticas de Seguridad Ciudadana.

Luego de ser lanzado en España semanas atrás, el libro llega a casa, y contiene buena parte del padecimiento que atraviesa Venezuela, la indiferencia ante las heridas que el atropello deja en el camino, la omnipotencia del poder que se exhibe con sorna frente a sus víctimas. La manera en que el Estado no sólo es protagonista en la perpetración de muertes, sino que además se burla de los atropellados.

El libro puede adquirirse en las librerías de España y a través de Amazon. Además puede obtenerse físicamente en Venezuela en las librerías Kalathos, Sopa de Letras, El Buscón, Viscaya o enviando un correo electrónico a [email protected].

A continuación, el registro del foro llevado a cabo en diciembre pasado, en el marco del lanzamiento del libro.

Se trató de una conversación conducida por las periodistas Vanessa Davies de Contrapunto y Ronna Rísquez de Monitor de Víctimas. Y con la participación de Sergio Dahbar, de Editorial Dahbar; Verónica Zubillaga y Manuel Llorens, ambos autores e investigadores de Reacin.

Relatoría

Ronna: ¿de dónde viene el nombre del libro?

Verónica: viene de una conversación con niños con los que conversaba John Souto. Una niña indica “dicen que están matando gente, pero en verdad están matando malandros”. Revela un poco la naturalización de la muerte y la justificación de ciertas matanzas. Es una forma de denuncia hacia la naturalización de la muerte. Toda denuncia implica alzar la voz y reclamar justicia. Es una búsqueda por encontrar un horizonte de convivencia.

Manuel: viene de una intensa discusión. Parte del libro es una producción colectiva integrada por distintos autores con diversas profesiones y miradas distintas. Es un título sugerente: cuando el mundo voltea a ver a Venezuela, es haciéndose esas preguntas. Es una invitación desde la curiosidad.

Vanessa: hay un Estado penal exacerbado, pero no se relaciona con el comportamiento a nivel económico ¿cómo entendemos esto? (Para Verónica).

Sobre la violencia crónica y la ciudadanía híbrida (Para Manuel).

Verónica: ha ocurrido un auge de la violencia policial. Paradójicamente surgen una reforma policial en el 2010 ante la denuncia por las redadas, pero al mismo tiempo, se dan con mucha fuerza los operativos policiales, como el madrugonazo al hampa. A su vez, ocurre el colapso de los precios petroleros. Para el año 2014-2015 ocurre una nueva fase de militarización de la seguridad. Ya es el mismo Estado el que trunca los procesos de reforma. Debe venir otra vez una discusión sobre las reformas de las instituciones de seguridad.

Manuel: hay que ver el impacto que tiene la violencia en el funcionamiento de las comunidades. Es algo sostenido en el tiempo, que genera unas formas de ejercer la ciudadanía. Hay un código de la ley, pero también un código local, informal, que controla. Se instaura una dualidad entre responder mediante la vía formal o no hacerlo. Lo que hemos visto es que la violencia crónica genera: mayor resguardo, relaciones de mayor desconfianza (por ejemplo, una persona que le robaron la casa y en la misma conversación indican que pudo ser un mismo vecino que “lo pichó”), más fragmentación, menor concepción de que ante situaciones violentas existirán instituciones que van a responder, no hay espacios de acuerdos colectivos, etc. Esto hace pensar en opciones alternativas.

Ronna: capítulo 2: ¿cuáles fueron esas señales de resistencia que percibieron en la comunidad? (Para Manuel)

Manuel: ante situaciones adversas hay fuerzas antagónicas que se resisten. Cuando miramos desde el foco de la violencia podemos perder de vista esas formas de resistencia. Personas que activamente hace cosas: vínculos, confianza, logran espacios seguros, negociar salidas. Sería imposible investigar sin estas entradas.

Pensando en nuestra organización, la idea que queremos transmitir se asocia con una forma de resistencia, de que necesitamos articularnos entre muchos para poder salir de la violencia.

Verónica: complementando la idea, es necesario un trabajo en redes y también mirar nuestro pasado.

Vanessa: ¿quién es la víctima? Es el que dice el Estado proteger ¿por qué se llega a esa ruptura? (Para Verónica)

¿Policía y malandro dan igual de miedo? ¿Quién es la autoridad? (Para Manuel)

Verónica: la gran esperanza de la revolución era la deuda de inclusión que viene desde el pasado. Ocurre una etapa redistributiva (por ejemplo, las misiones) y donde el destino de Venezuela se vinculaba a la renta petrolera. A su vez, como país tenemos la importancia de lo militar como proceso. Lo militar se vuelve una manera de entender el mundo, evidenciándose en los discursos y prácticas. Esto, aunado a un momento de crisis, se vincula con el uso de estrategias extremas de manera urgente. De la misma forma, se asocia con la llegada del mundo ilícito. En este sentido, ocurre un fracaso en la respuesta de la deuda que tenemos con los sectores vulnerables. El 21% de las muertes son por la policía y la mayoría de los asesinados son jóvenes varones de estos sectores.

Manuel: ¿quién es la autoridad? En la comunidad las personas se preguntan esto a diario. Se preguntan a qué autoridad acudo. En Los Ruices un vecino se describe como muy activo. Un día fue a un parque con su hijo y vio a un grupo de personas vendiendo drogas, por lo que acudió a la policía. Días después uno de los integrantes va hasta la puerta de su casa y le dice que “le echó paja con la policía”. Esto permite ver que acudir a la institución sólo te deja más vulnerable, por lo que su reacción fue mudarse un tiempo después. En algunos casos incluso le tienen más miedo a la policía que a los delincuentes. Ocurre una desestructuración de lo formal.

Ronna: debajo de la Cota, piden que ante una situación adversa vaya el Coqui ¿cómo es el proceso de justicia?

Manuel: esto se ve con más claridad en el capítulo de Francisco, al hablar sobre las víctimas. No hay una respuesta seria por parte del Estado, así que las víctimas no sólo viven un asesinato injustificado, sino que además tienen poco acceso a la justicia.

Verónica: esto se ha dado también en otros países: Río de Janeiro, Medellín. En la literatura se habla de gobernanzas criminales, donde cumplen soberanías territoriales: no se trata de ser un Estado en sí mismo, sino de cumplir funciones que el Estado debería cumplir.

Preguntas adicionales:

¿?: ¿cómo es en otros estados del país?

José Luis Fernández: mi trabajo es sobre todo desde lo cuantitativo. He visto diferentes perfiles de cómo ha avanzado en distintas zonas. Trato de romper con la visión de que la violencia es única. En Caracas hubo un crecimiento de la violencia, pero luego se dio en la periferia, como es el caso de Valles del Tuy. Se dio un momento de cambio en la violencia. Solía ser urbana, pero pasó a expandirse en otras regiones. Es el caso de Barlovento, donde la violencia por armas de fuego es más fuerte que en Caracas. También en Paria, con los fallecidos tras la migración forzosa. También por armas de fuego debajo del lago de Maracaibo.

Verónica: además, Andrés Antillano y Francisco han realizado un trabajo en la zona de la frontera que complementa los datos cuantitativos. Hacen una mirada microscópica, viendo los aspectos locales.

¿?: rol de las mujeres.

Verónica: han contribuido con los pactos o treguas con grupos armados. Pero esto es posible cuando hay historia de redes institucionales. Las mujeres han asumido el rol de mediar estos pactos en las comunidades. Esto se puede ver de forma más detallada en el capítulo de Francisco, donde se ve el rol de las mujeres en el reclamo de justicia.

Francisco: yo con esto sólo agregaría evitar caer en el romance de la resistencia. Y también entender que cada vez estas luchas son más privadas que públicas y que, más allá de lo que se intente, necesitamos de otras ayudas o de otras instancias.

Ronna: igual el efecto que genera en los niños. También por acá preguntan ¿cuál ha sido el efecto de las zonas de paz?

Verónica: mucha desprotección. Las políticas de mano dura han generado alianzas entre bandas ante una guerra declarada. Las zonas de paz consolidan la autonomía de las bandas territoriales.

Vanessa: lo decía también Bachelet ¿el problema son las siglas del operativo o la política? Es decir, ¿desaparece la FAES y ya o el problema es distinto?

Keymer: no es un problema de siglas. Si sólo vez la OLP, por ejemplo, vez sólo el 15% de las muertes. Dejas por fuera las demás. Este es un problema que se va arrastrando, como si fuesen unas muñecas rusas. Lo que vemos se asocia con una política anterior y lo que hace es transformarse, pero tomando en cuenta lo anterior.

La FAES llega en el 2017 con las protestas. En ese marco es que se anuncia el grupo táctico. Pero fue necesario los grupos anteriores, hay que ver la historia. Ahora, lo que distingue al FAES es la exhibición en las matanzas.

Cuando revisamos los datos por cuerpo policial, la FAES no supera al 30-40% y además allí participan distintos cuerpos. Cuando los vemos todos, nos damos cuenta que los cuerpos de seguridad del Estado son responsables del 70%, por lo que hay que ver la diversidad, también para ejercer la denuncia de cada grupo. Si no toleramos uno, eso también genera impacto y permite trasmitir el mensaje de que tampoco toleraríamos acciones similares por parte de otros cuerpos. La idea es no mostrar o generar tolerancia.

Cierre:

Sergio: personas están muy atrapadas en lo cotidiano y estos temas pueden pasar a un segundo plano.

Verónica: forjar memoria. No es romantizar las iniciativas, pero sí reconocerlas para reconstruir.

Manuel: reconocerlas para permitir el cambio.

Dicen que están matando gente en Venezuela en la FLOC 2020

En el marco de la reciente edición de la Feria del Libro del Oeste de Caracas (FLOC), organizada por la UCAB, llevamos a cabo la presentación de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

Se trata de un libro que revisa un espectro amplio de expresiones de violencia que incluyen el impacto de la violencia crónica en distintas comunidades y los efectos que tiene en la convivencia; las reacciones de las madres de hijos asesinados por las fuerzas policiales y sus esfuerzos por hacer justicia. También se enfoca en el deterioro del proceso de reforma policial y retrata y analiza cómo las fuerzas policiales se han constituído en un actor que ejercen una matanza de manera sistemática. Finalmente, hace un registro cuantitativo de las muertes por armas de fuego, permitiendo distinguir las diferencias según las distintas regiones, con énfasis en la evolución de la violencia en la frontera.

El encuentro en la FLOC, de poco más de una hora, contó con la participación de Sergio Dahbar y Manuel Llorens. En esta conversación quedó en evidencia, aún más, que Dicen que están matando gente en Venezuela no es un libro escrito desde desaliento. Surge de un país que se empeña en resistir. Como las madres que se reúnen en el cementerio a celebrar el cumpleaños de sus hijos asesinados para ofrecerse consuelo y los periodistas, abogados e investigadores que luchan por mostrar lo que el poder quiere mantener oculto.

Keymer Ávila en El Diario: ¿Qué pasó en La Vega?

Las recientes intervenciones policiales en La Vega y la Cota 905 han generado múltiples debates. Las balas cruzadas llenan de zozobra y preocupación a estas comunidades y sus alrededores.

Keymer Ávila, investigador de nuestra red, encargado de la línea de investigación sobre violencia institucional, nos ofrece una introducción panorámica a este tema, más allá de la coyuntura, lo anecdótico e incluso de enfoques meramente policiales. ¿Cuáles son los ciclos de violencia que subyacen en estos acontecimientos? ¿Cuáles son los principales actores involucrados? ¿Cuáles son las tramas que se tejen entre éstos? ¿Se puede reducir estos eventos solo a enfrentamientos entre bandas o entre éstas y la policía? Ávila nos da algunas claves que sirven de marco para abordar estos fenómenos, donde podrían luego insertarse algunos análisis más específicos o locales. Todo en un artículo de su autoría publicado en el medio digital El Diario.

Artículo

Lo primero que debemos aclarar es que para hablar de un caso concreto como el de La Vega hay que hacer un trabajo de campo dentro de la propia comunidad, casi que de carácter policial, no es nuestro caso. Hecha esta advertencia intentaremos hacer en la primera parte un acercamiento macro sobre este tipo de fenómenos que parecen hacerse cada vez más recurrentes en los grandes barrios de nuestras ciudades, cada uno con sus lógicas y particularidades propias. En la segunda nos acercaremos a las informaciones que nos han llegado de esa comunidad y a las interrogantes que se plantean sobre el caso concreto.

Ya en otro espacio consideramos tres claves dentro de las cuales pueden insertarse, luego explicaciones más territoriales y locales, incluso coyunturales, pero que tendrán en común estos elementos: el contexto de profunda violencia estructural que padecemos los venezolanos, la estructura de oportunidades ilícitas que el propio sistema ofrece y la violencia institucional que le es funcional a las dos anteriores

En primer lugar tenemos la violencia estructural que excluye a las mayorías del país y las condena a precarias condiciones de vida. A los jóvenes no se les ofrece ningún tipo de oportunidades ni opciones de futuro en el mundo lícito. 

Dentro de este nivel macro, hay que considerar el segundo aspecto: la estructura de las oportunidades ilícitas. Las grandes bandas dotadas con armas de guerra no pueden existir sin el apoyo del mundo lícito, este es uno de los puntos más básicos de las teorías de las subculturas criminales desde los años sesenta del siglo pasado. Determinados sectores del mundo “lícito” tienen una relación funcional con las actividades y existencia de las bandas, esto pasa por otorgarles soportes sociales, institucionales, económicos, políticos, entre otros. Es decir, garantías para operar de manera impune, colaboración de cuerpos policiales y militares, complicidad de fiscales y jueces. 

Es importante resaltar que esto no tiene que ver con ideologías ni programas políticos, es solo un asunto de negocios, de mercados ilícitos comunes. Es así que se van conformando las llamadas gobernanzas criminales, que no es un fenómeno particular nuestro, pueden verse también en varias ciudades en Centroamérica, Brasil, Colombia y México.

Estas alianzas no son estables, en ocasiones estos intereses en común pueden entrar en conflicto generando guerras irregulares entre estos bandos. Esos acuerdos precarios pueden quebrarse por distintas circunstancias, eso parece que fue lo que ocurrió en La Vega y también hace unos meses en Petare.

Finalmente, la tercera arista que completa este círculo vicioso es la violencia institucional. Esta última es uno de los principales instrumentos de manutención y reproducción de la violencia estructural. En determinados momentos de crisis de legitimidad es funcional visibilizar e instrumentalizar a la violencia delictiva como forma de distraer la atención de otros problemas más difíciles de abordar, en ese sentido los delincuentes, o los que cumplen con el estereotipo que los prejuicios de clase y raza establecen sobre lo que supuestamente es un delincuente -joven, racializado y pobre-, sirven como oportunos chivos expiatorios.

Las cifras e indicadores existentes nos demuestran, en primer lugar, que la mayoría de las muertes a manos de los cuerpos de seguridad no son enfrentamientos con grupos delictivos equivalentes, son más la consecuencia de un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal por parte de estos organismos. Los casos de enfrentamientos con grupos delictivos son excepcionales. El problema radica cuando a través de la excepción se busca justificar la actuación rutinaria y la masacre por goteo que se encuentra en marcha contra los sectores carenciados de la sociedad.

El saldo es la muerte de miles de personasla radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced.

En este contexto general pueden insertarse luego casos particulares con sus propias lógicas territoriales. Ahora abordaremos algunas preguntas que nos han realizado periodistas durante los últimos días sobre lo ocurrido en La Vega:

¿Qué sucedió en La Vega? ¿Por qué hacen ese operativo policial? 

La Vega, geográficamente, es un lugar estratégico de Caracas que conecta con varios puntos y otros sectores claves de la ciudad, por lo que es apetecible para cualquier grupo que quiera tener ventajas tácticas y bélicas. De las conversaciones con vecinos y funcionarios hemos recogido, al menos, dos versiones de lo sucedido. La primera cuenta que el conflicto comienza desde finales del año pasado entre la banda de la Cota 905 y otras más pequeñas de La Vega, donde la primera avanza y toma algunos sectores de este barrio vecino. Recluta a varios jóvenes del lugar, posiblemente inexpertos, y los dota con armas largas, con las cuales comienzan a hacer rondas por el barrio. Estos lejos de ganarse a la comunidad, impusieron toques de queda después de las 5:00 pm, montaron alcabalas, comenzaron a cometer actos delictivos dentro de la misma zona, a cobrar vacunas más allá de los límites tolerables, tanto así que los transportistas en algún momento paralizaron la prestación del servicio, los comercios estaban viéndose ya afectados, etc. Eso va escalando hasta que se meten con funcionarios policiales que viven en los sectores ocupados y allí se rompe cualquier equilibrio y pacto de coexistencia entre ellos. 

Entonces se presentan dos momentos, el primero comienza el 2 de enero, con los enfrentamientos entre bandas, y luego de la banda vencedora con la policía, que fueron los últimos y los más fuertes. Llegando a sus puntos máximos los días viernes, sábado y domingo. La comunidad duró asediada por las balas una semana entera.

La otra versión, más delicada, cuenta que al jefe de la banda de la Cota 905 le robaron una parte de su arsenal y los disidentes se llevaron el botín para La Vega, fue un intento de lo que ellos llaman un “cambio de gobierno”. Luego el jefe traicionado trató de restablecer el orden infringido, y en ese juego la incursión de la policía le terminó siendo funcional a sus propósitos, ya que eliminaron a los alzados, manteniendo este su hegemonía. Sin embargo, hay numerosas denuncias de que muchos de los fallecidos a manos de las policías no tenían nada que ver con estas situaciones.

Se trata de dos versiones encontradas, incluso contradictorias, que coinciden en la presentación de los dos momentos, pero muy especialmente en la precariedad institucional que padecemos y que constatan que los sectores populares son victimizados triplemente. Primero, por la exclusión social y económica; segundo, por las bandas delictivas y, tercero, por el propio Estado. Actualmente en La Vega se ha sustituido el estado de sitio que tenía la banda por el que ha impuesto la PNB, las calles siguen desiertas, y los hombres armados son los que siguen rondando.

¿La incursión policial tiene relación con las protestas de días anteriores por servicios públicos?

Al contrario de lo que suele decirse en el país, se protesta mucho, en especial en los sectores populares. Así lo confirma el seguimiento del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS). Estas protestas son mayoritariamente por la demanda de servicios públicos básicos, que en Venezuela cada vez son más precarios o inexistentes. Los vecinos confirman que sí hubo protestas en el sector entre la segunda y cuarta semana del mes de diciembre, especialmente por la ausencia de agua y gas, que fueron reprimidas y dispersadas con disparos por la policía en su momento.

Una vez dicho esto es importante recalcar lo siguiente: si bien las manifestaciones en el país son reprimidas, no deben confundirse ambos tipos de violencia institucional. La represión que se hace de manera cotidiana en los barrios en el contexto de operativos de seguridad ciudadana es mucho más brutal, indiscriminada, masiva y letal, que la que se hace en el marco de manifestaciones. No tienen factor de comparación ni pueden equipararse.

Esta distinción no debe dejar de recalcarse, tratar de confundir ambos tipos de represión distorsiona una realidad que no necesita ser distorsionada.

¿Hay pruebas de algunas alianzas entre esas bandas y autoridades policiales y militares?

No tenemos elementos para contestar esta pregunta, no forma parte de nuestro trabajo académico de investigación; esto sería más propio que lo contestaran las autoridades policiales, el Ministerio Público o el Poder Judicial.

Tal como se señala al inicio, lo que podemos hacer son análisis y reflexiones de carácter general que pueden enmarcar este tipo de eventos. Acá es clave la idea de estructura de oportunidades ilícitas ya explicada.

Hay preguntas básicas: ¿Cómo obtienen las armas? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Cómo obtienen municiones? ¿Cómo algunas poseen granadas? ¿Quiénes son los responsables de la fabricación, importación, distribución y comercialización de las armas y municiones en el país? ¿Quiénes tienen ese monopolio? ¿Desde cuándo lo tienen?

En síntesis: las grandes bandas no pueden surgir, ni tener poder, sin un mínimo apoyo o al menos tolerancia de policías o militares, fiscales, jueces, así como del poder político y económico del mundo “legal”. Esto no lo decimos nosotros, esto es parte de una de las más clásicas teorías criminológicas de la segunda mitad del siglo pasado.

Hay familias que denuncian que algunas de las víctimas simplemente estaban en la calle y eran trabajadores, ¿cuál es el sentido de matarlos y presentarlos como bandidos? 

Esto se vincula a la tercera arista que comentamos en la introducción, referida a la violencia institucional. En algunas coyunturas puntuales de crisis políticas, económicas o de legitimidad el tema de la seguridad ciudadana puede ser un comodín, algunos casos en particular, sin duda graves y dramáticos pueden servir para encubrir crisis de tipo más estructural y difíciles de abordar.

Es una sustitución de enemigos públicos, dependiendo de las circunstancias el sistema  evalúa a cual escoge y cómo lo procesa. Con ello se legitiman ciertos aparatos armados del Estado a la vez que distraen la atención pública para que no se ocupe de otros asuntos más complicados. Esto sucedió claramente con las OLP, en un año electoral; también ocurrió con la creación de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) durante las protestas de 2017.

Como lo hemos explicado en otras oportunidades, estas políticas no son una mera respuesta a fenómenos delictivos puntuales, estos son solo la excusa a través de la cual se activan un montón de funcionalidades políticas y económicas. En ocasiones, para la maquinaria de muerte estatal los cuerpos sin vida de los pobres son solo un producto que sirve para mostrar eficiencia, capacidades, son un medio para enviar claros mensajes; son también un intento de legitimación a través de la fuerza y, en consecuencia, de reafirmación de su poder.

En la reciente incursión de la fuerza pública en La Vega no son pocas las denuncias de ejecuciones. Cuando hay tantas muertes de un solo lado y ni siquiera heridos del otro es motivo para encender las alarmas, es un indicador de que el uso de la fuerza letal tuvo una finalidad distinta a la preservación de la propia vida, y sugiere un uso excesivo y desproporcionado.

El problema no es que caigan “inocentes” o “culpables”, esa distinción es irrelevante y hasta peligrosa, el punto es que en nuestro país no existe la pena de muerte -pena que está en extinción en el mundo entero-, y en esos casos la pena es producto de un proceso judicial, no es administrada discrecionalmente por la policía en la calles. Cuando eso sucede se le está otorgando un poder ilimitado a los cuerpos armados, mermando todos nuestros derechos como ciudadanos. En esto no se deben hacer excepciones, los derechos son para todos o no son para nadie.