Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga en SIC: la expresión trágica de la mano dura y sus contradicciones estructurales en la Cota 905

En días recientes nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga compartieron sus ideas y reflexiones para la Revista SIC, sobre los hechos de extrema violencia que tuvieron lugar en la Cota 905, La Vega, El Paraíso y zonas aledañas.
Compartimos este análisis, escrito a cuatro manos, y hecho sobre la base de estudios e investigaciones gestados en nuestra red.

Para muchos habitantes del oeste de Caracas, el 7 de julio quedará grabado como uno de esos hitos trágicos que la violencia armada ha impreso a la fuerza en la memoria. Los estruendosos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad del Estado venezolano y los integrantes de la banda de crimen organizado arraigada en la Cota 905 irrumpieron en la precaria cotidianidad de la ciudad sembrando la zozobra, el pánico y la muerte. No era el primer enfrentamiento que tomaba por asalto la rutina diaria de los habitantes de zonas como La Cota 905, El Paraíso, El Cementerio, Quinta Crespo o La Vega. Pero esta vez algo parecía haber cambiado. Ya no era la banda haciendo un performance de su poder de fuego retando al Estado. En efecto, algo cambió ese día. Aún cuando la masacre de la Vega precedió esta operación, esta vez las fuerzas del orden, bajo el comando de la ministra Meléndez, tomaron masivamente al barrio, demostrando en su turno su abrumador poder de fuego en lo que días después conoceríamos como “operación Gran Cacique Guaicaipuro”.

Un nuevo operativo que tendría resultados similares a los que tuvo justo cinco años antes, el operativo conocido como Operación de Liberación del Pueblo (OLP), en julio del año 2015, también en la Cota 905: una nueva masacre perpetrada por el Estado, esta vez con un mayor número de víctimas y la evasión de los líderes de la banda de crimen. De nuevo expresiones como: “elementos hamponiles neutralizados”, “paz recuperada”, “influencia paramilitar eliminada”. Pero, ¿por qué luego de 5 años el Estado decide entrar nuevamente en La Cota? ¿No era La Cota una zona de soberanía recuperada sujeta a los cuadrantes de Paz? ¿Qué ocurrió en el trascurso de 5 años para que una banda armada tomara el control de diferentes barrios de la ciudad?

La mano dura y sus contradicciones estructurales

El 7 de julio fuimos testigos, una vez más, de la ferocidad y el elevado costo humano de los constantes enfrentamientos en la Cota 905. Solo en este año se han presenciado al menos cinco enfrentamientos que reportan heridos y muertos, ya sea directamente por participar en los enfrentamientos o por las balas perdidas. Este espectáculo y esta zozobra vivida nos puede hacer pensar que estamos sumidos en “un estado de descomposición único en la región”. Pues bien, una mirada a la región nos revela que el fenómeno del fortalecimiento y control territorial y armado de las bandas de crimen organizado se encuentra en numerosos países. De la revisión de algunas de estas experiencias podríamos aprender a comprender nuestro malestar como único y a su vez compartido por otros, así como otras lecciones.

Algunos de los ejemplos más dramáticos de este dominio territorial ocurren en países como Brasil y El Salvador, países que como Venezuela han aplicado políticas de mano dura. En Brasil encontramos una de las más significativas expresiones de lo que científicos sociales han denominado gobernanzas criminales: “la imposición de reglas o restricciones sobre el comportamiento de la gente por una organización criminal”a manos del Primer Comando do Capital (PCC). El PCC es una compleja y sofisticada red criminal originada en las prisiones de Sao Paulo. El dominio y control que el PCC ha logrado instaurar en ciudades como Sao Paulo, y luego su extensión hacia otras regiones del Brasil, especialmente en las favelas, ha llegado a hitos significativos de demostración de poder como la reducción de los homicidios en la ciudad, anunciado por ejemplo paros armados o severas sanciones para criminales que se propasen de su dominio.

Un itinerario similar lo ha vivido el Salvador. El fortalecimiento de los grupos criminales conocidos como “las Maras” se vincula también, como en Venezuela y Brasil, con las políticas de mano dura que comprendieron el encarcelamiento masivo, la pérdida de control de las prisiones y la conformación de grupos criminales de organizaciones más sofisticadas2. En este país también se hicieron públicas las negociaciones que el gobierno, con participación de la Iglesia y el apoyo de la Organización de Estados Americanos sostuvo con representantes de la Mara Salvatrucha (MS13) para reducir las muertes violentas en las principales ciudades del país centroamericano. El pacto, si bien polémico, de hecho, logró reducir de manera significativa las muertes. Este pacto se vio truncado posteriormente por el cambio de autoridades, pero dejó muchas lecciones y abrió posibilidades.

En Venezuela, pasamos de una etapa de encarcelamiento masivo, llegando a tener elevadas cifras de encarcelamiento de poblaciones jóvenes y empobrecidas, que terminó por generar fenómenos como las sofisticadas organizaciones criminales en los centros penitenciarios. Los reclusos se organizaron cada vez más para obtener recursos –rentas– armas y poder construir operaciones más sostenibles, en confrontación, pero también con la colaboración de agentes de las fuerzas del orden quienes resultan socios en la distribución de armas, municiones y ganancias.

En el año 2015, como hemos mencionado, con la OLP, la política de seguridad dio un viraje al pasar el encarcelamiento masivo a matar impunemente3. El perfilamiento de las víctimas fue similar: hombres jóvenes, morenos, de sectores populares, con antecedentes penales. En este viraje también se perfilaron y definieron territorios con una mayor carga estigmatizante para poder invadirlos y saquearlos impunemente: Los “corredores de la muerte” fue el nombre atribuido a toda esta cadena de barrios que, precisamente en días pasados fue de nuevo tomada. Ante esta avanzada del Estado, el mundo criminal también reaccionó. El Estado se convirtió en enemigo. Así surgieron bandas fortalecidas, con vínculos con el mundo carcelario, a través de pactos internos en diferentes barrios para hacer frente al “enemigo”.

Las políticas llevadas a cabo intermitentemente, conocidas como “Zonas de paz”, fueron una mala puesta en escena de pactos con las bandas para su pacificación. Estas políticas, si bien pueden ser prometedoras en términos de producir una reducción sustantiva de homicidios, en el marco de un Estado fragmentado, fueron un fracaso. Primero porque tolerar a las bandas criminales y ceder espacios para el establecimiento de sus “gobernanzas criminales”, implicó una renuncia por parte del Estado a la soberanía territorial y a sus obligaciones en términos de políticas sociales y de seguridad humana hacia la población ¿cómo explicamos que grupos armados impongan toques de queda, repartan alimentos e, incluso, impongan medidas de cuarentena si no es a partir de esta renuncia del Estado de asumir sus funciones más básicas? Segundo porque con fuerzas policiales y militares fragmentadas y enfrentadas entre sí, las bandas de crimen organizado siguieron proveyéndose de municiones y armas pesadas por parte de elementos de las fuerzas del Estado, y agentes de estas fuerzas persistieron en sus incursiones de extorsión a las mismas bandas.

Vistos en su conjunto, las políticas de mano dura revelan sus contradicciones estructurales. Así como Marx, digamos de manera casi jocosa y muy simplificada, decía que el capitalismo llevaba de manera inherente una profunda contradicción, puesto que, al reunir al proletariado hambriento en fábricas, esta reunión y la toma de conciencia de su situación e identidad, les llevaría inevitablemente a la revolución, la mano dura también conlleva esa contradicción en sus entrañas. Con esta misma lógica dialéctica, la concentración en prisiones de hombres empobrecidos y entrenados en armas, sin alternativas para vidas alternativas y de respeto, les llevará a su alianza y rebelión armada frente a los gobiernos que los encarcelan, cuyos policías corruptos facilitarán las armas para esa rebelión. Rebelión que, de paso, no tiene visos políticos: las bandas no quieren tomar el Estado, quieren tener el control territorial para el manejo e incremento de sus rentas. Las políticas de mano dura, una y otra vez demuestran su fracaso y sus trágicas contradicciones en el continente.

Injusticia estructural y zozobra: un país que clama por convivencia pacífica y la recuperación del Estado social y de derecho

Fuente: Federico Parra / AFP

En el tratamiento discursivo de los enfrentamientos por parte de voceros del Gobierno operan unos mecanismos que, inicialmente, buscan negar toda la responsabilidad estatal, no solo en la negligencia histórica en la búsqueda de responsables en el seno del Estado por la fuga de municiones producidas por las industrias militares venezolanas, o por armas como granadas que terminan en la dotación armada del grupo criminal, sino también en la desatención histórica de los jóvenes de los sectores populares. Desatención por la cual la pertenencia a una banda armada sigue siendo una alternativa para los jóvenes. Se presentan los enfrentamientos como producto de una eventualidad espontánea y no como resultados de la cadena de decisiones estatales que producen los malestares sociales que se simbolizan en un joven de 14 años disparando un fusil.

Por otro lado, observamos nuevamente, tal y como ocurrió con los operativos OLP en el año 2015, que más allá de los operativos policiales militarizados no existió ninguna política de seguimiento a los hechos ocurridos. ¿Mejoró la presencia del Estado en las zonas “recuperadas” en principio por la OLP? ¿Se siente la población realmente más incluida en una sociedad más justa y equitativa? Luego de la militarización de La Cota 905 hemos contemplado la extensión de la militarización de la ciudad, siendo testigos, una vez más, de relatos de abuso policial y uso excesivo de la fuerza letal contra la población.

Esta ambivalencia del Estado para con los sectores populares, caracterizada por una presencia ausente: presencia policial y ausencia de políticas sociales, sigue afirmándose como el patrón histórico de relación entre el Estado venezolano y las poblaciones cada vez más precarizadas, en un contexto de emergencia humanitaria compleja acentuado además por la imposición de las sanciones económicas.

¿Cómo dar respuesta a la injusticia estructural que no es incorporada como prioridad de Estado? Si bien muchos venezolanos vieron en la elección de Hugo Chávez una posibilidad de saldar esas deudas, el escenario actual es de una profunda fragmentación de la presencia del Estado en los sectores medios y populares, con el aumento de las brechas para alcanzar mínimos de igualdad social.

Las políticas para lidiar con la violencia estructural que se traduce en la violencia institucional concentrada en los sectores populares, así como las consecuencias de la prevalencia de las armas de fuego en la sociedad venezolana deben girar en diferentes órdenes. En el diseño de estas políticas también podemos aprender de las experiencias de otros países para adaptarlas a nuestras particularidades: la instauración de procesos de justicia transicional; la desactivación del enfoque y las políticas de mano dura; programas de desarme, desmovilización y reintegración para los más jóvenes; las posibilidades de reparación a las víctimas de la violencia; los escenarios de búsqueda de justicia y verdad en un contexto de violencia armada.

¿Puede un país volver a una senda de pacificación con los actores armados y de recuperación de las garantías democráticas? ¿Hacia dónde ir con los actores armados estatales y no estatales?

Este viraje en el enfoque implicaría comenzar por reconocer el nefasto impacto de las políticas de mano dura, que, junto con la corrupción de las fuerzas policiales y militares, han contribuido a la alianza y mayor armamento de los grupos criminales para responder a la guerra. Aprender asimismo de las políticas de reducción de daños, que apuntan a fortalecer el tejido social e introducir oportunidades de inclusión en las comunidades para evitar que más jóvenes se integren a estas bandas, así como una mayor profesionalización de la policía. Esto último implicaría colocar el foco en el mejoramiento sustantivo de la investigación criminal y la intolerancia contra los crímenes más graves como el homicidio. Exigiría además el mejoramiento de las condiciones laborales, así como la premiación a los agentes por la reducción de homicidios en las zonas bajo su vigilancia, como fue la política del Pacto por la Vida en Pernambuco Brasil.

El desmantelamiento de las políticas de mano dura, implica también el examen profundo de la tradición de abuso sistemático de la fuerza letal por parte de la policía, de ahí la pertinencia de apostar por procesos de justicia transicional. Originados en contextos post-autoritarios4, los procesos de justicia transicional intentan hacer frente a los abusos del pasado, al tiempo que generan mecanismos para evitar su repetición. La investigación comparativa5 destaca la importancia de los procesos de justicia transicional para garantizar la seguridad ciudadana en los países que pasan de regímenes autoritarios a democracias. Muestran que en los países donde no hubo un proceso serio de justicia transicional que abordara a los grupos violentos que permeaban o que eran tolerados por el Estado, se produjeron epidemias de violencia al mantenerse estos grupos articulados y romperse los acuerdos básicos que contenían la violencia. Este fue el caso de Brasil, El Salvador y México. En cambio, Bolivia, Chile y Perú ­–donde se establecieron sólidas comisiones de la verdad– presentan los índices más bajos de muertes violentas de la región.

La consideración sobre los actores armados no estatales es relevante para la construcción de la convivencia pacífica. Los actores armados son sujetos que han logrado ciertos capitales simbólicos a través del ejercicio de la violencia. Cualquier iniciativa orientada a la reducción de daños debe reconocer este poder de los actores armados en sus territorios. El Estado a través de un proceso institucionalizado de penetración de programas sociales de inclusión que impliquen la coordinación de educación, fomento de actividades productivas y de salud debe recuperar su presencia social en las comunidades. Los programas de desarme, desmovilización y reintegración han sido implementados en otros países, son apuestas complejas que implican la coordinación interna en el Estado, la participación de las comunidades y la reflexión sobre las propias identidades armadas. Pero ello sólo puede llevarse a cabo en un contexto donde existan pactos institucionales por la coordinación entre las instancias del Estado; la abdicación de la militarización de la política (y de la vida social en su conjunto) y la renuncia a la exaltación del uso de las armas, con miras a la recuperación de los valores democráticas, así como el establecimiento del valor de la vida y de la integridad física de las personas como prioridad. Las organizaciones sociales y el tejido social comunitario tenemos un intenso desafío al apostar por este fortalecimiento de nuestros lazos en un contexto de militarización extendida, pero esta sería la apuesta para estar preparados y “enredados” en un tejido social más sólido para cuando ocurra una transición formas democráticas de convivencia.

La consideración sobre las víctimas de la violencia será un insumo relevante para la reconstrucción del tejido social fracturado y la recuperación de la confianza en las instituciones. En un Estado cuyas fuerzas policiales han sido responsables de masivos abusos y la industria militar es la encargada de producir las balas y municiones, las víctimas necesitan en su historia personal el esclarecimiento de la verdad sobre su pérdida y la posibilidad real de reconstruir su vida. Los procesos de reparaciones a víctimas en América Latina dan testimonio de la necesaria tarea de recomponer el tejido social para alcanzar la convivencia política y social.

Para la consolidación de una convivencia pacífica será necesaria la incorporación de estas tareas de Estado con la participación de la sociedad en su conjunto en la discusión pública. La construcción de una política partiendo de lugares compartidos, de exámenes de verdad y justicia, y de la incorporación de los habitantes a la ciudadanía, en lugar de la aniquilación, tendrían que ser las discusiones centrales y existenciales de los factores políticos para la recuperación democrática.

John Souto y Francisco Sánchez en Runrunes: no hizo falta una guerra para desatar la violencia armada en Venezuela

John Souto Rey y Francisco Sánchez, de nuestro staff de investigadores, dieron esta entrevista al medio digital Runrunes, a propósito del lanzamiento de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

En la entrevista se repara en cómo el libro fue gestado a partir de la necesidad de abordar la violencia desde una perspectiva no reduccionista. ¿Qué hay detrás de la tan frecuente afirmación de que Venezuela es un país violento?, ¿qué otras aristas tiene el problema de la violencia?, ¿cómo lo enfrenta la gente?

Desde el libro se observa la violencia como un fenómeno social estructural, que responde a unas dinámicas que se han instalado en nuestra realidad desde hace mucho tiempo. Y justamente el análisis, el registro y la reflexión que confluyen en el libro, están orientados a incentivar el diseño y aplicación de políticas públicas que den solución al problema que nos aqueja.

Por Valeria Pedicini

Cristina estaba lavando cuando policías entraron a su casa y mataron a su hijo; 10 meses después, asesinaron al segundo. Vecinos de Los Ruices que, desgastados por la delincuencia en la zona y la desprotección de las instituciones, hacían guardias para salir a linchar. Rafael, a quién le mataron a su hermano y él mismo fue secuestrado, mató a dos mesoneros que intentaron robarle dinero. Yarelis y Orlanda se unieron para apoyar a otras víctimas de operativos policiales, como ellas.

Todas estas personas tienen algo en común: sus vidas están atravesadas por la violencia que se vive en Venezuela. Un país que era la excepción de Latinoamérica y que actualmente es considerado de los más peligrosos del mundo. Sin guerras, pero con la llegada al poder del chavismo.

“Dicen que están matando gente en Venezuela. Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana” de la Editorial Dahbar es el libro de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) que recoge estas historias para, desde una mirada amplia, profunda y variada, contar la violencia armada que ha marcado el país desde hace años. 

¿Un país violento?

Todos lo dicen y las cifras lo confirman: Venezuela es un país violento. Pero desde Reacin no quisieron quedarse en las expresiones institucionales del fenómeno, sino profundizar en cómo la violencia ha marcado las relaciones, los espacios, la cotidianidad, la individualidad. 

“Quisimos poner la mirada sobre cómo pensar esa violencia desde otros lugares, cómo la viven y la subjetivan las personas que están formando parte de ese círculo. Esa es una aproximación que también nos hace ver no solo la violencia en sí misma, sino nos hace ver otro tipos de expresiones. Por ejemplo: cómo hace la gente para sobreponerse a la violencia”, cuenta Sánchez. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no es una alegoría a la violencia, sino un texto que busca rescatar la humanidad de las personas que han construido sus vidas en medios violentos. 

Para Sánchez, la perspectiva desde la que se analiza Venezuela como país violento cambia. En donde no hay una sola violencia, sino distintas violencias, heterogéneas pero parte de un mismo lugar. 

John Souto, por su parte, considera que el tema de la violencia permite conjugar muchos aspectos de lo que le sucede a la sociedad venezolana. “Nos permite conjugar el sufrimiento que se genera más individual en cada uno de nosotros y a la vez en lo social. Es un fenómeno social que permite hablar desde lo más privado y lo más íntimo hasta lo más público o lo externo”. 

El libro no se centra en decir que Venezuela es violenta. Permite, a pesar del carácter crudo y desgarrador de la violencia, hacer un análisis más amplio con otros conceptos sociales. “Eso es lo que lo diferencia de otros materiales que se publican sobre violencia, que no solo está centrado en ver lo que la violencia nos define, sino también sus salidas, su comprensión más compleja. Esas grandes diferencias de violencia era tratar de ofrecer una mirada que no fuera simplificada sino una mirada más compleja, que tuviera varias facetas ”, continua Souto.

El psicólogo explica que no quedarse en la simplificación del país violento permite hacer una memoria y registro más justo de lo que sucede en Venezuela. Además de que esa mirada permite romper con los moldes que la polarización ha generado. “Es comprender que no están sucediendo cosas porque dos o tres personas sean malas, sino que hay unas dinámicas que nos han acompañado por mucho tiempo y que no van a retirarse de nuestras vidas al retirar dos o tres personas malas señaladas, como a veces pensamos cuando se piensa en soluciones”.

El lado humano de la violencia

Jóvenes, madres, vecinos, maestros, niños. ¿Cómo viven la violencia y a pesar de ella? ¿Cómo los ha afectado, individual y colectivamente? ¿Cómo resisten y buscan salidas al horror?

Ahí la diferencia y una de las particularidades de “Dicen que están matando gente en Venezuela”: las historias humanas. En cada capítulo, los investigadores cuentan cómo se aproximaron de forma metodológica a la violencia en los distintos grupos y comunidades. Estos registros, documentación y estudio han llevado años de trabajo de los investigadores.

“En la mayoría de los trabajos hay mucho acercamiento etnográfico. Es decir, estamos con la gente”, explica Sánchez. “Hacemos parte de la cotidianidad de las personas, intentamos acceder a cómo se vive el fenómeno desde ahí para poder pensar justamente sus implicaciones o las posibles alternativas”. 

Sánchez, quien trabajó con madres que habían perdido a sus hijos en operativos policiales violentos, cuenta cómo para él también las investigaciones fueron un proceso de transformación individual. 

“Yo soy psicólogo clínico comunitario e inicialmente los primeros acercamientos que tuve en mis primeras experiencias estaba muy vinculado al consultorio”. Una vez que se acercó al fenómeno, las cuatro paredes fueron insuficiente para comprender la realidad en la que se estaba involucrando”. “Todo este trabajo de las mujeres hubiese sido imposible si las mujeres no hubiesen querido que yo estuviese ahí. Fue un trabajo complejo que requiere de mucha elaboración. Relatos muy enriquecedores e impactantes, pero luego de compartir con este grupo de mujeres uno también se empieza a cundir de las fortaleza que ellas tienen. Tienen un fortalecimiento increíble para poder sobrellevar todo estos procesos”, asegura Sánchez.

Souto, quien estuvo por meses en La Vega, San Agustín o Los Valles del Tuy, define la experiencia más importante de toda su carrera como psicólogo e investigador: cambió su mirada del trabajo en comunidad. 

“Apenas llegamos a La Vega ocurrió un evento que fue como lo previo a la instauración de las OLP, la comunidad fue tomada como dos meses entre luchas de dos bandas y cuerpos de seguridad. Fue un momento complicado y después continuamos ahí y los adolescentes nos contaban los daños que hicieron, las personas que fueron eliminadas, los que fueron detenidos injustamente”.

Resistir y buscar salidas a la violencia

Yarelis y Orlanda se organizaron para apoyar a otras víctimas de los operativos extrajudiciales en Venezuela. Sabían de qué se trataba porque cada una perdió a sus hijos de esa forma. “¿Cómo hacen para buscar justicia en medio de todo lo que han vivido?”, se pregunta Sánchez en el libro. 

Esa pregunta lo llevó a enfocar su investigación para contestar esa pregunta. Y descubrió que esa resistencia a vivir en la violencia y a pesar de la violencia se manifestaban en sus rutinas, en sus luchas y sus vivencias familiares. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no solo se plantea contar las múltiples miradas de la violencia, sus defectos o su destructividad. Sino las soluciones que permitan salir de ese círculo. “Esa fue siempre la finalidad de la Red, del trabajo que hicimos en Reacin. Poder tener un poco de incidencia, poder hacer memorias, poder hacer registros y poder levantar datos para poder pensar políticas públicas”, afirma Sánchez.

Convivir con ellas y su dolor de la pérdida también sirvió para conocer cómo podían resistir. Desde las alianzas, asociaciones. 

En sus años de investigaciones en las comunidades, Souto cuenta cómo la gente no solo sufría la violencia, sino que buscaban vías de salida o para conseguir recursos.

“Esa parte del impacto que tenía la violencia, pero al mismo tiempo no desgarraba totalmente las relaciones sino que también era un esfuerzo por continuar viviendo, cambió mucho mi mirada sobre cómo gestionan estas poblaciones la violencia. 

Estos acercamientos a los grupos de ambos investigadores también permitió conocer la relación de escepticismo que tienen con la justicia. La idea de que todos los cuerpos policiales son delincuentes o mujeres que no denuncian la violencia de los efectivos de seguridad porque no creen que sirva de algo. 

Asimismo, el libro también muestra el camino de búsqueda de reparación por lo que estas personas han sufrido en entornos violentos; así como la ausencia de justicia, reconocimiento o memoria. 

“Es imposible que un grupo de mujeres o un grupo de una comunidad puedan parar el nivel de violencia que desde el Estado se está articulando. Esa es una batalla que siempre se va a perder. Ves como las víctimas quedan entre la espera y la esperanza, y esa es una combinación letal”, reflexiona Sánchez. “Pensar la reparación es una tarea muy compleja pero yo creo que una de las enseñanzas que estas mujeres empezaron a mostrar es que a pesar de ser una tarea compleja es una tarea que hay que hacer”.

Acerca del libro

El libro es una de las iniciativas de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin), fundada hace cuatro años. Si bien el fenómeno de la violencia ha sido una problemática de investigación, también ha sido la oportunidad de profundizar sobre un drama que afecta, de una forma u otra, directa o indirectamente, a los venezolanos. 

De cómo los venezolanos han sido sufrientes y también practicantes de violencia. 

Verónica Zubillaga -doctora en Sociología, profesora e investigadora- y Manuel Llorens -psicólogo, magíster en psicología comunitaria, profesor e investigador- son los editores del libro y los responsables de haber reunido a una serie de investigadores para que el proyecto viera la luz. 

José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez son los investigadores que, tras años de estudiar de cerca la violencia en Venezuela, reúnen su trabajo, experiencias y análisis en torno a la violencia en este libro. 

Francisco Sánchez cuenta cómo “Dicen que están matando gente en Venezuela” no se concibió como un proyecto consecuencia de las investigaciones en Reacin, sino una expresión de todo el trabajo que han hecho desde la organización desde hace años. “Al tener como conjugación de distintas miradas y de distintas perspectivas, tal vez plantearse hacer un libro digamos que fue un proceso natural. El libro se termina  concretando luego de tener procesos de investigación que estaban echados a andar desde hace dos o tres años”.

Este libro reúne materiales hasta la fecha nunca publicados sobre las políticas represivas del estado venezolano y se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años. 

Todo desde las herramientas que tienen como investigadores: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. 

Voces en cuarentena: habitar el miedo

El miedo es nómada. Va y viene. Nos acompaña cual sombra, con la diferencia de que siempre está, con luz o sin ella. 

Nos habita, pero también lo habitamos. Habitarlo nos transforma, cava heridas profundas, nos corroe. La impotencia también hace lo suyo. La impotencia de saber que aquello que lo genera está haciendo mucho daño. 

El testimonio de Juan, un vecino de La Vega con quien conversamos sobre los acontecimientos de extrema violencia policial perpetrados en la comunidad a principios de año, lo confirma. Porque además en sus palabras se halla el miedo de muchos, la impotencia de todos. 

La intervención del Fuerzas de Acción Especial de la Policía -FAES- en La Vega se justificó como una respuesta a la acción de la banda armada liderada por “El Coqui”, quien domina la Cota 905, y pretendía ampliar el territorio controlado. Fue así como el barrio caraqueño se convirtió, en palabras del mismo Juan, en “un campo de guerra”. 

Los vecinos se ocultaban en sus casas, sus muros fueron su resguardo. Muchos no podían llegar. Y es que después de cierta hora, las calles vacías anunciaban más muertes. Una ráfaga de tiros era la música de fondo. 

“Los primeros días yo no pude subir a mi casa, por ejemplo. En esos días en los que hubo plomo trancado, recuerdo llamar a mi papá para ver cómo estaba, y escuchaba los plomazos de fondo, pues”. Este era el miedo de Juan, al teléfono, al saber a su papá desprotegido, lejos de él. Pareciera no haber guarida inmune a su furia. 

Nuestra labor se redimensiona en un país que cada vez más demanda espacios de convivencia. De diálogo, de entendimiento. Después de todo, la mejor manera de combatir la violencia es continuar en el esfuerzo sostenido de encontrarnos en las coincidencias, en lo que padecemos sin ningún distingo. 

Verónica Zubillaga en Prodavinci: “Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados?”

Verónica Zubillaga, fundadora de nuestra red, socióloga, investigadora y profesora universitaria, ofreció recientemente una entrevista a Hugo Prieto, para Prodavinci.

Zubillaga habla sobre la agudización de la militarización en el país, a partir del año 2013. Nos habla de un país en el que históricamente ha habido una impronta de militarización de sus fuerzas del orden, y en el que en años recientes, las poblaciones vulnerables han sido víctimas recurrentes de los operativos de mano dura y sus consecuencias. Ante la pregunta de Hugo Prieto, sobre si se puede ser optimista en un contexto así, Zubillaga alude a la opción, siguiendo a Viktor Frankl, de un optimismo trágico. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo, pero tampoco es el nihilismo. Es un optimismo realista, que se ubica en condiciones extremas, pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar.

¿Qué caracteriza lo que se denomina «punitivismo carcelario»?

El punitivismo carcelario se inserta dentro de una historia de militarización de las fuerzas policiales. En ese sentido, además, tenemos una relación muy autoritaria del Estado hacia los sectores populares. Eso lo revelan las investigaciones de Tosca Hernández desde los años 80 y se expresa en la legislación (la Ley de vagos y maleantes), en las acciones policiales (redadas) y en el discurso (la célebre y oscura frase del general Belisario Landis cuando caracteriza a un joven, habitante de un barrio, como un «predelincuente»). Y lo que sucede, a partir de 2010, y en paralelo al proceso de reforma policial, es que se despliegan operativos militarizados como el Dispositivo Bicentenario de Seguridad (Dibise). Por un lado, con la mano izquierda, llevas adelante una reforma en la que se está debatiendo la impronta autoritaria de la policía y, al mismo tiempo, con la mano derecha, estás lanzando operaciones militarizadas represivas. A partir de ese año se encarcelan, masivamente, a hombres jóvenes que habitan en los barrios.

A estas alturas, creo que nunca hubo voluntad política de llevar adelante la reforma policial. Es decir, el control de las armas, de las municiones y una política claramente preventiva del delito. Lo que hubo, más bien, fue una maniobra del señor Hugo Chávez para atraer competencias y construir la idea de consenso alrededor de un supuesto cambio en el tema de la seguridad ciudadana.

Hay que decir que las políticas militarizadas han tenido apoyo de los gobiernos de la IV y de la V y, si miras las encuestas, hay un consenso entre grupos del chavismo y de la oposición de aplicar políticas de «mano dura». Es decir, más allá de la orientación política, hay coincidencias sobre la forma en que se enfrentan los problemas sociales o la criminalidad. Pero en 2007 se abrió un espacio para que distintas voces —provenientes de universidades, de organizaciones sociales, de organizaciones defensoras de derechos humanos, incluidas las de orientación más oficialistas— para que se debatiera el papel que juegan las policías y su relación con los sectores populares y el uso de la fuerza. Ése fue el proceso de la reforma policial. Entonces, no era sólo el designio o la voluntad de Hugo Chávez Frías. Así mismo diría que hay un cribaje de la sociedad venezolana, más allá del chavismo y de la oposición, caracterizado, primero, de una relación muy autoritaria con los sectores populares, de mucha distancia y, segundo, de darle la espalda a esa realidad.

Ese debate concluye y se produce una respuesta militarizada. ¿A partir de 2010 se produce un cambio cualitativo?

Diría que en un trasfondo de autoritarismo hay una exacerbación de la militarización. Ese giro no sale de la nada. Se acentúa a partir de 2013, en un contexto en el que colapsan los precios del petróleo y la propia industria petrolera. Por otro lado, ya no tienes la figura aglutinante de Hugo Chávez. Viene entonces una fase mucho más acentuada de militarización, en la cual escuchamos «el discurso de la persecución» y del «enemigo interno». El tema de las armas, por ejemplo, lo ves en la multiplicidad de actores armados o en el mapa de actores armados que tenemos en la actualidad.

Justamente, en un contexto de contracción económica a niveles increíbles, de hiperinflación, de pobreza generalizada y, finalmente, de emergencia humanitaria compleja, el gobierno del señor Nicolás Maduro profundiza su política de mano dura. ¿Cómo se vive esta realidad en los barrios de Caracas?

Quisiera contextualizar que las políticas de «mano dura» no son exclusivas de Venezuela. Es un tipo de políticas que ha prevalecido en América Latina. La tienen en Centroamérica y en Brasil claramente. El resultado de esta política, al menos en Centroamérica, es que hay una reorganización del mundo criminal para responder a la guerra. Y algo predecible: la escalada de violencia. Entonces, la política de «mano dura» en Venezuela se enmarca en ese patrón común de América Latina.

¿Estamos ante un aporte de América Latina para el mundo?

Sin duda, sin duda. Esta impronta militar, esta persecución, es un modelo claramente latinoamericano. En El Salvador, a comienzos de este siglo, se aplicó la política de «mano dura», siguió el incremento de los crímenes —particularmente de los homicidios— y como respuesta, el Estado lanza la «política de súper mano dura», lo que se logró fue que se terminaran de conformar y de fortalecer las maras (verdaderas estructuras del crimen organizado). Algo similar ocurre en Brasil, con este grupo conocido como Primer Comando de la Capital.

Volvamos a la inquietud inicial. ¿Cómo se viven estas políticas en un barrio?

El paroxismo de «la política de mano dura» fue la OLP (Operativos de Liberación del Pueblo). Te puedo hablar de todos los trabajos que hicimos en la Cota 905. La gente lo vivió como dos años de una invasión bárbara. Es decir, una invasión de diferentes funcionarios de cuerpos policiales, con capuchas, fuertemente armados. Lo llamativo, el patrón sistemático que arrojó las entrevistas que hicimos, es que en el contexto de escasez de alimentos y de bienes de primera necesidad, a la gente le robaban la comida, los teléfonos celulares, pañales. Realmente es una forma de depredación muy sistemática. La gente decía: «Vienen los de negro los lunes».

Una cita del estudio: «Irrumpieron semanalmente, varios días a la semana, por más de dos años». Quisiera detenerme en las implicaciones de esta frase. Un cálculo, extremadamente conservador, arroja que —en sólo un año— hubo 108 operativos policiales, todos en la Cota 905. Diría que no se trata de establecer el control, sino de infundir el terror.

Por esa razón acudimos a conceptos como Necropolítica, del filósofo camerunés, Achille Mbembe (una política de muerte contra un sector de la población, a la que se somete a un estado de excepción y de enemistad rutinario, que se haya en la base de la práctica estatal del derecho de matar). Es un Estado, como dice Mbembe, mortífero. La población se siente acorralada por los distintos poderes armados, porque es cierto que hay grupos criminales organizados, con los cuales se convive, digamos, como lo señala la literatura, una forma de gobernanza criminal. Y, al mismo tiempo, tienes la invasión armada por parte de las fuerzas policiales. Sin duda, es la zozobra como forma de vida.

Verónica Zubillaga retratada por Karina Aguirrezabal | RMTF.

¿Qué derechos ciudadanos están suspendidos en esos operativos?

Los derechos más básicos, comenzando por el derecho a la vida, el derecho a la preservación física. Lo que le oí decir a una señora. Aquí vivimos como los monitos, «no podemos ver, no podemos hablar y no podemos escuchar». Y eso es casi como la vida biológica. Es decir, no tienes ningún derecho.

La tesis que prevaleció en el chavismo: hay una relación directa entre pobreza y la delincuencia. Si la pobreza se disparó en Venezuela a partir de 2013, lo que cabía esperar era el endurecimiento de la política de «mano dura». ¿Por qué habría de sorprendernos?

No, no. Aquí pasa algo que va en contrasentido a esa tesis. Los estudios dicen que a mayor pobreza —o desigualdad— mayor violencia. Pero en medio de los ingentes recursos que Venezuela percibió por el petróleo y de las políticas redistributivas del chavismo, comienza a incrementarse la violencia. ¿Por qué? Con un grupo de investigadores tenemos una hipótesis: en medio de la bonanza económica hay una lucha interna dentro del Estado y, por lo tanto, una fragmentación. Lo que impide, por un lado, que se apliquen políticas estructuradas, a la vez que se incrementa la política de «mano dura» y con ella la respuesta de los grupos del crimen organizado. Además, bajo la premisa de que esto es una revolución pacífica, pero armada, haces una inyección de armas a la población y se pierde el control de las armas. Hay, por ejemplo, un flujo de municiones de las industrias militares a los grupos delictivos. Entonces tienes una confluencia de factores que en Venezuela producen un incremento de violencia muy importante. Vemos mucha fragmentación y el proyecto bolivariano de crear un nuevo Estado termina siendo un fracaso. Lo que tenemos actualmente es el desmantelamiento del Estado social y mucha violencia policial e interpersonal.

Citemos dos frases del libro. La primera, dicha por el general Antonio Benavides: «El destino final de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra». Y la segunda, un tuit de Freddy Bernal: «¿Cuántos funcionarios policiales y civiles deben morir? Hay que tomar policial y militarmente los corredores de la muerte de Caracas». ¿Cuál es el poder que hay detrás de estas palabras?

Yo le vengo haciendo seguimiento a ese discurso de muerte. Diría que uno lo viene escuchando desde la década de 1990. Por ejemplo, aquel gobernador del estado Lara, Orlando Fernández, que decía: «No crean los delincuentes que mis policías los van a proteger de los linchamientos. Allá ellos que mueran». Entonces, son discursos que legitiman la matanza como formas de control. Por supuesto, son matrices discursivas muy peligrosas, porque se termina instalando esta suerte de relación necrofílica, en la que hay, si se quiere, una legitimación social de la matanza. Lo compruebas cuando una madre te dice: «Bueno, si mi hijo hubiese sido un malandro, pero mi hijo era sano». ¡Caramba, es como si en este país hubiera pena de muerte! Eso es lo grave. Son discursos, desde posiciones de poder, que vienen legitimando y justificando la muerte como forma de la política. Es lo que esta antropóloga brasileña, Martha Huggins, llama la instalación de una maquinaria de la atrocidad, porque se instala la muerte como patrón desde el Estado.

El saldo más reciente de la atrocidad policial arroja 23 muertes violentas registradas en la parroquia La Vega el pasado fin de semana. Una masacre. ¿Qué reflexión haría alrededor de este operativo?

Ha sido una época muy dura, precisamente, por este signo de la muerte. Añadiría también los muertos de Güiria. Son muertes por negligencia y por inanición. Es decir, son dos caras de la muerte y de la relación del Estado con la población. Uno es la muerte de una población desamparada que huye de esa manera. Uno esperaba un discurso estatal de lamento y de duelo, pero no. Es un discurso de culpabilización. Algo así como «bueno, allá esa gente que sube a un barco para ocho personas, pero subieron cuarenta». Entonces, una cara es por desamparo y la otra es por acción directa y en una sola jornada mueren 23 hombres de los sectores populares.

¿Podría hacer un retrato hablado del hombre joven y pobre, que muere a manos de las fuerzas policiales del Estado?

En aquel discurso fatídico de Belisario Landis, que jamás podré olvidar, él dice: «lamento que hayan muerto estos predelincuentes en enfrentamientos entre ellos o con la policía». ¿Predelincuentes? Predelincuentes somos todos. Y lo que llama la atención de este discurso es que lo hace una figura desde una posición de poder, que no condena esos hechos, que no llama a una investigación, sino que sólo lamenta. A lo largo de mis trabajos he señalado la implicación de ese hombre joven, moreno, de barrio. Es como tener una impronta, una marca, donde estás expuesto al riesgo de muerte por parte de las fuerzas policiales, nada más por tener ese sino.

¿Qué elementos tendría que haber en el horizonte para cambiar esta situación?

Allí, por supuesto, hay un trabajo muy arduo de rescate de la ciudadanía, de derechos y del valor sagrado de la vida. Es decir, el ciudadano cuenta como tal y es una persona con derechos. Es un trabajo de recuperación muy importante. Diría que han venido articulándose grupos, organizaciones, que están trabajando en eso, que están produciendo un discurso de ciudadanía para contrarrestar el discurso de muerte. Diría, además, que hay que saldar las deudas históricas a las cuales el chavismo no respondió, a pesar de la esperanza que sembró en la gente, digamos, los derechos sociales de los sectores excluidos. El desafío no es sólo en términos de políticas públicas estatales, sino de una cultura que recupere, que internalice, de nuevo, el valor de la vida y la ciudadanía como concepto materializado en derechos como salud, educación y vivienda.

Lo que ha habido es impunidad y una parálisis de la justicia.

En contextos donde se han experimentado violaciones masivas a los derechos humanos, tiene sentido comenzar a prepararnos y a formarnos en procesos de justicia transicional, que son muy amplios y que se tienen que ajustar a la historia particular de cada país. Pero un proceso de tales características implica examinar el pasado y aprender de esta historia. Cuando hablamos de esta relación muy autoritaria por parte del Estado hacia los sectores populares, bueno, tenemos masacres históricas como la de Cantaura, la de Yumare, el Amparo, el Caracazo. El chavismo, como promesa, emerge como respuesta a un Estado muy autoritario, que en la década de 1990 se convirtió en muy excluyente. Entonces, se trata de un examen del pasado para fraguar, precisamente, un horizonte común donde podamos caber todos en este país.

En distintas oportunidades, las fuerzas vivas de la sociedad venezolana —las academias, los gremios, las organizaciones sociales, las ONG de los más variados ámbitos— han exigido que sus demandas sean escuchadas y se les tome en cuenta. Sin embargo, la respuesta del poder ha sido, si no el desprecio, el mutismo más elocuente. ¿Por qué tendríamos que ser optimistas?

No se trata de ser optimistas. Recientemente estaba leyendo El hombre en busca de sentido, cuyo autor es Víktor Frankl, un libro que se publicó después de los campos de concentración y ahora está muy en boga a raíz de la pandemia. Frankl habla de un optimismo trágico. Es decir, es un optimismo realista, que se ubica en las condiciones extremas (los campos de exterminio), pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo. Pero tampoco es el nihilismo. Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados? Hay un movimiento de gente, de organizaciones, que comienzan a articularse para poder fraguar este horizonte en el cual nos queremos ver.

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