Michael Reed

Michael Reed en Contrapunto: Justicia venezolana no ha sancionado a las cadenas de mando por violaciones de DDHH pero de que podría hacerlo, podría

En días recientes publicamos una entrevista a Cristian Correa, abogado del International Center for Transitional Justice (ICTJ), hecha por el medio digital Contrapunto.

Continuando en el marco de la conferencia Asegurando Justicia para Venezuela, que llevamos a cabo en julio del año en curso, esta vez publicamos una entrevista hecha por el mismo medio a Michael Reed-Hurtado.

Reed-Hurtado es un abogado colombo-estadounidense y Profesor de la Universidad de Georgetown. Fue uno de los invitados internacionales con quien compartimos durante las pasadas jornadas de julio.

«La demanda de justicia de la ciudadanía venezolana no la puede satisfacer la Corte Penal Internacional», subraya el abogado colombo-estadounidense, del Centro Guernica para la Justicia Internacional. Afirma que en Venezuela tan solo se inicia el largo y doloroso recorrido hacia el reconocimiento de las víctimas, «que implica confrontar la negación de distintos procesos de victimización y diversas formas de sufrimiento que se han extendido durante décadas»

Pareciera que Michael Reed-Hurtado no solo quiere nadar contra la corriente, sino también caer pesado. Cuando el abogado colombo-estadounidense, del Centro Guernica para la Justicia Internacional y la Universidad de Georgetown, afirma que «la demanda de justicia de la ciudadanía venezolana no la puede satisfacer la Corte Penal Internacional», más de un ceño seguramente se frunce.

Hace alusión no solo a la represión gubernamental contra las protestas en 2014 y 2017 y a los presos políticos, sino también a los operativos policiales contra comunidades empobrecidas. También, a las operaciones contra la insurgencia. «Hay muchas violaciones de derechos humanos que se han cometido en territorio venezolano durante muchísimo tiempo, y el ejercicio de responsabilidad en los sucesivos gobiernos ha sido débil o ausente. Hay un problema histórico de asunción de responsabilidad, hay un problema histórico en el que cuerpos de seguridad cometen crímenes de manera impune. Hay un pasado de represión contrainsurgente que no ha sido objeto de investigación», describe.

La conversación con contrapunto.com transcurre en dos tiempos. El primero, un diálogo por zoom. El segundo, por wasap. Ambos son consecuencia de las reflexiones generadas durante jornadas organizadas por la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (Reacin).

Las expectativas sobre la CPI están apartadas de la realidad, asevera, y recuerda que el Estatuto de Roma parte de la complementariedad; es decir, que los procesos de justicia «se sigan en el foro doméstico». Por eso gran parte de la tarea es «promover esfuerzos concretos y reales de justicia en los países». Quien ignore este principio «está manipulando de manera intencional o no conoce lo suficiente para entender que el propósito de la CPI es no actuar, sino promover que las cosas se hagan en el foro doméstico».

No hay la menor duda, reitera, «de que se han cometido violaciones graves de derechos humanos en territorio venezolano, no hay la menor duda de que hay compromiso de las autoridades estatales en el planeamiento y ejecución, pero no todo se resuelve a golpe de derecho penal; ni siquiera con una, dos o tres acciones ejemplarizantes que pueda tomar la CPI».

Como abogado, remarca que se saca mucho más provecho al robustecer y promover acciones concretas en el el país que decir que se va a adelantar un caso y sostener la responsabilidad penal de cinco personas. «Esto no quiere decir que el derecho penal no tenga lugar en la respuesta a los problemas que plantea Venezuela», aclara.

El sistema de justicia no ha sancionado a las cadenas de mando por violaciones de derechos humanos. «No lo ha hecho, pero de que podría, podría», recuerda. Todo depende de capacidad técnica y voluntad política.

Mucha retórica y pocos dientes

«El uso del derecho penal internacional (DPI) para enmarcar las denuncias de violaciones manifiestas a los derechos humanos y otras situaciones derivadas del abuso de poder en Venezuela es extendido y se torna problemático. Por un lado, el derecho penal internacional es un poderoso recurso retórico que emociona y parece dar renovado vigor a las voces que claman justicia; por otro lado, es un recurso con pocos dientes y (algo) escandaloso», afirma.

En su opinión el derecho penal internacional «puede ser útil en el contexto venezolano, pero el radiante camino de promesas y expectativas que se ha tendido está repleto de delirios y trampas. El éxito retórico de este paradigma puede conducir a terrenos pantanosos. Por ejemplo: la politización y la instrumentalización de una rama del derecho internacional que carece de un corpus juris consolidado pueden llevar a evoluciones poco útiles (incluyendo su dilución, en la medida en que el ladrido del DPI es mucho más fuerte que su mordida)». También señala que la promesa de una CPI «que produce justicia cuando el sistema nacional protege a los presuntos responsables probablemente se puede aguar, contribuyendo, aún más, a la imagen de un órgano internacional inefectivo que, no ha sabido despegar (o aterrizar) en los contextos latinoamericanos».

Reed aclara que no quiere desanimar a nadie. «No se trata de desalentar a quienes en Venezuela promueven procurar justicia en relación con graves crímenes amparados por el poder, pero sí aterrizar algunas de las aspiraciones que se han extendido sobre la CPI».

Las instancias internacionales, «además de contribuir al reconocimiento de las violaciones y las personas victimizadas, elaboran el rastro de la injusticia y hacen explícito el incumplimiento de los compromisos internacionales por parte de Estados que, como el venezolano, niegan y ocultan las atrocidades y sus responsabilidades». Son «instancias valiosas, pero no reemplazan la (necesaria) acción estatal. Los mecanismos internacionales de protección (por ejemplo, los del sistema interamericano) limitan, controlan, condicionan y complementan la acción estatal, de acuerdo con compromisos soberanos; pero no la sustituyen».

Es decir, que las presiones internacionales «son medios para conseguir cambios en el plano nacional, no son un fin en sí mismo». Por ende, la acción de la CPI «debe maximizarse para fortalecer el proceso de procuración de justicia en Venezuela. La intervención de la CPI no debe ser vista como un fin en sí mismo; además, es un instrumento particularmente selectivo: de hacerse cargo de algunos casos, no escogerá más que un manojo. El resto debe tramitarse en sede nacional».

CPI: Muy específica

Según su análisis, en Venezuela «hay un universo amplio y variado de conductas que exigen la puesta en marcha de mecanismos efectivos de rendición de cuentas» y que no forman parte del examen de la CPI. «Se trata de conductas graves que requieren justicia, pero que no son crímenes de lesa humanidad o no son los crímenes de lesa humanidad sobre los cuales ha decidido enfocarse la Fiscalía. Estas tendrán que ser juzgadas, eventualmente, en sede nacional. Ante la perpetración masiva de conductas, la respuesta al cúmulo de casos no provendrá de un organismo internacional que aplica esta rama del derecho internacional público. Como en todas las otras realidades, la investigación y juzgamiento de esos casos recae sobre las autoridades nacionales».

La intervención de la CPI es muy específica, enfatiza. «La carga preponderante de investigación, juzgamiento y establecimiento de responsabilidades de conductas que acarrean crímenes internacionales recaerá, en todo caso, sobre las autoridades nacionales. Es decir, el proceso de hacer justicia será principalmente nacional. En resumidas cuentas, el proceso ante la CPI es lento, engorroso e incierto, y hay muchos factores (legales, políticos, económicos y de seguridad) que lo condicionan y que seguramente lo empantanarán. En el mejor de los casos, la ruta es farragosa e incierta y extraña para la mayoría de la ciudadanía venezolana. Además, el recorrido será resistido activamente».

Es hora de pensar, sostiene, «cómo se puede conducir este camino para que tenga efectos favorables en la búsqueda de la justicia en Venezuela: la activación de la competencia de la CPI no es un fin en sí mismo, es un medio para promover justicia en el plano nacional».

Una respuesta a las víctimas

¿A qué deben aspirar las personas victimizadas? «Las personas victimizadas deben aspirar a la realización de sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación. Y esas aspiraciones solo se pueden satisfacer mediante un proceso robusto de consecución de justicia. El proceso de reivindicación ya se inició; hay ciudadanas valientes y demandantes que encaran la negación oficial y demandan justicia por la muerte de sus familiares». E incluso en condiciones adversas «su proceso de reclamación es el punto de partida. Ahora, es el turno de la sociedad y del Estado: deben reaccionar. ¿Cómo las van a acoger? ¿Cómo van a reconocer su sufrimiento y cómo van a procesar sus reclamos?».

Con base en su experiencia, Reed-Hurtado asevera que, aunque se habla sobre víctimas, «en Venezuela tan solo se inicia el largo y doloroso recorrido hacia su reconocimiento, que implica confrontar la negación de distintos procesos de victimización y diversas formas de sufrimiento que se han extendido durante décadas. Siguen proliferando los discursos justificativos de la violencia; continúan negándose ciertos hechos; se sigue culpabilizando a ciertas víctimas; y, censurablemente, hay unas víctimas que siguen valiendo más que otras».

Esto indica que «el camino será largo y, poco o nada, se ha reflexionado sobre las implicaciones de tender ese recorrido en torno a una víctima-ideal, un modelo único (abstracto) que nada tiene que ver con el universo real, plural y diverso de las personas que han sido victimizadas en Venezuela».

Es deber del Estado venezolano, insiste, «desplegar el poder público de manera responsable y transparente para hacer justicia, según las pruebas, especialmente en el caso de patrones de perpetración sistemática, como lo ilustran las ejecuciones cometidas por miembros de los cuerpos de seguridad en contra de jóvenes pobres que habitan barrios marginales de diferentes centros urbanos».

Cristian Correa en Contrapunto: En Venezuela tenemos que dar garantías para que cualquier proceso de justicia no sea la justicia de los vencedores

El pasado mes de julio, llevamos a cabo la conferencia Asegurando Justicia en Venezuela, una jornada intensiva de tres días que convocó presencial y virtualmente a académicos, activistas de Derechos Humanos, periodistas y miembros de la sociedad organizada, dentro y fuera del país.
Bajo el objetivo de construir reflexiones entorno la violencia armada y su legado, y la búsqueda de justicia en Venezuela,  estos encuentros también se propusieron vislumbrar las rutas posibles para construir una sociedad más inclusiva y pacífica. 
Margarita López Maya (Universidad Central de Venezuela), Mariela Ramírez (Dale Letra), Geoff Ramsey (WOLA), Temir Porras (Paris School of International Affairs), Marino Alvarado (PROVEA), Luis Cedeño (Paz Activa), Benigno Alarcón (Centro de Estudios Políticos-UCAB), Michael Reed-Hurtado (Georgetown University) y Cristián Correa (International Center for Transitional Justice (ICTJ), fueron solo algunos de los ponentes que participaron en la conferencia.
Cristian Correa, abogado experto en Derechos Humanos del Centro Internacional de Justicia Transicional, fue entrevistado por Vanessa Davies, también ponente de uno de los días de la jornada.
Compartimos con ustedes la entrevista hecha para el medio digital Contrapunto.

Foto por Vanessa Davies

Del derecho penal se espera la capacidad de igualación de poder, porque la violencia refuerza el poder del perpetrador “y uno busca que el derecho penal equipare los poderes. Pero la equiparación del poder no está necesariamente en la sanción, sino en cómo el proceso ayuda a que ese personaje poderoso baje la cabeza, reconozca su responsabilidad, y en qué medida eso es más sanador para la víctima que saber que el perpetrador va a estar 25 años en la cárcel”

Si algo queda claro al escuchar a Cristián Correa, integrante del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, por sus siglas en inglés), es que no hay fórmulas que funcionen para resolver todos los conflictos del mundo. Tampoco las hay para dar salidas al conflicto de Venezuela. Correa visitó Venezuela y participó en una actividad académica realizada la semana pasada en Caracas y organizada por la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, la Universidad Simón Bolívar, WOLA, la Universidad de Tulane y la Universidad de Florida.

“Teóricamente pareciera que fuera necesario” un cambio político para la justicia, porque “son mecanismos que deben gozar de legitimidad amplia”, pero la realidad es que la vía para lograrlo “es comenzar a hacer cambios ahora”, afirma. “En todas las transiciones ha habido acciones y procesos sociales y políticos que se avanzan durante la existencia del régimen anterior, y que son los sientan las bases de los procesos que se pueden hacer después”.

Correa considera que para el contexto venezolano sería importante examinar “la Colombia de 2006”, en la que “hay una ley de justicia y paz, en la que hay presencia de paramilitares, en la que Uribe sigue siendo presidente, pero hay un proceso de reconocimiento de los desplazados y se ven forzados a hablar de reparación. No pueden desmovilizar a los paramilitares sin que haya un examen de responsabilidad penal y sin que haya alguna referencia a algo muy primigenio de reparación de justicia y paz, y luego, de reparación administrativa”.

Lo que se hizo en ese momento en Colombia, relata, fue determinante para lo que se avanzó posteriormente. Por eso “no puede uno exigir al proceso de negociación definir una agenda de la nada. Hay que iniciar acciones que sean ariete contra la resistencia de ambas partes de colocar estos temas en la mesa para forzar a tener que ver este tema, y tener que verlo de una forma propiamente venezolana”.

-¿Hacer qué cosas ahora?

-Reconocimiento de las experiencias de personas que han sufrido. Capacidad de juntar a personas que han sufrido, compartir esos sufrimientos y reconocer la experiencia común. Compartir que yo pude haber sido oprimido por uno, tú pudiste haber sido oprimido por otro, pero nuestra experiencia es común. Hacer procesos humanitarios, que reconocen a personas que han sufrido sin tener que poner el rótulo de si es o no es violación. Pero los números fuerzan a hacerse la pregunta.

-¿Encuentros de víctimas?

-Encuentros de víctimas, organización de víctimas, vínculos entre sociedad civil y víctimas.

-¿Para qué?

-Para generar mecanismos de presión a los actores políticos de que este problema hay que resolverlo de una forma que responda a las necesidades de esas víctimas. ¿Por qué? Si vamos a interrumpir los ciclos de violencia que han plagado al país en 60 años o en toda su historia es a través del reconocimiento de derechos de víctimas; se pueden reconocer esas historias y decir “esto no es simplemente un cambio de gobierno, esto es un cambio de cómo nos miramos y nos reconocemos”, especialmente en un país cruzado por diferencias sociales, por incapacidad de mirarse a los ojos con dignidad.

-¿Sería que las víctimas de todos puedan encontrarse y exigir que el tema esté en la agenda?

-Claro. Y agregaría la necesidad de recomponer ciertas necesidades básicas en lo humanitario, en los servicios de salud, en los servicios de educación, de agua, de electricidad. Es un área que les compete a todos, que todos necesitan y hay un interés común de que eso funcione. Y, también, hacerse cargo de los expulsados, y generar condiciones suficientes para que el retorno sea posible.

-¿Cuáles son las barreras para que las víctimas se encuentren? ¿Cómo se puede trabajar?

-La forma cómo se plantea el ser víctima es muy importante para ver si hay cosas que te unen o te dividen. Creo que la experiencia del sufrimiento común es algo que nos humaniza, que tenemos todos como seres humanos. Yo perdí un hijo, tú perdiste un hijo, y no importa tanto el cómo o el quién. Es esa experiencia. La capacidad de víctimas que tienen acceso a ciertas instancias de poder de hablar en favor de los derechos de las otras víctimas, porque no quiero que a otro le ocurra lo que me pasó a mí, o lo que le pasó a otro, o a mi hijo, o a mi hija. ¿Cómo fortalecer esa empatía común como seres humanos que hemos experimentado la pérdida, y que nos une esa pérdida?

Foto por Vanessa Davies

-¿Se necesitan organizaciones que intenten ese esfuerzo de encuentro?

-Hay una labor importante que está haciendo y que puede hacer con mayor fortaleza la sociedad civil. Hay que pedirles a los actores políticos dar espacio y comprometerse a no utilizar o enfatizar el que estas son tus víctimas y estas son mis víctimas. De la experiencia colombiana la mesa en La Habana es forzada a reconocer la experiencia común de víctimas cuando las víctimas llegan a ella y los confrontan a ambos: a gobierno y a FARC. Usted no diga que hace esto por mí. Que las víctimas confronten a su lado porque no escucha a las víctimas que ese lado ha causado.

-¿Eso le corresponde a la sociedad civil? ¿Tratar de hacer esos vasos comunicantes?

-Y les corresponde a los actores políticos dejar hacer y dar espacio, y comprometerse a no manipular el dolor para traer agua a su molino.

-¿Eso implica que el sistema de justicia actúe, o es otro tipo de reparación?

-Cuando hablamos de justicia distingo entre justicia penal y otras formas de justicia. Procesos como estos requieren examinar no solamente responsabilidades penales, sino responsabilidades políticas, responsabilidades históricas, complicidad de medios de prensa, de colegios de abogados, del pueblo, de fiscalía. Cuando hablamos de responsabilidad penal es como el sistema de salud: la cirugía es una pequeña medida, y para mí la cirugía es el derecho penal. Pero ¿qué pasa con las vacunaciones, las campañas de lavado de manos, la clínica local de primeros auxilios, el enfermero? Después tienes un hospital de base, la especialidades y la cirugía. La justicia es lo mismo. El tribunal penal y el fiscal son la cirugía final, y están todos los procesos de reparación que tienen que ser masivos y que deben ir mucho más allá de responsabilidades penales.

-¿Quién los ejecuta?

-En este momento se pueden empezar a hacer procesos de reconocimiento de verdad y de reencuentro de víctimas previos a establecer mecanismos. Y forzar a las partes que tienen la responsabilidad de ayudar a superar la crisis para establecer mecanismos que sean consensuados, que representen a todos, que tengan la autoridad moral para establecer formas de reconocimiento de responsabilidades, de escuchar a víctimas y que el país las escuche. Y luego de eso podemos empezar a revisar qué condiciones hay para hacer cirugía.

-¿No pondría ese punto como primero?

-Siempre hablamos que el derecho penal es el último recurso, y en estas discusiones es la primera pregunta aunque debe ser la última. El derecho penal nos produce tanta ansiedad, porque es fuerte en sus consecuencias. Pero es un elefante en una cristalería, es tremendamente peligroso. ¿Cómo canalizar el derecho penal para que sea una contribución a la pacificación de los próximos 50 años, y no un instrumento de revancha? La no instrumentalización del derecho penal es central. Hay que pensar que una cosa es investigación, otra cosa es la condena o asignación de responsabilidades y otra cosa es el castigo. Creo que investigar y juzgar es central, pero puede haber miles de formas para aplicar consecuencias.

Por ejemplo, insiste Correa, hay personas que no tuvieron capacidad para decir que no, “y eso hay que considerarlo”. Hay personas “que pueden estar dispuestas a colaborar”. Se pregunta: “¿Qué hacemos con aquellos que colaboran hasta el punto de ser capaces de enfrentar a las víctimas y pedir perdón?”.

Del derecho penal se espera, explica, la capacidad de igualación de poder, porque la violencia refuerza el poder del perpetrador “y uno busca que el derecho penal equipare los poderes. Pero la equiparación del poder no está necesariamente en la sanción, sino en cómo el proceso ayuda a que ese personaje poderoso baje la cabeza, reconozca su responsabilidad, y en qué medida eso es más sanador para la víctima que saber que el perpetrador va a estar 25 años en la cárcel”.

Cita los casos de gran corrupción, y se pregunta: ¿Es más importante el castigo, o lo más importante es que se devuelva el dinero mal habido? Los que entregan información, y que devuelven 60% de lo llevado, eso vale mucho más “que si lo seco en la cárcel”. Por eso “hablamos de una justicia que sea capaz de establecer condicionalidades que ayudan a la sanación”.

Para Correa “las víctimas tienen que estar en la mesa, pero estas son responsabilidades de Estado. ¿Cuándo un Estado está en condiciones de eso? Toma tiempo”. Hace alusión a los casos de Argentina y de Chile. “Las condiciones para hacer justicia en términos equitativos, justos e inclusivos toma tiempo”.

Hoy habría que trabajar “las garantías que tenemos que dar para que cualquier proceso de justicia no sea la justicia de los vencedores, que tengamos la capacidad de examinar lo más grave y desde una perspectiva restaurativa”, que se garantice equilibrio y que no sea venganza. Rememora que en Perú juzgaron a Abimael Guzmán y a Alberto Fujimori. A ambos.

Manuel Llorens en Papel Literario: secuelas culturales de la violencia crónica

“Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura”

A comienzos de julio Caracas estuvo sometida a enfrentamientos armados que detuvieron la ciudad, cerraron la circulación por distintas zonas y mandaron a la gente en estampida, a buscar refugio. No mucho antes, en abril, bombardeos y enfrentamientos, entre grupos disidentes de la FARC y las Fuerzas Armadas venezolanas, fueron reportados en la frontera de Apure con Colombia.

Entre las imágenes que circularon por redes sociales los días de zozobra, pudimos observar mujeres con bolsos improvisados e hijos pequeños en los brazos tratando de huir de los enfrentamientos. A su vez, en dos semanas se reportaron hasta 5.000 personas que cruzaron apuradamente la frontera hacia Colombia desde Apure, intentando salvar sus vidas. Se trata de comunidades resquebrajadas por miedo, impotencia y dolor.

A los pocos días del enfrentamiento, en medio de las incursiones de la policía en el barrio, reportajes describieron a la Cota 905 como un vecindario fantasma, con algunos hogares vacíos, abandonados por familias que salieron despavoridas, así como casas habitadas pero silenciosas, esperando aterrados que un escuadrón tumbara sus puertas. Los que se atrevieron a hablar con la prensa lo hicieron en susurros. El ambiente es de terror sigiloso. El tiroteo terminó, pero la amenaza de la policía –la misma que ha ejecutado extrajudicialmente a miles de jóvenes en estos años–.


Se ha informado que, de aproximadamente 60 fallecidos a partir de los tiroteos, solo 6 han sido confirmados como miembros de las bandas delictivas. Los reportes de ejecuciones por parte de la policía a jóvenes en sus propios hogares, se asemeja a las múltiples denuncias detalladas en los informes de la Comisión de las Naciones Unidas. Pero además de la suma de horror estatal y el horror delincuencial, llama la atención las respuestas que publican las personas en respuesta a estas denuncias. Respuestas que minimizan el horror de las ejecuciones extrajudiciales acusando a distancia de que “seguramente eran malandros, no los vengan a defender ahora”. Algunos aplauden y aúpan la retaliación indiscriminada.

Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura.


En las investigaciones que venimos realizando uno de los focos ha sido comprender cómo la violencia crónica afecta a las comunidades, cómo transforma nuestros estilos de vida.

En una serie de estudios etnográficos realizamos observación y entrevistas en tres comunidades que han sido afectadas gravemente por la violencia. En primer lugar, trabajamos en Los Valles del Tuy, que es la zona en que aumentó a más velocidad el homicidio en los últimos años. En segundo lugar, investigamos la serie de linchamientos que sucedieron en la urbanización de Los Ruices a partir del 2015 y, finalmente, un sector de La Vega acosado por la violencia

Si bien es cierto que en cada caso las expresiones de violencia fueron muy distintas, hay semejanzas en varias consecuencias del funcionamiento de las comunidades. En Los
Ruices los vecinos nos contaron su impotencia y hastío ante la cantidad de robos que han padecido. Con ambivalencia hablaron del horror de presenciar linchamientos en las cuadras donde vivían tanto como la justificación de entender que era una reacción a la sensación de desprotección.

El desamparo vivido, acentuado luego de las protestas de 2014 en que la Guardia, junto a los colectivos armados, intimidaron a los residentes de la zona, aumentó la cohesión interna de Los Ruices y la desconfianza en las autoridades. Un grafiti apareció en la pared de una construcción que advertía: “Los Ruices se respeta”. Lo que condujo a que algunos miembros de la comunidad se organizaran y ejecutaran acciones de linchamientos. Un grupo se armó con bates y palos, movidos por la convicción de estar haciendo justicia, dispuestos a salir ante la señal de robo, para descargar su impotencia y frustración en el cuerpo del presunto victimario.

En La Vega, compartimos por tres años con varias comunidades que sufrían el acoso de varias pandillas rivales que ocupaban espacios contiguos en la zona. Los vecinos nos contaron el asedio constante, las muchas veces que se vieron atrapados entre fuego cruzado, las invasiones de las bandas de un sector a otro buscando venganza, la sensación continua estar vigilados por los grupos armados que colocan gariteros en las entradas y salidas del sector. Un vecino nos dijo, “yo trato de no saber mucho, no escucho, no veo”, para explicar como cualquier pedazo de información puede conducir a que se le señale de traidor o “sapo”.

En ese ambiente paranoico, la gente habla en susurros y mira de reojo, tratando de continuar con la vida. Una escuela maravillosa, conducida por unas monjas, funge de espacio de tregua e intenta negociar un poco de aire para respirar. En ocasiones se hacen los velatorios allí, para evitar que la banda contraria aproveche el ritual para asesinar a sus contrarios.

Pero aún más significativa es el hecho de que, como en Los Ruices, las opiniones de los vecinos sobre los jóvenes violentos son ambivalentes. A pesar del temor continuo que imponen, en un lugar carente de instituciones, un conocido violento, dispuesto a morir por proteger su sector, puede representar la versión más concreta de seguridad. En algunas de las conversaciones con niños que pudimos registrar, nos explicaban, refiriéndose a los malandros de su sector: “ellos nos cuidan, son buenos con nosotros,
nos dan comida”. La policía no hace mucho por cambiar estas percepciones. Los registros de continuas incursiones violentas que atropellan a justos por pecadores son reportados por todas las comunidades.

En Los Valles del Tuy registramos situaciones aún más dramáticas, de bandas terriblemente violentas que tienen acosada a la población, al punto de haber invadido algunas por completo y obligado a los residentes a abandonar sus casas. Una persona nos contó en una entrevista, “ya no tenemos vecinos, ya que todos decidieron huir”. Muchos espacios están controlados por alcabalas improvisadas que restringen las salidas y entradas. Todos refieren sentirse continuamente vigilados y temerosos de los actos de horror con que las bandas intimidan a todos. Una mujer desplazada de su sector nos contó que diez hombres armados llegaron a su casa, uno con una granada: “Estaba con mi esposo y mis hijos. Entré al cuarto y les dije ‘ay, hijos, nos vinieron a matar’”. Las comunidades nos transmitieron el terror continuo en que viven.

Viven en un péndulo constante entre la guerra y la paz. Por un lado, viven aterrados y desarrollan estrategias de sobrevivencia como las de un país en guerra, por otra, intentan continuar con sus rutinas como si todo fuera normal.

Pero los impactos en la convivencia y el funcionamiento de las comunidades son dramáticos. El miedo que hace que la gente hable en susurros y esté continuamente alerta a cualquier señal de amenaza, los cambios de horarios y rutinas para evitar los lugares y horas de riesgo, el aislamiento dentro de los hogares, el esfuerzo por enseñar a los hijos a desconfiar y a protegerse, el escepticismo en la bondad de los otros y la absoluta desconfianza en el Estado, así como la decisión de tomar la justicia en las propias manos apoyando los violentos locales, configuran patrones de vida que alteran profundamente la cultura.

Ignacio Martín-Baró, psicólogo social y sacerdote jesuita que estudió el impacto en la población de la Guerra Civil en El Salvador lo describió como trauma psico-social. El término subraya que los daños no se evidenciaban solamente en los individuos sino también en el tejido social. De todas las consecuencias nefastas que venimos describiendo, subrayemos dos particularmente preocupantes.

En primer lugar, Martín-Baró habló de la “militarización de la mente”. Se refería a las actitudes y creencias que se instalan en aquellos que crecen en lugares donde la violencia es la norma. Se refiere a la conclusión de que, solo recurriendo a la fuerza, solo respondiendo a la violencia con más violencia, se pueden resolver los conflictos. Una creencia que se expresa en la idealización del hombre fuerte, la exaltación de las armas, la celebración de la guerra. Lo militar termina arropando lo civil. El militarismo, que no se refiere al aparato militar, sino a las actitudes que sostienen una sociedad que enfatiza lo militar, se instala en la exaltación de la fuerza sobre la razón, el clamor por cuerpos de seguridad cada vez más férreos, el clamor de “ojo por ojo”, sobre la ética del cuidado.

Paradójicamente, el crecimiento de lo militar, no va de la mano de la instalación del orden que la fantasía militarista pregona. Como ha sucedido en otros países latinoamericanos y africanos, lo militar más bien va de la mano con el deterioro del estado de derecho y el abandono de amplias zonas del país. Es precisamente la lógica militarista la que deteriora la institucionalidad y deja al país a la deriva, dividido en feudos comandados por diversas fuerzas oficiales o paraestatales. Venezuela es prueba fiel del fracaso estrepitoso que ha representado la lógica militarista. Es la mano dura y no su falta la que nos metió en este lío.

Finalmente, la violencia conduce a la deshumanización. Los comentarios que alientan los operativos de violencia indiscriminada de la policía desprecian el terrible sufrimiento de los miembros de esas comunidades, colocando a todos sus miembros en el mismo saco estigmatizado. Provocan una herida doble, a la de sufrir los horrores de la violencia le suman la deshumanización de desconocer las injusticias padecidas.

Estas consideraciones, que podrían lucir lejanas de una publicación cultural, no lo son ya que la lucha por la palabra, es una tarea de resistencia, una apuesta a una cultura basada en la ciudadanía, es un esfuerzo crucial para rehumanizarnos y resistir al militarismo que nos han impuesto. El arte es el cultivo de la imaginación, de la posibilidad de pensar el mundo desde ojos ajenos, puede ser un ejercicio de empatía. Ante estos ciclos terribles de violencia que se han instalado en nuestra cultura, necesitamos de ciudadanos, escritores y políticos como Andrés Eloy Blanco, que, confrontado con los horrores de la violencia y el militarismo que padeció en carne propia, respondió con su
“Canto bajo el olivo”:

Por mí, ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí,
no derramar ni la sangre
que cabe en un colibrí,
ni andar cobrándole al hijo
la cuenta del padre ruin
y no olvidar que las hijas
del que me hiciera sufrir
para ti han de ser sagradas
como las hijas del Cid.

Verónica Zubillaga en Cinco 8: La guerra con las bandas no ha terminado

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció recientemente una entrevista al portal digital Cinco 8, sobre la lógica bélica con la que se ha asumido la gestión de la seguridad en el país.

Las redes sociales son útiles para denunciar cosas pero también sirven para otros propósitos, y los gobiernos lo saben, así como los delincuentes y los que cometen crímenes con uniforme y credencial. En Venezuela se ha vuelto frecuente que se viralicen videos de delincuentes exhibiendo su poder de fuego, y al día siguiente imágenes en las que esos mismos hombres aparecen muertos, con la etiqueta de “abatidos” encima. Es fácil constatar cómo los cuerpos de seguridad reciben elogios en los comentarios, y no necesariamente de bots o trolls en nómina, sino de ciudadanos comunes que aplauden a los oficiales por aplicar lo que la legislación venezolana no permite: la pena de muerte.

Eso ocurrió con el video reciente de una ejecución, hecho con celular por una persona oculta tras un muro, en el que se ve con claridad brutal cómo dos agentes con pasamontañas ejecutan a un joven encadenado en un barrio. Hubo más aplausos que condena. Poco después, se difundió un audio en el que un oficial explica —como si explicara cómo armar una mesa o preparar una tortilla— cómo matar a alguien sin dejar evidencia. Importante esto último, porque, por más que sea, las Naciones Unidas y las ONG están mirando. Por más que sea, hay un supuesto proceso de negociación en México por el que el régimen de Maduro quiere aliviar sanciones.

Como recuerdan Keymer Ávila y Manuel Llorens en un artículo para Caracas Chronicles, esas ejecuciones rondan las cuatro mil por año, según las cifras que a partir de fuentes oficiales maneja la oficina de la Alta Comisionada Michelle Bachelet. Claro, se sabe que estas cosas tienen historia. Que las ejecuciones extrajudiciales por “resistencia a la autoridad” han ocurrido siempre y que en la era chavista prosperaron, por ejemplo, los “grupos de exterminio” de policías en varias partes del país. Lo que sí es nuevo es la proporción de muertes a manos del Estado y el poder armado y territorial de las mayores bandas criminales y los grupos de civiles armados. 

Alguien que puede explicar con detalle los patrones detrás de estos fenómenos, porque lleva años investigándolos, es Verónica Zubillaga.

De zona de paz a zona de guerra

Profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar con un doctorado en Sociología de la universidad de Louvain en Bélgica, Zubillaga es cofundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, Reacin. Tiene tiempo diciendo que cuando se derrumba la capacidad del Estado para manejar la exclusión social, la conflictividad y el crecimiento de la criminalidad, el gobierno de Maduro opta por una respuesta de mano dura que termina fortaleciendo a los grupos criminales y torna al Estado en un agente fundamental de violación de derechos humanos. 

Es un círculo vicioso. Un Estado que no crea oportunidades de inserción educativa y económica para los jóvenes pobres, y que estimula las economías criminales, reacciona a la criminalidad con violencia extrema. Y las bandas criminales que absorben a esos jóvenes se arman para defender sus negocios ilegales y sus territorios con más violencia extrema. 

Esta investigadora ha conectado la teoría acumulada en el mundo sobre la relación entre gobiernos y grupos criminales —las muchas experiencias en América Latina de respuesta armada en nombre de la guerra contra las drogas que terminan intensificando la conflictividad y la exclusión que alimenta esa violencia— con el trabajo de campo en las comunidades, creando sus propios marcos de interpretación para nuestra realidad. De eso está lleno el libro que editó con Manuel Llorens en 2020, Dicen que están matando gente en Venezuela: violencia armada y políticas de seguridad ciudadana (Editorial Dahbar), que contiene historias de la gente que intenta sobrevivir en ese entorno de continuo sometimiento a quien lleva el rifle de asalto. 

Sobre el fenómeno de las megabandas y en particular de la de alias El Koki en el suroeste de Caracas, mucha gente cree que los gobiernos chavistas armaron a las bandas para reprimir o someter a la población, y ahora no hallan cómo controlarla, y otra gente cree que estas bandas fueron armadas por la oposición para resistir al gobierno. ¿Son mitos? 

Verónica Zubillaga dice que el crecimiento de las bandas es sobre todo producto de decisiones que se fueron tomando en el camino, no el producto de un plan sistemático del gobierno, y que ha ocurrido en otros países.

Las políticas de “Mano Dura” y “Mano Súper Dura” como las llamaron oficialmente en El Salvador contribuyeron al efecto no esperado de la reorganización y fortalecimiento de las maras. Y en México, la militarización de la “guerra contra el narco” estimuló actos de violencia extrema por parte de las bandas en su competencia interna o su conflicto con el Estado. 

En Venezuela, luego de una reforma policial inconclusa que incluyó un proceso de consulta con la población y las expectativas truncadas de al fin tener en este país una policía respetuosa de los derechos humanos, en 2009 comienza una fase de encarcelamiento masivo con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. Eran los tiempos en que el general Benavides decía que “el destino de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra”. En dos años se duplicó la población carcelaria, que alcanzó las cincuenta mil personas en 2012, y vino la pérdida de control de las prisiones, las bandas carcelarias, el nuevo vocabulario protagonizado por los “pranes”, y también la lógica económica, sumamente lucrativa, de las prisiones llenas de jóvenes que sabían que tarde o temprano llegarían a ellas y se venían preparando. “El Estado social se reduce y el Estado penal se amplía”, dice Zubillaga. “Una enorme población juvenil no tiene dónde insertarse, porque los jóvenes son los grandes huérfanos de la revolución: no hubo misiones para ellos en el período dorado de las misiones”. 

Zubillaga, con su colega estadounidense Rebecca Hanson, trabaja en la tesis de que mientras en El Salvador el experimento de las zonas de paz y los pactos con las maras requirieron la participación de varios actores del sector público y privado, nacionales e internacionales y lograron la reducción coyuntural de los homicidios, en Venezuela fueron la iniciativa de un solo sector del gobierno, sin ninguna coordinación con otros sectores, y generaron oportunidades para crear alianzas entre jóvenes que se pretendía alejar de la delincuencia. Según la investigadora, “aquí se cedió la soberanía territorial a estos grupos, sin seguimiento”. Los policías seguían entrando a las zonas de paz para actividades de extorsión. A las armas que ya tenían, las bandas sumaron las que provienen de la distribución de armas que se hizo entre algunos actores en las comunidades para defender al gobierno en caso de un alzamiento, con el pretexto de la amenaza de invasión extranjera, y las que llegaron mediante el mercado negro que ofrece municiones hechas en Cavim o pertenecientes a los cuerpos policiales. 

Cuando el plan de las zonas de paz fracasó y en 2015 el gobierno viró hacia la guerra con un nuevo operativo de seguridad cuyo nombre es prácticamente una declaración bélica, Operación de Liberación del Pueblo, las bandas de la zona centro-sur-oeste de Caracas crearon una alianza contra las fuerzas de seguridad. Sabían que tenían cómo defenderse.

La necropolítica: política de la muerte

La OLP se estrenó con una incursión en La Cota 905 que dejó 14 muertos y unos 200 detenidos. Luego siguió por el resto del país. “La OLP fue nefasta”, dice Zubillaga. “Dos años de policías invadiendo estas zonas, violando masivamente todo tipo de derechos. Hubo matanzas de jóvenes, robos masivos en las comunidades. Cuando en 2017 Luisa Ortega rompió con el gobierno, dijo que en 2016, el año más violento de nuestra historia, el 21 por ciento de las muertes violentas las habían causado agentes policiales. El concepto de necropolítica de Achille Mbembe me pareció más que sugerente: el mismo Estado decreta a parte de su población como enemigo interno y se dedica a matar sistemáticamente. La militarización de la seguridad, como una matriz para entender la realidad, dentro de la cual Maduro explica y activa la OLP como una forma de contrarrestar, dice él en su discurso, el paramilitarismo que atenta contra la revolución, es un claro ejemplo de necropolítica”. 

En el marco del lanzamiento de la OLP se etiqueta a estas comunidades como  “corredores de la muerte”, categoría estigmatizante con la que jefes chavistas como el expolicía Freddy Bernal definen esos laberintos de ciudad informal en los que operan las alianzas de las bandas para justificar que se trata de zonas a las que hay que entrar a matar. 

Ya no es aquella vieja policía que encarcelaba hombres pobres sin razón, en nombre de la ley de vagos y maleantes, ni siquiera del encarcelamiento masivo de los años previos: ahora van a ejecutar.

“Un policía me dijo que se había comenzado a eliminar porque se pensaba que las prisiones solo hacían que los delincuentes salieran de ahí más poderosos”, dice Zubillaga. En un artículo que escribió con Rebecca Hanson, Zubillaga describe este proceso como un paso del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: el gobierno decidió que no bastaba arrojar gente en masa a cárceles hechas para castigar; ahora había que matar en masa. 

La gobernanza criminal

En 2017 se hizo evidente el fracaso de las OLP para erradicar las bandas. En medio de la intensa conflictividad política de ese momento, se abrió un período de nuevos acuerdos entre sectores del gobierno y los jefes de la Cota 905. Pero esta vez, con otros funcionarios de gobierno y mayor unificación estatal, se logró forjar una cohabitación estratégica con las bandas de la zona centro-sur-oeste. “Una vez que pactaron con sectores del gobierno, dejaron de cometer crímenes espectaculares y que generan pánico social, como el secuestro, para concentrarse, con la tolerancia oficial, en actividades ilícitas que produjeron rentas importantes como el microtráfico de drogas o la extorsión. En ese contexto, el negocio floreciente del tráfico de drogas no generaba competencia entre bandas y los acuerdos con gente del gobierno también redujeron los enfrentamientos con la policía”. 

Durante la gobernanza de la banda, en la Cota 905 no se permitía robar al vecino ni el abuso sexual. “Las bandas regulan su propia violencia y la vida social en las comunidades. Los vecinos te dicen que en la Cota 905 o en el 23 no te roban como sí te roban en Altamira. Por eso hablamos de gobernanzas criminales por el poder real y la capacidad de regular la vida social en sus comunidades”. Desde entonces, las bandas y los grupos armados ejercen un tipo de dominación territorial y social, como la que decían tener los colectivos en el oeste de Caracas y antes de eso las guerrillas; una gobernabilidad forjada a punta de un despotismo armado, que hoy se aplica en varias ciudades venezolanas, y en regiones valiosas para el tráfico de oro, de drogas y de personas, en sitios tan diversos como El Callao, San Antonio del Táchira o el Alto Orinoco. Han aprovechado el retiro del Estado para controlar un territorio como base de operaciones de su economía criminal y espacio de protección, es decir, como un feudo. Ahí, las bandas son un poder que actúa en asociación coyuntural, o en confrontación con agentes del Estado. 

Mientras, tanto en la percepción de la gente como en las cifras, se advierte un descenso en los homicidios en Venezuela en relación con años anteriores. Pero ¿es a causa de las ejecuciones?

Verónica Zubillaga coincide en que, en efecto, desde 2017 han descendido las cifras anuales de muertes violentas, pero esta tendencia no es el producto de una política de seguridad ciudadana.

El primero de los factores es la migración, que ha extraído del país tanto dinero como jóvenes que podrían ser reclutados por las bandas. El segundo es la articulación y organización entre los grupos armados con jefaturas reconocidas, así como una racionalización de la violencia. “No es que la violencia haya desaparecido, sino que es una más organizada y dirigida. Por esto han disminuido los casos de ‘resistencia a la autoridad’, pero siguen siendo horrorosos como se ve en el video y el audio que circularon en días pasados. Los reportes internacionales de DDHH han hecho más visible la magnitud de la violencia policial en las comunidades de los sectores populares. Han contribuido a poner cierto freno, si se quiere. En vez de la OLP, hay una violencia igualmente letal, pero más apuntada como la de las FAES. Es más dirigida, no de tierra arrasada”.

Porque el colapso económico, la migración, la minería, la dolarización y el deterioro que se acumula por las sanciones, han alterado el mapa de las economías criminales. Negocios como el secuestro ya no son tan rentables, advierte Zubillaga, mientras que se pluralizan los actores armados organizados en la ciudad de Caracas: bandas libres, bandas carcelarias, grupos armados compuestos de militares o policías, o colectivos.

Mientras tanto, hay caraqueños desplazados por la violencia, zonas enteras controladas por las bandas en la costa mirandina o Paria, y una relativa, tensa y frágil calma en Petare o la Cota 905 que no sabemos cuánto puede durar. 

El quiebre de los pactos

Las bandas no se conformaron. Querían más tierra. Y el pacto colapsó. “Los intentos de expansión del control territorial por parte de la banda llevaron a enfrentamientos con bandas de otros sectores que no se quisieron doblegar, como en La Vega. La continua provocación por parte del liderazgo de las bandas de la Cota produjo la ruptura de los acuerdos con el gobierno”. Y así llegamos a la situación de hoy, que favorece esas batallas de días en la Cota 905 o en Petare, o en pueblos de los llanos y de Oriente, entre fuerzas de seguridad y bandas, con armamento de guerra. 

Fue el quiebre de los pactos entre las bandas y la policía lo que desembocó en la irrupción armada de la policía de julio, que arrasó con las comunidades y obligó al desplazamiento de los líderes. Por eso parece que alias El Koki está en Colombia. “Sin embargo —advierte la investigadora—, con la sola presencia policial y sin políticas sociales para atender a la población de esa zona tan golpeada, es predecible que surjan de nuevo bandas que se enfrenten entre sí. Es fundamental apoyar el trabajo de organizaciones que hacen vida en la comunidad para restituir el tejido social y otorgar oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes. Hay, además un gran trauma entre la población. El Estado debe pedir disculpas y reparar tanto daño causado”.

Verónica Zubillaga es clara: los factores que alimentan el círculo vicioso de rearme y enfrentamiento entre cuerpos de seguridad y bandas no han desaparecido. Y manda un mensaje que debería llegar a aquel hotel en México: “La cualidad y el horror de la violencia policial sigue allí. Por eso es urgente comenzar a pensar y a conversar sobre formas de justicia y reparación a las víctimas, punto además que actualmente forma parte de los acuerdos de entendimiento entre el gobierno y la oposición”.  

Keymer Ávila y Manuel Llorens: Katábasis, un retrato de las profundidades de nuestro infierno

“We lived happily during the war.

And when they bombed other people’s houses we,

protested,

but not enough, we opposed them, but not

enough.”

Ilya Kaminsky

Observamos un pasillo a unos diez metros de distancia. Funcionarios uniformados sostienen a un hombre por ambos brazos, su cuerpo cuelga. Es un pasillo sucio en un entorno precario. Lo vemos desde atrás. Unos metros más allá, lo que parece ser otro policía uniformado observa. Está frente a la cámara pero no sabe que lo están filmando. La mano que sostiene la cámara del teléfono tiembla. Después de unos segundos de suspenso, suena un disparo y el cuerpo se derrumba sobre sí mismo. Se ha ejecutado a un hombre frente a la cámara. Las imágenes son repugnantes. Es un asesinato premeditado, a sangre fría de un joven, aparentemente pobre, completamente rendido, cometido por un grupo de policías que dominan la escena.

Un asesinato que se asemeja a las miles de denuncias de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela. El informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, por ejemplo, utiliza distintas fuentes oficiales para concluir que las fuerzas de seguridad han ejecutado a miles de civiles al año (5.995 en 2016, 4.998 en 2017, 5.287 en 2018). Muchos de esos asesinatos fueron clasificados como enfrentamientos con la policía o “resistencia a la autoridad”, sin embargo, los testigos describen muchos episodios como el del video, donde los jóvenes fueron sacados arrastrados de sus casas y ejecutados a quemarropa frente a familiares y vecinos. Por su parte, el informe de la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, detalla página tras página actos aterradores y asesinatos flagrantes a sangre fía de jóvenes presuntamente delincuentes -y de otros que no lo eran-, realizados sin previo juicio, juez, ni pruebas.

Es difícil leer el informe, igual que lo es observar el video. Pero el descenso a los infiernos va un paso más allá, si leemos los comentarios de los ciudadanos comunes a los hilos de Twitter que reportan las ejecuciones. “No creo que los asesinados fueran ‘inocentes’. Mi respeto a los policías”; “en mi opinión es un malandro menos para la sociedad y perdóname pero no se puede pedir por sus derechos humanos”; “si fue una rata, entonces felicitaciones a esos nobles policías”, y así.

Informes del hecho reportaron que el ciudadano asesinado, de nombre Dimilson Guzmán, fue detenido por una comisión de la Policía Nacional durante un operativo en los Valles del Tuy, donde ha sucedido el mayor incremento de homicidios en los últimos años. Supuestamente, era miembro de una pandilla local. Los reportes iniciales describieron el evento, como suele ocurrir, como un “enfrentamiento”.

Unas horas más tarde, para empeorar todo, un ex-fiscal publicó en su cuenta de Twitter un audio de un oficial de policía comentando el video. En él, el presunto oficial describe con voz didáctica y tranquila, sus impresiones sobre los errores cometidos por la policía, no refiriéndose a su violencia, sino a su torpe manejo del procedimiento para encubrir las pruebas de la ejecución, sugiriendo la capacitación sistemática de agentes de seguridad en el asesinato de los detenidos.

El fiscal general, Tarek William Saab, informó de inmediato sobre la detención de los agentes de policía implicados en el asesinato. Aplaudiríamos la actuación veloz si no hubiese un déficit tremendo de investigaciones en casos previos. En diversos trabajos hemos denunciado cómo una tercera parte de los homicidios que ocurren en el país son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. ‘Monitor de Víctimas’, un proyecto que está recopilando los detalles de los homicidios, informa que los asesinatos cometidos por las fuerzas de seguridad son, de hecho, en la actualidad, la principal causa de asesinatos en Caracas. Si este fenómeno se contrasta con la situación de otros países de la región, Venezuela se encuentra entre los primeros lugares, teniendo más muertes por intervención de la fuerza pública, en números absolutos, que Brasil, que tiene siete veces más población.

Este es, lamentablemente, un evento bastante común en nuestro infierno. Es difícil no creer que esto haya conducido a una investigación y a arrestos porque la filmación llegó a las redes sociales. El número de asesinatos policiales es descomunal, al igual que la falta de respuesta institucional.

Vale la pena también contrastar la falta de indignación y hasta felicitación que realiza parte de la opinión pública en nuestro país, con la indignación y protestas colectivas surgidas a raíz de los asesinatos policiales en EE.UU y Colombia. Quizás así podemos entender lo mucho que la violencia se ha infiltrado en nuestra cultura, desensibilizándonos ante el sufrimiento ajeno. Mostrando como, no solo nuestras instituciones están pervertidas, sino que nuestra pérdida de coexistencia pacífica ha naturalizado el horror, de manera que minimizamos su gravedad con tres líneas de superioridad moral e hipótesis de mundo justo en una publicación por Twitter. Ciegos ante el hecho de que los molinos de viento del autoritarismo, el militarismo y los abusos de las fuerzas de seguridad son impulsados por el apoyo a estos actos cotidianos de horror.

El video tembloroso es un retrato de las profundidades de nuestro infierno. No es un espectáculo amable. Pero clama, venezolanos y ciudadanos del mundo, por nuestra indignación, nuestro horror, nuestra reacción.

Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga en SIC: la expresión trágica de la mano dura y sus contradicciones estructurales en la Cota 905

En días recientes nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga compartieron sus ideas y reflexiones para la Revista SIC, sobre los hechos de extrema violencia que tuvieron lugar en la Cota 905, La Vega, El Paraíso y zonas aledañas.
Compartimos este análisis, escrito a cuatro manos, y hecho sobre la base de estudios e investigaciones gestados en nuestra red.

Para muchos habitantes del oeste de Caracas, el 7 de julio quedará grabado como uno de esos hitos trágicos que la violencia armada ha impreso a la fuerza en la memoria. Los estruendosos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad del Estado venezolano y los integrantes de la banda de crimen organizado arraigada en la Cota 905 irrumpieron en la precaria cotidianidad de la ciudad sembrando la zozobra, el pánico y la muerte. No era el primer enfrentamiento que tomaba por asalto la rutina diaria de los habitantes de zonas como La Cota 905, El Paraíso, El Cementerio, Quinta Crespo o La Vega. Pero esta vez algo parecía haber cambiado. Ya no era la banda haciendo un performance de su poder de fuego retando al Estado. En efecto, algo cambió ese día. Aún cuando la masacre de la Vega precedió esta operación, esta vez las fuerzas del orden, bajo el comando de la ministra Meléndez, tomaron masivamente al barrio, demostrando en su turno su abrumador poder de fuego en lo que días después conoceríamos como “operación Gran Cacique Guaicaipuro”.

Un nuevo operativo que tendría resultados similares a los que tuvo justo cinco años antes, el operativo conocido como Operación de Liberación del Pueblo (OLP), en julio del año 2015, también en la Cota 905: una nueva masacre perpetrada por el Estado, esta vez con un mayor número de víctimas y la evasión de los líderes de la banda de crimen. De nuevo expresiones como: “elementos hamponiles neutralizados”, “paz recuperada”, “influencia paramilitar eliminada”. Pero, ¿por qué luego de 5 años el Estado decide entrar nuevamente en La Cota? ¿No era La Cota una zona de soberanía recuperada sujeta a los cuadrantes de Paz? ¿Qué ocurrió en el trascurso de 5 años para que una banda armada tomara el control de diferentes barrios de la ciudad?

La mano dura y sus contradicciones estructurales

El 7 de julio fuimos testigos, una vez más, de la ferocidad y el elevado costo humano de los constantes enfrentamientos en la Cota 905. Solo en este año se han presenciado al menos cinco enfrentamientos que reportan heridos y muertos, ya sea directamente por participar en los enfrentamientos o por las balas perdidas. Este espectáculo y esta zozobra vivida nos puede hacer pensar que estamos sumidos en “un estado de descomposición único en la región”. Pues bien, una mirada a la región nos revela que el fenómeno del fortalecimiento y control territorial y armado de las bandas de crimen organizado se encuentra en numerosos países. De la revisión de algunas de estas experiencias podríamos aprender a comprender nuestro malestar como único y a su vez compartido por otros, así como otras lecciones.

Algunos de los ejemplos más dramáticos de este dominio territorial ocurren en países como Brasil y El Salvador, países que como Venezuela han aplicado políticas de mano dura. En Brasil encontramos una de las más significativas expresiones de lo que científicos sociales han denominado gobernanzas criminales: “la imposición de reglas o restricciones sobre el comportamiento de la gente por una organización criminal”a manos del Primer Comando do Capital (PCC). El PCC es una compleja y sofisticada red criminal originada en las prisiones de Sao Paulo. El dominio y control que el PCC ha logrado instaurar en ciudades como Sao Paulo, y luego su extensión hacia otras regiones del Brasil, especialmente en las favelas, ha llegado a hitos significativos de demostración de poder como la reducción de los homicidios en la ciudad, anunciado por ejemplo paros armados o severas sanciones para criminales que se propasen de su dominio.

Un itinerario similar lo ha vivido el Salvador. El fortalecimiento de los grupos criminales conocidos como “las Maras” se vincula también, como en Venezuela y Brasil, con las políticas de mano dura que comprendieron el encarcelamiento masivo, la pérdida de control de las prisiones y la conformación de grupos criminales de organizaciones más sofisticadas2. En este país también se hicieron públicas las negociaciones que el gobierno, con participación de la Iglesia y el apoyo de la Organización de Estados Americanos sostuvo con representantes de la Mara Salvatrucha (MS13) para reducir las muertes violentas en las principales ciudades del país centroamericano. El pacto, si bien polémico, de hecho, logró reducir de manera significativa las muertes. Este pacto se vio truncado posteriormente por el cambio de autoridades, pero dejó muchas lecciones y abrió posibilidades.

En Venezuela, pasamos de una etapa de encarcelamiento masivo, llegando a tener elevadas cifras de encarcelamiento de poblaciones jóvenes y empobrecidas, que terminó por generar fenómenos como las sofisticadas organizaciones criminales en los centros penitenciarios. Los reclusos se organizaron cada vez más para obtener recursos –rentas– armas y poder construir operaciones más sostenibles, en confrontación, pero también con la colaboración de agentes de las fuerzas del orden quienes resultan socios en la distribución de armas, municiones y ganancias.

En el año 2015, como hemos mencionado, con la OLP, la política de seguridad dio un viraje al pasar el encarcelamiento masivo a matar impunemente3. El perfilamiento de las víctimas fue similar: hombres jóvenes, morenos, de sectores populares, con antecedentes penales. En este viraje también se perfilaron y definieron territorios con una mayor carga estigmatizante para poder invadirlos y saquearlos impunemente: Los “corredores de la muerte” fue el nombre atribuido a toda esta cadena de barrios que, precisamente en días pasados fue de nuevo tomada. Ante esta avanzada del Estado, el mundo criminal también reaccionó. El Estado se convirtió en enemigo. Así surgieron bandas fortalecidas, con vínculos con el mundo carcelario, a través de pactos internos en diferentes barrios para hacer frente al “enemigo”.

Las políticas llevadas a cabo intermitentemente, conocidas como “Zonas de paz”, fueron una mala puesta en escena de pactos con las bandas para su pacificación. Estas políticas, si bien pueden ser prometedoras en términos de producir una reducción sustantiva de homicidios, en el marco de un Estado fragmentado, fueron un fracaso. Primero porque tolerar a las bandas criminales y ceder espacios para el establecimiento de sus “gobernanzas criminales”, implicó una renuncia por parte del Estado a la soberanía territorial y a sus obligaciones en términos de políticas sociales y de seguridad humana hacia la población ¿cómo explicamos que grupos armados impongan toques de queda, repartan alimentos e, incluso, impongan medidas de cuarentena si no es a partir de esta renuncia del Estado de asumir sus funciones más básicas? Segundo porque con fuerzas policiales y militares fragmentadas y enfrentadas entre sí, las bandas de crimen organizado siguieron proveyéndose de municiones y armas pesadas por parte de elementos de las fuerzas del Estado, y agentes de estas fuerzas persistieron en sus incursiones de extorsión a las mismas bandas.

Vistos en su conjunto, las políticas de mano dura revelan sus contradicciones estructurales. Así como Marx, digamos de manera casi jocosa y muy simplificada, decía que el capitalismo llevaba de manera inherente una profunda contradicción, puesto que, al reunir al proletariado hambriento en fábricas, esta reunión y la toma de conciencia de su situación e identidad, les llevaría inevitablemente a la revolución, la mano dura también conlleva esa contradicción en sus entrañas. Con esta misma lógica dialéctica, la concentración en prisiones de hombres empobrecidos y entrenados en armas, sin alternativas para vidas alternativas y de respeto, les llevará a su alianza y rebelión armada frente a los gobiernos que los encarcelan, cuyos policías corruptos facilitarán las armas para esa rebelión. Rebelión que, de paso, no tiene visos políticos: las bandas no quieren tomar el Estado, quieren tener el control territorial para el manejo e incremento de sus rentas. Las políticas de mano dura, una y otra vez demuestran su fracaso y sus trágicas contradicciones en el continente.

Injusticia estructural y zozobra: un país que clama por convivencia pacífica y la recuperación del Estado social y de derecho

Fuente: Federico Parra / AFP

En el tratamiento discursivo de los enfrentamientos por parte de voceros del Gobierno operan unos mecanismos que, inicialmente, buscan negar toda la responsabilidad estatal, no solo en la negligencia histórica en la búsqueda de responsables en el seno del Estado por la fuga de municiones producidas por las industrias militares venezolanas, o por armas como granadas que terminan en la dotación armada del grupo criminal, sino también en la desatención histórica de los jóvenes de los sectores populares. Desatención por la cual la pertenencia a una banda armada sigue siendo una alternativa para los jóvenes. Se presentan los enfrentamientos como producto de una eventualidad espontánea y no como resultados de la cadena de decisiones estatales que producen los malestares sociales que se simbolizan en un joven de 14 años disparando un fusil.

Por otro lado, observamos nuevamente, tal y como ocurrió con los operativos OLP en el año 2015, que más allá de los operativos policiales militarizados no existió ninguna política de seguimiento a los hechos ocurridos. ¿Mejoró la presencia del Estado en las zonas “recuperadas” en principio por la OLP? ¿Se siente la población realmente más incluida en una sociedad más justa y equitativa? Luego de la militarización de La Cota 905 hemos contemplado la extensión de la militarización de la ciudad, siendo testigos, una vez más, de relatos de abuso policial y uso excesivo de la fuerza letal contra la población.

Esta ambivalencia del Estado para con los sectores populares, caracterizada por una presencia ausente: presencia policial y ausencia de políticas sociales, sigue afirmándose como el patrón histórico de relación entre el Estado venezolano y las poblaciones cada vez más precarizadas, en un contexto de emergencia humanitaria compleja acentuado además por la imposición de las sanciones económicas.

¿Cómo dar respuesta a la injusticia estructural que no es incorporada como prioridad de Estado? Si bien muchos venezolanos vieron en la elección de Hugo Chávez una posibilidad de saldar esas deudas, el escenario actual es de una profunda fragmentación de la presencia del Estado en los sectores medios y populares, con el aumento de las brechas para alcanzar mínimos de igualdad social.

Las políticas para lidiar con la violencia estructural que se traduce en la violencia institucional concentrada en los sectores populares, así como las consecuencias de la prevalencia de las armas de fuego en la sociedad venezolana deben girar en diferentes órdenes. En el diseño de estas políticas también podemos aprender de las experiencias de otros países para adaptarlas a nuestras particularidades: la instauración de procesos de justicia transicional; la desactivación del enfoque y las políticas de mano dura; programas de desarme, desmovilización y reintegración para los más jóvenes; las posibilidades de reparación a las víctimas de la violencia; los escenarios de búsqueda de justicia y verdad en un contexto de violencia armada.

¿Puede un país volver a una senda de pacificación con los actores armados y de recuperación de las garantías democráticas? ¿Hacia dónde ir con los actores armados estatales y no estatales?

Este viraje en el enfoque implicaría comenzar por reconocer el nefasto impacto de las políticas de mano dura, que, junto con la corrupción de las fuerzas policiales y militares, han contribuido a la alianza y mayor armamento de los grupos criminales para responder a la guerra. Aprender asimismo de las políticas de reducción de daños, que apuntan a fortalecer el tejido social e introducir oportunidades de inclusión en las comunidades para evitar que más jóvenes se integren a estas bandas, así como una mayor profesionalización de la policía. Esto último implicaría colocar el foco en el mejoramiento sustantivo de la investigación criminal y la intolerancia contra los crímenes más graves como el homicidio. Exigiría además el mejoramiento de las condiciones laborales, así como la premiación a los agentes por la reducción de homicidios en las zonas bajo su vigilancia, como fue la política del Pacto por la Vida en Pernambuco Brasil.

El desmantelamiento de las políticas de mano dura, implica también el examen profundo de la tradición de abuso sistemático de la fuerza letal por parte de la policía, de ahí la pertinencia de apostar por procesos de justicia transicional. Originados en contextos post-autoritarios4, los procesos de justicia transicional intentan hacer frente a los abusos del pasado, al tiempo que generan mecanismos para evitar su repetición. La investigación comparativa5 destaca la importancia de los procesos de justicia transicional para garantizar la seguridad ciudadana en los países que pasan de regímenes autoritarios a democracias. Muestran que en los países donde no hubo un proceso serio de justicia transicional que abordara a los grupos violentos que permeaban o que eran tolerados por el Estado, se produjeron epidemias de violencia al mantenerse estos grupos articulados y romperse los acuerdos básicos que contenían la violencia. Este fue el caso de Brasil, El Salvador y México. En cambio, Bolivia, Chile y Perú ­–donde se establecieron sólidas comisiones de la verdad– presentan los índices más bajos de muertes violentas de la región.

La consideración sobre los actores armados no estatales es relevante para la construcción de la convivencia pacífica. Los actores armados son sujetos que han logrado ciertos capitales simbólicos a través del ejercicio de la violencia. Cualquier iniciativa orientada a la reducción de daños debe reconocer este poder de los actores armados en sus territorios. El Estado a través de un proceso institucionalizado de penetración de programas sociales de inclusión que impliquen la coordinación de educación, fomento de actividades productivas y de salud debe recuperar su presencia social en las comunidades. Los programas de desarme, desmovilización y reintegración han sido implementados en otros países, son apuestas complejas que implican la coordinación interna en el Estado, la participación de las comunidades y la reflexión sobre las propias identidades armadas. Pero ello sólo puede llevarse a cabo en un contexto donde existan pactos institucionales por la coordinación entre las instancias del Estado; la abdicación de la militarización de la política (y de la vida social en su conjunto) y la renuncia a la exaltación del uso de las armas, con miras a la recuperación de los valores democráticas, así como el establecimiento del valor de la vida y de la integridad física de las personas como prioridad. Las organizaciones sociales y el tejido social comunitario tenemos un intenso desafío al apostar por este fortalecimiento de nuestros lazos en un contexto de militarización extendida, pero esta sería la apuesta para estar preparados y “enredados” en un tejido social más sólido para cuando ocurra una transición formas democráticas de convivencia.

La consideración sobre las víctimas de la violencia será un insumo relevante para la reconstrucción del tejido social fracturado y la recuperación de la confianza en las instituciones. En un Estado cuyas fuerzas policiales han sido responsables de masivos abusos y la industria militar es la encargada de producir las balas y municiones, las víctimas necesitan en su historia personal el esclarecimiento de la verdad sobre su pérdida y la posibilidad real de reconstruir su vida. Los procesos de reparaciones a víctimas en América Latina dan testimonio de la necesaria tarea de recomponer el tejido social para alcanzar la convivencia política y social.

Para la consolidación de una convivencia pacífica será necesaria la incorporación de estas tareas de Estado con la participación de la sociedad en su conjunto en la discusión pública. La construcción de una política partiendo de lugares compartidos, de exámenes de verdad y justicia, y de la incorporación de los habitantes a la ciudadanía, en lugar de la aniquilación, tendrían que ser las discusiones centrales y existenciales de los factores políticos para la recuperación democrática.

Verónica Zubillaga en Provea: “El fracaso de la reforma policial condujo a la implantación de una necropolítica”

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció en días recientes una entrevista a Provea, a propósito de cumplirse 15 años de la creación de la Conarepol (Comisión Nacional para la reforma policial) que, bajo el objetivo de instaurar un nuevo modelo policial, constituyó un espacio heterogéneo y con incidencia de diversos sectores del país.

Pero esta iniciativa que, en primera instancia, permitió vislumbrar un camino de progreso, terminó por ser un proyecto fallido.

Zubillaga, en el trabajo a continuación, repara en las razones del fracaso de la Conarepol, y en la manera en que ha mutado el contexto desde su creación hasta la actualidad: un país en el que urge la implementación de políticas públicas que permitan efectos sostenidos en materia de seguridad ciudadana.

A 15 años de creada la Comisión Nacional para la Reforma Policial, no solo hay que hablar de su aborto, sino de una terrible regresión e incluso vigorización de la tradición militarista. Para Verónica Zubillaga, profesora de la USB, investigadora social y miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), el mayor desafío actual lo representa la imbricación de las instituciones oficiales con grupos armados para-estatales.

Crear consenso social en materia de seguridad ciudadana y, en consecuencia, generar políticas públicas que se sostengan más allá de los vaivenes partidistas, es un desafío en muchos sentidos mayor que el enfrentado, por ejemplo, en otros asuntos trascendentes como la salud o la educación. Es así porque, al hablar de temas como la delincuencia, los expertos tienen que enfrentar dificultades y resistencias especialmente refractarias, ya sea para persuadir a los políticos y provocar la necesaria voluntad política, como para hacerse comprender en muchos sectores de la población.

Poco importa, por ejemplo, que la criminología ofrezca todas las pruebas de que una política enfocada en la “mano dura” contra el delito haya demostrado ser ineficaz, y que incluso resulte contraproducente al propiciar que las bandas criminales crezcan en tamaño, organización y pertrechos. La noción de que el problema es una guerra y que por tanto solo se puede ganar a cañonazos, siempre estará allí, más aún en países que como Venezuela lastran una tradición militarista, ahora repotenciada. Otro tanto podría decirse del falso dilema que para muchos existe entre un régimen garantista de los derechos humanos y la capacidad de Estado para ofrecernos servicios eficientes de seguridad pública.

Pero puede ocurrir que circunstancialmente algunos factores se conjuguen para crear un clima propicio al avance de la civilidad, la democracia y los derechos humanos. Son oportunidades de oro que hay que cazar al vuelo, y eso fue lo que ocurrió –o pareció ocurrir- hace 15 años cuando prosperó la idea de realizar una reforma profunda del modelo policial vigente y nació la CONAREPOL.

Estas dificultades son bien conocidas por Verónica Zubillaga. Como investigadora o activista, siempre datos en mano, ha figurado entre quienes denuncian la escalada de la violencia en Venezuela, en particular de aquella que se perpetra desde posiciones de fuerza, privilegio e impunidad. Doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina, es miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), integró la Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme, y formó parte de la ola de esperanza y entusiasmo que la CONAREPOL generó en su momento.

Un precedente valioso

Zubillaga, como tantos de los que participaron o siguieron atentamente a la CONAREPOL, rescata más allá de toda duda el valor de una experiencia donde privó la preeminencia de las voces expertas, pero también la inclusión, la pluralidad y la disposición a escuchar todas las opiniones :

“Aquello fue un proceso realmente progresista, donde por primera vez se abordaban con amplitud y seriedad asuntos clave como el uso de la fuerza y el problema que representa una estructura policial históricamente militarizada. Y fue mucho más que una reunión de expertos: se realizó una consulta muy amplia en todo el país. Además se trajeron expertos internacionales de altísimo nivel, incluyendo a alguien tan reconocido como la brasilera Jacqueline Muniz, de un país como Brasil con problemas similares a los nuestros en cuanto a un abuso sistemático de la fuerza policial sobre la población más vulnerable. Todo ello significa un aprendizaje, una referencia y un precedente valioso para, por ejemplo, un posible proceso de justicia transicional en Venezuela. Tal como se propuso la CONAREPOL, la justicia transicional inicia por procesos de consulta muy estructurados y razonados con los distintos tipos de víctimas y en general con todos los involucrados sin excepciones”.

“En un contexto de posiciones aparentemente irreconciliables, la CONAREPOL logró producir grandes consensos. Si algo especialmente valioso tuvo fue su pluralidad. Puso a conversar a responsables del ejecutivo con representantes de la iglesia, del empresariado y, por supuesto, con académicos realmente expertos en el tema. Se instala en el año 2006, veníamos de un proceso muy conflictivo tras el golpe de estado y el paro petrolero, pero con todo llegó un momento de cierta pacificación o apaciguamiento, de rebajamiento de tensiones, que abrió una pequeña ventana. Paralelamente, se produjo una serie de casos criminales que sensibilizaron mucho a la población y generaron presión sobre el gobierno. Hubo tres crímenes muy sonados como lo fue el de los estudiantes del barrio Kennedy, seguidamente el de los hermanos Faddoul y finalmente el secuestro y muerte del empresario Sindoni, todos ellos con el común denominador de la participación de agentes de las fuerzas policiales. Esto escandalizó e hizo pensar que era ineludible un cambio profundo del modelo policial”.

Las razones del fracaso

Que la CONAREPOL fue finalmente un proyecto fallido es algo que hoy todos reconocen. Y pese a lo esperanzador de sus inicios, muy pronto se evidenció la debilidad de sus principios y de su espíritu civilista en un contexto de creciente autoritarismo:

“Hay una confluencia de factores que atentan y finalmente truncan las propuestas de la CONAREPOL. Más allá de la polarización política que todos conocemos, hubo un proceso de fragmentación y luchas internas dentro del Estado. Por una parte había confrontaciones teóricas, ideológicas, estratégicas, entre el sector civil que venía del mundo de las organizaciones de derechos humanos, por ejemplo de la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, y el mundo militar o afín al pensamiento militarista. CONAREPOL nace con Jesse Chacón como ministro de Interior y Justicia; luego es desplazado y llega Pedro Carreño afirmando que es un proyecto de derecha y que se suspende; posteriormente designan a Rodríguez Chacín, con una postura algo más tolerante pero sin muchos efectos prácticos. Solo con Tarek El Aissami, en 2009, se retoma en serio el proyecto después de muchas idas y venidas. Obviamente esa altísima rotación de responsables, por demás típica a todo lo largo de las últimas dos décadas, es un obstáculo enorme para lograr la continuidad que requiere cualquier política pública en materia de seguridad ciudadana”.

“La implantación del nuevo modelo comienza pues en 2010. Pero paralelamente, y prácticamente al mismo tiempo que nacía la PNB, se inaugura la funesta serie de operativos militarizados con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. De esta manera, lo que el gobierno hacía en la dirección progresista en cuanto a derechos humanos con una mano, lo desbarataba con la otra. Además, pronto vendrá la muerte de Hugo Chávez, el colapso de los precios del petróleo y de la industria petrolera, lo que nos dejará con un presidente como Nicolás Maduro, sin presupuesto y sin el carisma de su predecesor. Maduro le da prioridad en su discurso al tema de la seguridad, pero muy pronto vemos que su postura va a contracorriente del espíritu de la CONAREPOL. Directamente declara que a la Policía Nacional Bolivariana lo que le falta es disciplina militar, y consecuentemente coloca a uniformados al mando. Lo mismo hace sistemáticamente con otros civiles responsables de instituciones derivadas de la reforma, incluyendo profesionales y expertos reconocidamente competentes.”.

La muerte como política

“Luego vendrían los trágicamente famosos Operativos de Liberación del Pueblo (OLP), con sus abusos extremos contra la población, marcando el inicio de lo que hemos terminado por calificar como un proceso de matanza sistemática, o de necropolítica, siguiendo al filósofo camerunés Achille Mbembe. El primer OLP ocurrió en La Cota 905, con un saldo de 14 muertos según los reportes en prensa, y de más de 20 según los propios vecinos que lo sufrieron. Hablamos de funcionarios encapuchados, violando hasta los mínimos parámetros internacionales y nacionales en materia de estado de derecho, invadiendo domicilios y aprovechando para robar sin ningún pudor lo que encontrasen”.

“No es solo, pues, el aborto y fracaso del proceso de reforma, sino una regresión terrible, que inaugura en nuestro país la tragedia de las violaciones masivas de derechos humanos. La dimensión de la masacre se revela, por ejemplo, en el año 2016 cuando la entonces fiscal general Luisa Ortega Díaz informa que hubo 21.752 mil muertes violentas, de las cuales 4.600 fueron a manos de las fuerzas policiales. Una auténtica barbaridad. Basta señalar, como lo hemos hecho tantas veces, que ese mismo año en Brasil, con sus más de 200 millones de habitantes y una policía legendaria por sus excesos, se registraron 4.200 muertes a manos de las autoridades. Este tipo de política no haría más que escalar hasta llegar a la creación de las FAES, muchas de cuyas actuaciones ya los ponen en el terreno de los grupos de exterminio, como los describen los vecinos a quienes hemos entrevistado”.

Un desafío mucho mayor

“Pero eso nos es todo. La situación diagnosticada en el momento de la CONAREPOL se ha complicado peligrosamente. La violencia se dispersó, dejó de ser típicamente urbana y concentrada en nuestras grandes ciudades, y ahora tienes nuevos focos muy fuertes: en la frontera norte costera con el narcotráfico, al sur con la minería, al occidente con una diversidad de grupos armados muy compleja y, para colmo, sin que podamos trabajar en coordinación con el gobierno colombiano”.

“Al mismo tiempo tienes un fenómeno muy preocupante: la creación de vínculos e incluso la imbricación de las instituciones del Estado con colectivos armados de diverso tipo. Esto se puso de relieve, por ejemplo, en el operativo contra Óscar Pérez, donde hubo participación directa de uno de estos grupos codo a codo con las autoridades. Hay colectivos de orientación más política, con larga trayectoria y raíces históricas en las luchas de los años 60, y otros más recientes que son más bien grupos vigilantistas, orientados a lo que ellos llaman la lucha contra el hampa. Sean del tipo que sean, la experiencia de otros países nos dice que desmantelarlos es muy difícil. Las perspectivas no son nada alentadoras, porque una vez que se instalan estos grupos en el seno del Estado, se generan situaciones muy complejas de criminalidad, impunidad y abuso sistemático de derechos humanos”.

¿Cuál sería, entonces, la salida?

“Pienso que en algún momento tendremos que abordar la situación con mucha firmeza y creatividad. Es posible. Allí está, por ejemplo, la experiencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, como una instancia independiente de apoyo a la fiscalía, con apoyo internacional, para afrontar una situación similar en cuanto al impacto conjunto de la corrupción, el abuso de derechos humanos y el crimen organizado, que es lo que está ocurriendo en Venezuela. La nueva reforma, para ser exitosa, exigirá la creación de una nueva arquitectura institucional”.

Francisco Sánchez en La Vida de Nos: ¿De cuánto se ha perdido Yajaira?

Recientemente, nuestro investigador Francisco Sánchez publicó un trabajo especial para el portal La Vida de Nos, un relato sobre el dolor que viven las familias de la víctimas de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado.

Sánchez —en su trabajo como psicólogo con incidencia en las comunidades, y en su necesidad de generar registros— nos habla sobre la elaboración del duelo. Sobre la manera en la que Yajaira, madre de un joven asesinado por la policía mientras estaba en su casa, aborda la pérdida.

El testimonio de Yajaira es, al mismo tiempo, el testimonio de muchas madres que, con el infierno en la memoria, emprenden una búsqueda incasable de justicia.

Ilustraciones por Ivanna Balzán

La mañana del 14 de marzo de 2013 unos policías echaron abajo la puerta de la casa de Yajaira Martínez, persiguieron a su hijo hasta la platabanda de la vivienda y allí le dispararon. Han pasado exactamente ocho años y un mes, un tiempo en el que ella no ha hecho más que concentrarse en tratar de hallar justicia: una búsqueda que la ha llevado a callejones vacíos y sin salida.

Como la de muchas mujeres de los barrios de Venezuela, la vida de Yajaira Martínez se tejía alrededor de temores y preocupaciones: cómo llevar comida a casa, cómo encontrar los productos que escaseaban cada vez más, cómo trabajar y no descuidar a los hijos, cómo mantenerlos alejados del peligro y de que no se metieran en vainas. Pero el 14 marzo de 2013 su cotidianidad se llenó de más que miedos y preocupaciones: se vio envuelta por una neblina, esa que aparece cuando la angustia se apodera de la realidad. 

El comentario de que la policía estaba entrando a las casas “haciendo desastres” era el centro de las conversaciones en el barrio. Esa mañana, la familia se preparaba para un día común: ¿en dónde hacer la cola?, ¿hasta qué lugar del este de Caracas podrían llegar con el dinero en efectivo que tenían para pasajes?, ¿a las personas con qué terminal de número cédula de identidad les tocaba comprar ese día? Yajaira siempre les inculcó a sus hijos que la escuela debía ser su prioridad. Pero a veces les permitía faltar para que la acompañaran a las colas. Mejor cuatro personas que una, decía, porque de ese modo podían hacer hasta dos colas a la vez, y por lo tanto, comprar más productos.

Entonces vino la escena que, como todas las escenas de terror, es entrecortada.

Los policías doblaron y destrozaron la puerta de latón de la entrada. Después, entraron en la casa. Encontraron a Yajaira en la cocina y a Matilde y a Darío, sus hijos, en la sala. Ella de 9 años y él de 18. Los apuntaron con sus bichas. Matilde y Darío corrieron a la platabanda y dos funcionarios los persiguieron. Sonaron sus botas por las escaleras de cemento. Yajaira gritaba en la cocina, pedía auxilio. La mandaron a callar a fuerza de un arma apuntándole al rostro. En la platabanda Darío separó a su hermana: la alejó, empujándola al suelo. La salvó. A él lo tenían apuntado. Intentó lanzarse a un callejón y fue cuando los policías escupieron fuego de sus armas. No hubo palabras. Él cayó al callejón y desde arriba siguieron disparando. La ventana de la cocina da con ese callejón, así que Yajaira escuchó todo. Matilde quedó tendida en la platabanda, ensordecida con el estruendo, solo una ráfaga. Cubrió sus oídos, pero no tapó sus ojos.

La imagen sigue viva.

La recuerda cada 14 de marzo, aunque sus sueños la repiten con arbitrariedad.

La vida perdió sazón, recuerda Yajaira, la vida perdió sazón.

Los cumpleaños dejaron de ser celebraciones y se convirtieron en rituales para recordarse no decaer. Las fotografías ya no son recuerdos de los encuentros familiares, pasaron a ser evidencia recogida, hojas guardadas en una carpeta amarilla manchada con café. El cuarto de Darío se convirtió en un templo de oración en el que mantienen sus cosas intactas: la ropa, el rosario, un par de zapatos, una mesa de noche llena de los pequeños objetos. Todo como buscando evitar lo inevitable: el paso del tiempo. 

Algunas velas encendidas dan color a un pequeño altar al lado de la puerta de entrada. Imágenes y flores como ofrendas. Allí están algunos recortes de prensa, algunas imágenes de él de niño, de chamo, de adolescente. “No más muertes, salvemos la vida”, se lee en una hoja de papel pegada con cinta al pie del altar.

Nos repetimos hasta el cansancio que la muerte es parte de la vida y que solo se necesita tiempo para sanar. Hay muertes que paran la vida, la mutilan y la rompen en pedazos. Y la labor de recomponer estas piezas requiere algo más que tiempo.

Yajaira vive con su familia en la otra Venezuela. No la petrolera. No la de la sabrosura y lo chévere. No la de las playas y la naturaleza espectacular. No la del rojo y el azul en riña perpetua. Tampoco aquella de los recuerdos de opulencia. Ella nació, creció y formó su hogar en Coche, en el suroeste Caracas. Trabajando en casas de familia y ayudando en cocinas de escuelas encontró el sustento. Sus hijos nacieron en una Venezuela donde la materia prima son las balas.

Hablar sobre la muerte es difícil, dice ella, pero más difícil es todo lo que viene después de la muerte. Las patrullas rodeando la cuadra. Los vecinos asomados murmurando sin preguntar qué pasó. El frío de las comisarías y las eternas horas esperando. El dolor del entierro anticipado. El miedo a la profanación de la tumba. Los policías y sus preguntas que entran como cuchillos al corazón:

—Señora, ¿pero usted sabía que su hijo era un malandro?

—Pero él se enfrentó a la comisión, señora, ¿cómo nos dice que no?

—¿No será que usted lo defiende por ser su mamá?

Una muerte nunca es solo una cifra, nunca es solo un cuerpo. Una muerte como la de Darío es una herida pensada. Con una muerte así, la pregunta “¿por qué nos hacen esto?” pareciera no tener respuestas.

—Fue tanto mi dolor —cuenta Yajaria— que tuve que salir de la casa a buscar respuestas. No sabía qué era eso de los derechos humanos, pero aprendí que debo luchar por lo mío; que teníamos derechos y nos los quitaron; que había muchas otras como yo; que a tantas otras mujeres les pasaría esto. Por eso busco la forma de parar tanta muerte.

Decir que la vida cambia después del asesinato de un hijo es poco.Para intentar recomponer su vida, Yajaira comenzó a buscar justicia.

—Recomponer mi vida pasa por restaurar el nombre de mi hijo. No tenían que matarlo. No era malandro. No es verdad.

Así emprendió esta lucha que lleva ocho años. Ocho años que se dicen con una velocidad que niega lo vivido. Tantas visitas al Ministerio Público, a fiscalías, a la Defensoría del Pueblo, a ONG que defienden derechos humanos. Buscando justicia se ha visto en callejones vacíos y sin salida.

No volvió a tener un trabajo fijo. Cada intento de trabajar era interrumpido por un llamado de urgencia: hay que llevar fotocopias a la fiscalía, la ONG pidió una reunión, cambiaron al fiscal de nuevo.

El miedo a que se repitiera otra muerte se apoderó de la familia. Su hijo mayor, que tenía 22 años cuando asesinaron a Darío, se fue del país. La menor, que tenía 9, cumplió 16 viviendo entre la sombra que la policía sembró en casa aquel día de marzo. El marido acompaña todas las locuras que se le ocurren a ella: perseguir la justicia, apoyar a otras víctimas, crearse una cuenta de Twitter.

En esa búsqueda nos conocimos.

Yajaira quería llevar su caso a instancias que pudieran dar alguna respuesta y también llevar su mensaje a otras mujeres que estaban pasando por lo mismo. Era 2014. En Venezuela vimos cómo policías con máscaras de calaveras bajaban de los barrios, con cuerpos amontonados como los muertos por una peste.

Yo comenzaba a investigar sobre los familiares de aquellos que eran asesinados por armas de fuego en Venezuela. Mi trabajo como psicólogo me abría las puertas para escuchar las historias de los estragos de la violencia en el país. Sentía la necesidad de registrar estos testimonios de horror, pero también de resistencia de muchas mujeres que se hacían cargo de sus familias luego de los asesinatos.

Nos conocimos en una pequeña protesta. Me acerqué a donde estaba ella con otras mujeres recortando fotos de sus hijos y pegándolas en una cartulina negra. Aquel día conversamos mucho. A partir de entonces comenzamos a vernos. Supe que su vida transcurría entre las oficinas policiales y gubernamentales. Me di cuenta de que Yajaira tenía un conocimiento de las leyes y de todos esos agotadores temas penales que resultaría envidiable a muchos especialistas.

Ella me hablaba de todo, pero evitaba hablar de su familia, al menos de la que le quedaba con vida. Sus días transcurrían mientras esperaba. La espera por otra respuesta negativa de la fiscalía, por otro recurso denegado, por otro reclamo sin eco en las cavernas del Estado venezolano.

Comenzamos un trabajo conjunto: buscamos en muchas comunidades a otras personas que vivieron situaciones similares a la de ella. Nuestros encuentros servían para que ella volviese la mirada hacia atrás, para hablar de su dolor, para conocer a otras víctimas y documentar todo ese presente que vivíamos.

A Matilda, el estruendo de las ráfagas del 14 de marzo no solo le arrebató a su hermano, sino también el tiempo de su madre. No le era fácil verla tan concentrada únicamente en esas diligencias burocráticas. A partir de entonces, Matilda dejó de ser la consentida. Las panquecas en la mesa del domingo en la mañana fueron cambiadas por archivos policiales, recortes de periódicos amarillentos y muchos nombres de jóvenes asesinados. Las conversaciones por teléfono de su madre ya no fueron con sus tías o vecinas. No había quejas por las cosas de antes y, en su lugar, entró el discurso de los derechos humanos. La gente que visitaba la casa también cambió: ahora era común levantarse y ver a periodistas, a activistas o a otras víctimas hablando sobre sus vidas.

Matilda comenzó a tener otros anhelos. No visitar fiscalías, morgues, ni estar en rezos. Al contrario: quería bailar y cantar.

Hace un año, el 14 de marzo de 2020, nos encontramos para visitar la tumba de Darío en el Cementerio General del Sur. Estábamos en los albores de la cuarentena por la pandemia de covid-19; no teníamos idea de lo que estaba por comenzar.  

—El traslado de la tumba hasta un lugar más cercano a la entrada costó mucho, pero da mucha tranquilidad saber que puedes cuidarla —me dijo Yajaira.

Allí estábamos Matilde, su padre, Yajaira y yo.

Matilde acomodaba algunas cosas sobre la tumba del hermano: un papel bond con un “Feliz cumpleaños. Te extrañamos”una velita encendida y una foto de él sonriendo.

Yajaira vestía una franela con el rostro de su hijo estampado, reproducción de una vieja fotografía donde él sale sonriente. La usa en todas las actividades importantes en honor a su hijo. No éramos los únicos ese día en el cementerio. De fondo se escuchaba salsa, olía a sancocho, a empanadas y ron. Era como ver a un colectivo de limpieza y acomodo en varias tumbas.

Se acercaron unos conocidos en una moto. Se abrazaban. Se consolaban. Yajaira dice que las víctimas se reconocen de lejitos y por eso se apoyan. Uno de los hombres gritó: “¡Ponte una salsa ahí que está llegando la tristeza!”. Y tenía razón, todo parecía una triste celebración a la vida en medio de la muerte.

Quise tomar una fotografía a la familia, pero Matilde se negaba. Retratarse en esas circunstancias no le hacía gracia. La madre insistió e insistió hasta que la muchacha accedió. Allí quedó la imagen. No era una fotografía de un acto, de un trabajo, de un encuentro de activistas: era un retrato familiar. Íntimo.

Luego de algunas horas de estar en el cementerio, nos despedimos y cada uno tomó su camino.

Al conversar por teléfono unos días después, Yajaria me pidió la fotografía. Al verla, enmudeció por algunos segundos. Luego suspiró. Estaba sorprendida, incrédula de ver a la mujer que estaba a su lado.

—En la espera por la justicia se me ha pasado la vida —dijo—. Ya no solo la mía, se me pasó también la vida de ella. ¡Mírala cómo ha crecido! ¿De cuánto me he perdido…?

Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados para proteger sus identidades.

John Souto y Francisco Sánchez en Runrunes: no hizo falta una guerra para desatar la violencia armada en Venezuela

John Souto Rey y Francisco Sánchez, de nuestro staff de investigadores, dieron esta entrevista al medio digital Runrunes, a propósito del lanzamiento de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

En la entrevista se repara en cómo el libro fue gestado a partir de la necesidad de abordar la violencia desde una perspectiva no reduccionista. ¿Qué hay detrás de la tan frecuente afirmación de que Venezuela es un país violento?, ¿qué otras aristas tiene el problema de la violencia?, ¿cómo lo enfrenta la gente?

Desde el libro se observa la violencia como un fenómeno social estructural, que responde a unas dinámicas que se han instalado en nuestra realidad desde hace mucho tiempo. Y justamente el análisis, el registro y la reflexión que confluyen en el libro, están orientados a incentivar el diseño y aplicación de políticas públicas que den solución al problema que nos aqueja.

Por Valeria Pedicini

Cristina estaba lavando cuando policías entraron a su casa y mataron a su hijo; 10 meses después, asesinaron al segundo. Vecinos de Los Ruices que, desgastados por la delincuencia en la zona y la desprotección de las instituciones, hacían guardias para salir a linchar. Rafael, a quién le mataron a su hermano y él mismo fue secuestrado, mató a dos mesoneros que intentaron robarle dinero. Yarelis y Orlanda se unieron para apoyar a otras víctimas de operativos policiales, como ellas.

Todas estas personas tienen algo en común: sus vidas están atravesadas por la violencia que se vive en Venezuela. Un país que era la excepción de Latinoamérica y que actualmente es considerado de los más peligrosos del mundo. Sin guerras, pero con la llegada al poder del chavismo.

“Dicen que están matando gente en Venezuela. Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana” de la Editorial Dahbar es el libro de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) que recoge estas historias para, desde una mirada amplia, profunda y variada, contar la violencia armada que ha marcado el país desde hace años. 

¿Un país violento?

Todos lo dicen y las cifras lo confirman: Venezuela es un país violento. Pero desde Reacin no quisieron quedarse en las expresiones institucionales del fenómeno, sino profundizar en cómo la violencia ha marcado las relaciones, los espacios, la cotidianidad, la individualidad. 

“Quisimos poner la mirada sobre cómo pensar esa violencia desde otros lugares, cómo la viven y la subjetivan las personas que están formando parte de ese círculo. Esa es una aproximación que también nos hace ver no solo la violencia en sí misma, sino nos hace ver otro tipos de expresiones. Por ejemplo: cómo hace la gente para sobreponerse a la violencia”, cuenta Sánchez. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no es una alegoría a la violencia, sino un texto que busca rescatar la humanidad de las personas que han construido sus vidas en medios violentos. 

Para Sánchez, la perspectiva desde la que se analiza Venezuela como país violento cambia. En donde no hay una sola violencia, sino distintas violencias, heterogéneas pero parte de un mismo lugar. 

John Souto, por su parte, considera que el tema de la violencia permite conjugar muchos aspectos de lo que le sucede a la sociedad venezolana. “Nos permite conjugar el sufrimiento que se genera más individual en cada uno de nosotros y a la vez en lo social. Es un fenómeno social que permite hablar desde lo más privado y lo más íntimo hasta lo más público o lo externo”. 

El libro no se centra en decir que Venezuela es violenta. Permite, a pesar del carácter crudo y desgarrador de la violencia, hacer un análisis más amplio con otros conceptos sociales. “Eso es lo que lo diferencia de otros materiales que se publican sobre violencia, que no solo está centrado en ver lo que la violencia nos define, sino también sus salidas, su comprensión más compleja. Esas grandes diferencias de violencia era tratar de ofrecer una mirada que no fuera simplificada sino una mirada más compleja, que tuviera varias facetas ”, continua Souto.

El psicólogo explica que no quedarse en la simplificación del país violento permite hacer una memoria y registro más justo de lo que sucede en Venezuela. Además de que esa mirada permite romper con los moldes que la polarización ha generado. “Es comprender que no están sucediendo cosas porque dos o tres personas sean malas, sino que hay unas dinámicas que nos han acompañado por mucho tiempo y que no van a retirarse de nuestras vidas al retirar dos o tres personas malas señaladas, como a veces pensamos cuando se piensa en soluciones”.

El lado humano de la violencia

Jóvenes, madres, vecinos, maestros, niños. ¿Cómo viven la violencia y a pesar de ella? ¿Cómo los ha afectado, individual y colectivamente? ¿Cómo resisten y buscan salidas al horror?

Ahí la diferencia y una de las particularidades de “Dicen que están matando gente en Venezuela”: las historias humanas. En cada capítulo, los investigadores cuentan cómo se aproximaron de forma metodológica a la violencia en los distintos grupos y comunidades. Estos registros, documentación y estudio han llevado años de trabajo de los investigadores.

“En la mayoría de los trabajos hay mucho acercamiento etnográfico. Es decir, estamos con la gente”, explica Sánchez. “Hacemos parte de la cotidianidad de las personas, intentamos acceder a cómo se vive el fenómeno desde ahí para poder pensar justamente sus implicaciones o las posibles alternativas”. 

Sánchez, quien trabajó con madres que habían perdido a sus hijos en operativos policiales violentos, cuenta cómo para él también las investigaciones fueron un proceso de transformación individual. 

“Yo soy psicólogo clínico comunitario e inicialmente los primeros acercamientos que tuve en mis primeras experiencias estaba muy vinculado al consultorio”. Una vez que se acercó al fenómeno, las cuatro paredes fueron insuficiente para comprender la realidad en la que se estaba involucrando”. “Todo este trabajo de las mujeres hubiese sido imposible si las mujeres no hubiesen querido que yo estuviese ahí. Fue un trabajo complejo que requiere de mucha elaboración. Relatos muy enriquecedores e impactantes, pero luego de compartir con este grupo de mujeres uno también se empieza a cundir de las fortaleza que ellas tienen. Tienen un fortalecimiento increíble para poder sobrellevar todo estos procesos”, asegura Sánchez.

Souto, quien estuvo por meses en La Vega, San Agustín o Los Valles del Tuy, define la experiencia más importante de toda su carrera como psicólogo e investigador: cambió su mirada del trabajo en comunidad. 

“Apenas llegamos a La Vega ocurrió un evento que fue como lo previo a la instauración de las OLP, la comunidad fue tomada como dos meses entre luchas de dos bandas y cuerpos de seguridad. Fue un momento complicado y después continuamos ahí y los adolescentes nos contaban los daños que hicieron, las personas que fueron eliminadas, los que fueron detenidos injustamente”.

Resistir y buscar salidas a la violencia

Yarelis y Orlanda se organizaron para apoyar a otras víctimas de los operativos extrajudiciales en Venezuela. Sabían de qué se trataba porque cada una perdió a sus hijos de esa forma. “¿Cómo hacen para buscar justicia en medio de todo lo que han vivido?”, se pregunta Sánchez en el libro. 

Esa pregunta lo llevó a enfocar su investigación para contestar esa pregunta. Y descubrió que esa resistencia a vivir en la violencia y a pesar de la violencia se manifestaban en sus rutinas, en sus luchas y sus vivencias familiares. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no solo se plantea contar las múltiples miradas de la violencia, sus defectos o su destructividad. Sino las soluciones que permitan salir de ese círculo. “Esa fue siempre la finalidad de la Red, del trabajo que hicimos en Reacin. Poder tener un poco de incidencia, poder hacer memorias, poder hacer registros y poder levantar datos para poder pensar políticas públicas”, afirma Sánchez.

Convivir con ellas y su dolor de la pérdida también sirvió para conocer cómo podían resistir. Desde las alianzas, asociaciones. 

En sus años de investigaciones en las comunidades, Souto cuenta cómo la gente no solo sufría la violencia, sino que buscaban vías de salida o para conseguir recursos.

“Esa parte del impacto que tenía la violencia, pero al mismo tiempo no desgarraba totalmente las relaciones sino que también era un esfuerzo por continuar viviendo, cambió mucho mi mirada sobre cómo gestionan estas poblaciones la violencia. 

Estos acercamientos a los grupos de ambos investigadores también permitió conocer la relación de escepticismo que tienen con la justicia. La idea de que todos los cuerpos policiales son delincuentes o mujeres que no denuncian la violencia de los efectivos de seguridad porque no creen que sirva de algo. 

Asimismo, el libro también muestra el camino de búsqueda de reparación por lo que estas personas han sufrido en entornos violentos; así como la ausencia de justicia, reconocimiento o memoria. 

“Es imposible que un grupo de mujeres o un grupo de una comunidad puedan parar el nivel de violencia que desde el Estado se está articulando. Esa es una batalla que siempre se va a perder. Ves como las víctimas quedan entre la espera y la esperanza, y esa es una combinación letal”, reflexiona Sánchez. “Pensar la reparación es una tarea muy compleja pero yo creo que una de las enseñanzas que estas mujeres empezaron a mostrar es que a pesar de ser una tarea compleja es una tarea que hay que hacer”.

Acerca del libro

El libro es una de las iniciativas de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin), fundada hace cuatro años. Si bien el fenómeno de la violencia ha sido una problemática de investigación, también ha sido la oportunidad de profundizar sobre un drama que afecta, de una forma u otra, directa o indirectamente, a los venezolanos. 

De cómo los venezolanos han sido sufrientes y también practicantes de violencia. 

Verónica Zubillaga -doctora en Sociología, profesora e investigadora- y Manuel Llorens -psicólogo, magíster en psicología comunitaria, profesor e investigador- son los editores del libro y los responsables de haber reunido a una serie de investigadores para que el proyecto viera la luz. 

José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez son los investigadores que, tras años de estudiar de cerca la violencia en Venezuela, reúnen su trabajo, experiencias y análisis en torno a la violencia en este libro. 

Francisco Sánchez cuenta cómo “Dicen que están matando gente en Venezuela” no se concibió como un proyecto consecuencia de las investigaciones en Reacin, sino una expresión de todo el trabajo que han hecho desde la organización desde hace años. “Al tener como conjugación de distintas miradas y de distintas perspectivas, tal vez plantearse hacer un libro digamos que fue un proceso natural. El libro se termina  concretando luego de tener procesos de investigación que estaban echados a andar desde hace dos o tres años”.

Este libro reúne materiales hasta la fecha nunca publicados sobre las políticas represivas del estado venezolano y se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años. 

Todo desde las herramientas que tienen como investigadores: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. 

Voces en cuarentena: habitar el miedo

El miedo es nómada. Va y viene. Nos acompaña cual sombra, con la diferencia de que siempre está, con luz o sin ella. 

Nos habita, pero también lo habitamos. Habitarlo nos transforma, cava heridas profundas, nos corroe. La impotencia también hace lo suyo. La impotencia de saber que aquello que lo genera está haciendo mucho daño. 

El testimonio de Juan, un vecino de La Vega con quien conversamos sobre los acontecimientos de extrema violencia policial perpetrados en la comunidad a principios de año, lo confirma. Porque además en sus palabras se halla el miedo de muchos, la impotencia de todos. 

La intervención del Fuerzas de Acción Especial de la Policía -FAES- en La Vega se justificó como una respuesta a la acción de la banda armada liderada por “El Coqui”, quien domina la Cota 905, y pretendía ampliar el territorio controlado. Fue así como el barrio caraqueño se convirtió, en palabras del mismo Juan, en “un campo de guerra”. 

Los vecinos se ocultaban en sus casas, sus muros fueron su resguardo. Muchos no podían llegar. Y es que después de cierta hora, las calles vacías anunciaban más muertes. Una ráfaga de tiros era la música de fondo. 

“Los primeros días yo no pude subir a mi casa, por ejemplo. En esos días en los que hubo plomo trancado, recuerdo llamar a mi papá para ver cómo estaba, y escuchaba los plomazos de fondo, pues”. Este era el miedo de Juan, al teléfono, al saber a su papá desprotegido, lejos de él. Pareciera no haber guarida inmune a su furia. 

Nuestra labor se redimensiona en un país que cada vez más demanda espacios de convivencia. De diálogo, de entendimiento. Después de todo, la mejor manera de combatir la violencia es continuar en el esfuerzo sostenido de encontrarnos en las coincidencias, en lo que padecemos sin ningún distingo.