Keymer Ávila en El Diario: ¿Qué pasó en La Vega?

Las recientes intervenciones policiales en La Vega y la Cota 905 han generado múltiples debates. Las balas cruzadas llenan de zozobra y preocupación a estas comunidades y sus alrededores.

Keymer Ávila, investigador de nuestra red, encargado de la línea de investigación sobre violencia institucional, nos ofrece una introducción panorámica a este tema, más allá de la coyuntura, lo anecdótico e incluso de enfoques meramente policiales. ¿Cuáles son los ciclos de violencia que subyacen en estos acontecimientos? ¿Cuáles son los principales actores involucrados? ¿Cuáles son las tramas que se tejen entre éstos? ¿Se puede reducir estos eventos solo a enfrentamientos entre bandas o entre éstas y la policía? Ávila nos da algunas claves que sirven de marco para abordar estos fenómenos, donde podrían luego insertarse algunos análisis más específicos o locales. Todo en un artículo de su autoría publicado en el medio digital El Diario.

Artículo

Lo primero que debemos aclarar es que para hablar de un caso concreto como el de La Vega hay que hacer un trabajo de campo dentro de la propia comunidad, casi que de carácter policial, no es nuestro caso. Hecha esta advertencia intentaremos hacer en la primera parte un acercamiento macro sobre este tipo de fenómenos que parecen hacerse cada vez más recurrentes en los grandes barrios de nuestras ciudades, cada uno con sus lógicas y particularidades propias. En la segunda nos acercaremos a las informaciones que nos han llegado de esa comunidad y a las interrogantes que se plantean sobre el caso concreto.

Ya en otro espacio consideramos tres claves dentro de las cuales pueden insertarse, luego explicaciones más territoriales y locales, incluso coyunturales, pero que tendrán en común estos elementos: el contexto de profunda violencia estructural que padecemos los venezolanos, la estructura de oportunidades ilícitas que el propio sistema ofrece y la violencia institucional que le es funcional a las dos anteriores

En primer lugar tenemos la violencia estructural que excluye a las mayorías del país y las condena a precarias condiciones de vida. A los jóvenes no se les ofrece ningún tipo de oportunidades ni opciones de futuro en el mundo lícito. 

Dentro de este nivel macro, hay que considerar el segundo aspecto: la estructura de las oportunidades ilícitas. Las grandes bandas dotadas con armas de guerra no pueden existir sin el apoyo del mundo lícito, este es uno de los puntos más básicos de las teorías de las subculturas criminales desde los años sesenta del siglo pasado. Determinados sectores del mundo “lícito” tienen una relación funcional con las actividades y existencia de las bandas, esto pasa por otorgarles soportes sociales, institucionales, económicos, políticos, entre otros. Es decir, garantías para operar de manera impune, colaboración de cuerpos policiales y militares, complicidad de fiscales y jueces. 

Es importante resaltar que esto no tiene que ver con ideologías ni programas políticos, es solo un asunto de negocios, de mercados ilícitos comunes. Es así que se van conformando las llamadas gobernanzas criminales, que no es un fenómeno particular nuestro, pueden verse también en varias ciudades en Centroamérica, Brasil, Colombia y México.

Estas alianzas no son estables, en ocasiones estos intereses en común pueden entrar en conflicto generando guerras irregulares entre estos bandos. Esos acuerdos precarios pueden quebrarse por distintas circunstancias, eso parece que fue lo que ocurrió en La Vega y también hace unos meses en Petare.

Finalmente, la tercera arista que completa este círculo vicioso es la violencia institucional. Esta última es uno de los principales instrumentos de manutención y reproducción de la violencia estructural. En determinados momentos de crisis de legitimidad es funcional visibilizar e instrumentalizar a la violencia delictiva como forma de distraer la atención de otros problemas más difíciles de abordar, en ese sentido los delincuentes, o los que cumplen con el estereotipo que los prejuicios de clase y raza establecen sobre lo que supuestamente es un delincuente -joven, racializado y pobre-, sirven como oportunos chivos expiatorios.

Las cifras e indicadores existentes nos demuestran, en primer lugar, que la mayoría de las muertes a manos de los cuerpos de seguridad no son enfrentamientos con grupos delictivos equivalentes, son más la consecuencia de un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal por parte de estos organismos. Los casos de enfrentamientos con grupos delictivos son excepcionales. El problema radica cuando a través de la excepción se busca justificar la actuación rutinaria y la masacre por goteo que se encuentra en marcha contra los sectores carenciados de la sociedad.

El saldo es la muerte de miles de personasla radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced.

En este contexto general pueden insertarse luego casos particulares con sus propias lógicas territoriales. Ahora abordaremos algunas preguntas que nos han realizado periodistas durante los últimos días sobre lo ocurrido en La Vega:

¿Qué sucedió en La Vega? ¿Por qué hacen ese operativo policial? 

La Vega, geográficamente, es un lugar estratégico de Caracas que conecta con varios puntos y otros sectores claves de la ciudad, por lo que es apetecible para cualquier grupo que quiera tener ventajas tácticas y bélicas. De las conversaciones con vecinos y funcionarios hemos recogido, al menos, dos versiones de lo sucedido. La primera cuenta que el conflicto comienza desde finales del año pasado entre la banda de la Cota 905 y otras más pequeñas de La Vega, donde la primera avanza y toma algunos sectores de este barrio vecino. Recluta a varios jóvenes del lugar, posiblemente inexpertos, y los dota con armas largas, con las cuales comienzan a hacer rondas por el barrio. Estos lejos de ganarse a la comunidad, impusieron toques de queda después de las 5:00 pm, montaron alcabalas, comenzaron a cometer actos delictivos dentro de la misma zona, a cobrar vacunas más allá de los límites tolerables, tanto así que los transportistas en algún momento paralizaron la prestación del servicio, los comercios estaban viéndose ya afectados, etc. Eso va escalando hasta que se meten con funcionarios policiales que viven en los sectores ocupados y allí se rompe cualquier equilibrio y pacto de coexistencia entre ellos. 

Entonces se presentan dos momentos, el primero comienza el 2 de enero, con los enfrentamientos entre bandas, y luego de la banda vencedora con la policía, que fueron los últimos y los más fuertes. Llegando a sus puntos máximos los días viernes, sábado y domingo. La comunidad duró asediada por las balas una semana entera.

La otra versión, más delicada, cuenta que al jefe de la banda de la Cota 905 le robaron una parte de su arsenal y los disidentes se llevaron el botín para La Vega, fue un intento de lo que ellos llaman un “cambio de gobierno”. Luego el jefe traicionado trató de restablecer el orden infringido, y en ese juego la incursión de la policía le terminó siendo funcional a sus propósitos, ya que eliminaron a los alzados, manteniendo este su hegemonía. Sin embargo, hay numerosas denuncias de que muchos de los fallecidos a manos de las policías no tenían nada que ver con estas situaciones.

Se trata de dos versiones encontradas, incluso contradictorias, que coinciden en la presentación de los dos momentos, pero muy especialmente en la precariedad institucional que padecemos y que constatan que los sectores populares son victimizados triplemente. Primero, por la exclusión social y económica; segundo, por las bandas delictivas y, tercero, por el propio Estado. Actualmente en La Vega se ha sustituido el estado de sitio que tenía la banda por el que ha impuesto la PNB, las calles siguen desiertas, y los hombres armados son los que siguen rondando.

¿La incursión policial tiene relación con las protestas de días anteriores por servicios públicos?

Al contrario de lo que suele decirse en el país, se protesta mucho, en especial en los sectores populares. Así lo confirma el seguimiento del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS). Estas protestas son mayoritariamente por la demanda de servicios públicos básicos, que en Venezuela cada vez son más precarios o inexistentes. Los vecinos confirman que sí hubo protestas en el sector entre la segunda y cuarta semana del mes de diciembre, especialmente por la ausencia de agua y gas, que fueron reprimidas y dispersadas con disparos por la policía en su momento.

Una vez dicho esto es importante recalcar lo siguiente: si bien las manifestaciones en el país son reprimidas, no deben confundirse ambos tipos de violencia institucional. La represión que se hace de manera cotidiana en los barrios en el contexto de operativos de seguridad ciudadana es mucho más brutal, indiscriminada, masiva y letal, que la que se hace en el marco de manifestaciones. No tienen factor de comparación ni pueden equipararse.

Esta distinción no debe dejar de recalcarse, tratar de confundir ambos tipos de represión distorsiona una realidad que no necesita ser distorsionada.

¿Hay pruebas de algunas alianzas entre esas bandas y autoridades policiales y militares?

No tenemos elementos para contestar esta pregunta, no forma parte de nuestro trabajo académico de investigación; esto sería más propio que lo contestaran las autoridades policiales, el Ministerio Público o el Poder Judicial.

Tal como se señala al inicio, lo que podemos hacer son análisis y reflexiones de carácter general que pueden enmarcar este tipo de eventos. Acá es clave la idea de estructura de oportunidades ilícitas ya explicada.

Hay preguntas básicas: ¿Cómo obtienen las armas? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Cómo obtienen municiones? ¿Cómo algunas poseen granadas? ¿Quiénes son los responsables de la fabricación, importación, distribución y comercialización de las armas y municiones en el país? ¿Quiénes tienen ese monopolio? ¿Desde cuándo lo tienen?

En síntesis: las grandes bandas no pueden surgir, ni tener poder, sin un mínimo apoyo o al menos tolerancia de policías o militares, fiscales, jueces, así como del poder político y económico del mundo “legal”. Esto no lo decimos nosotros, esto es parte de una de las más clásicas teorías criminológicas de la segunda mitad del siglo pasado.

Hay familias que denuncian que algunas de las víctimas simplemente estaban en la calle y eran trabajadores, ¿cuál es el sentido de matarlos y presentarlos como bandidos? 

Esto se vincula a la tercera arista que comentamos en la introducción, referida a la violencia institucional. En algunas coyunturas puntuales de crisis políticas, económicas o de legitimidad el tema de la seguridad ciudadana puede ser un comodín, algunos casos en particular, sin duda graves y dramáticos pueden servir para encubrir crisis de tipo más estructural y difíciles de abordar.

Es una sustitución de enemigos públicos, dependiendo de las circunstancias el sistema  evalúa a cual escoge y cómo lo procesa. Con ello se legitiman ciertos aparatos armados del Estado a la vez que distraen la atención pública para que no se ocupe de otros asuntos más complicados. Esto sucedió claramente con las OLP, en un año electoral; también ocurrió con la creación de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) durante las protestas de 2017.

Como lo hemos explicado en otras oportunidades, estas políticas no son una mera respuesta a fenómenos delictivos puntuales, estos son solo la excusa a través de la cual se activan un montón de funcionalidades políticas y económicas. En ocasiones, para la maquinaria de muerte estatal los cuerpos sin vida de los pobres son solo un producto que sirve para mostrar eficiencia, capacidades, son un medio para enviar claros mensajes; son también un intento de legitimación a través de la fuerza y, en consecuencia, de reafirmación de su poder.

En la reciente incursión de la fuerza pública en La Vega no son pocas las denuncias de ejecuciones. Cuando hay tantas muertes de un solo lado y ni siquiera heridos del otro es motivo para encender las alarmas, es un indicador de que el uso de la fuerza letal tuvo una finalidad distinta a la preservación de la propia vida, y sugiere un uso excesivo y desproporcionado.

El problema no es que caigan “inocentes” o “culpables”, esa distinción es irrelevante y hasta peligrosa, el punto es que en nuestro país no existe la pena de muerte -pena que está en extinción en el mundo entero-, y en esos casos la pena es producto de un proceso judicial, no es administrada discrecionalmente por la policía en la calles. Cuando eso sucede se le está otorgando un poder ilimitado a los cuerpos armados, mermando todos nuestros derechos como ciudadanos. En esto no se deben hacer excepciones, los derechos son para todos o no son para nadie.

Verónica Zubillaga en Prodavinci: “Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados?”

Verónica Zubillaga, fundadora de nuestra red, socióloga, investigadora y profesora universitaria, ofreció recientemente una entrevista a Hugo Prieto, para Prodavinci.

Zubillaga habla sobre la agudización de la militarización en el país, a partir del año 2013. Nos habla de un país en el que históricamente ha habido una impronta de militarización de sus fuerzas del orden, y en el que en años recientes, las poblaciones vulnerables han sido víctimas recurrentes de los operativos de mano dura y sus consecuencias. Ante la pregunta de Hugo Prieto, sobre si se puede ser optimista en un contexto así, Zubillaga alude a la opción, siguiendo a Viktor Frankl, de un optimismo trágico. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo, pero tampoco es el nihilismo. Es un optimismo realista, que se ubica en condiciones extremas, pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar.

¿Qué caracteriza lo que se denomina «punitivismo carcelario»?

El punitivismo carcelario se inserta dentro de una historia de militarización de las fuerzas policiales. En ese sentido, además, tenemos una relación muy autoritaria del Estado hacia los sectores populares. Eso lo revelan las investigaciones de Tosca Hernández desde los años 80 y se expresa en la legislación (la Ley de vagos y maleantes), en las acciones policiales (redadas) y en el discurso (la célebre y oscura frase del general Belisario Landis cuando caracteriza a un joven, habitante de un barrio, como un «predelincuente»). Y lo que sucede, a partir de 2010, y en paralelo al proceso de reforma policial, es que se despliegan operativos militarizados como el Dispositivo Bicentenario de Seguridad (Dibise). Por un lado, con la mano izquierda, llevas adelante una reforma en la que se está debatiendo la impronta autoritaria de la policía y, al mismo tiempo, con la mano derecha, estás lanzando operaciones militarizadas represivas. A partir de ese año se encarcelan, masivamente, a hombres jóvenes que habitan en los barrios.

A estas alturas, creo que nunca hubo voluntad política de llevar adelante la reforma policial. Es decir, el control de las armas, de las municiones y una política claramente preventiva del delito. Lo que hubo, más bien, fue una maniobra del señor Hugo Chávez para atraer competencias y construir la idea de consenso alrededor de un supuesto cambio en el tema de la seguridad ciudadana.

Hay que decir que las políticas militarizadas han tenido apoyo de los gobiernos de la IV y de la V y, si miras las encuestas, hay un consenso entre grupos del chavismo y de la oposición de aplicar políticas de «mano dura». Es decir, más allá de la orientación política, hay coincidencias sobre la forma en que se enfrentan los problemas sociales o la criminalidad. Pero en 2007 se abrió un espacio para que distintas voces —provenientes de universidades, de organizaciones sociales, de organizaciones defensoras de derechos humanos, incluidas las de orientación más oficialistas— para que se debatiera el papel que juegan las policías y su relación con los sectores populares y el uso de la fuerza. Ése fue el proceso de la reforma policial. Entonces, no era sólo el designio o la voluntad de Hugo Chávez Frías. Así mismo diría que hay un cribaje de la sociedad venezolana, más allá del chavismo y de la oposición, caracterizado, primero, de una relación muy autoritaria con los sectores populares, de mucha distancia y, segundo, de darle la espalda a esa realidad.

Ese debate concluye y se produce una respuesta militarizada. ¿A partir de 2010 se produce un cambio cualitativo?

Diría que en un trasfondo de autoritarismo hay una exacerbación de la militarización. Ese giro no sale de la nada. Se acentúa a partir de 2013, en un contexto en el que colapsan los precios del petróleo y la propia industria petrolera. Por otro lado, ya no tienes la figura aglutinante de Hugo Chávez. Viene entonces una fase mucho más acentuada de militarización, en la cual escuchamos «el discurso de la persecución» y del «enemigo interno». El tema de las armas, por ejemplo, lo ves en la multiplicidad de actores armados o en el mapa de actores armados que tenemos en la actualidad.

Justamente, en un contexto de contracción económica a niveles increíbles, de hiperinflación, de pobreza generalizada y, finalmente, de emergencia humanitaria compleja, el gobierno del señor Nicolás Maduro profundiza su política de mano dura. ¿Cómo se vive esta realidad en los barrios de Caracas?

Quisiera contextualizar que las políticas de «mano dura» no son exclusivas de Venezuela. Es un tipo de políticas que ha prevalecido en América Latina. La tienen en Centroamérica y en Brasil claramente. El resultado de esta política, al menos en Centroamérica, es que hay una reorganización del mundo criminal para responder a la guerra. Y algo predecible: la escalada de violencia. Entonces, la política de «mano dura» en Venezuela se enmarca en ese patrón común de América Latina.

¿Estamos ante un aporte de América Latina para el mundo?

Sin duda, sin duda. Esta impronta militar, esta persecución, es un modelo claramente latinoamericano. En El Salvador, a comienzos de este siglo, se aplicó la política de «mano dura», siguió el incremento de los crímenes —particularmente de los homicidios— y como respuesta, el Estado lanza la «política de súper mano dura», lo que se logró fue que se terminaran de conformar y de fortalecer las maras (verdaderas estructuras del crimen organizado). Algo similar ocurre en Brasil, con este grupo conocido como Primer Comando de la Capital.

Volvamos a la inquietud inicial. ¿Cómo se viven estas políticas en un barrio?

El paroxismo de «la política de mano dura» fue la OLP (Operativos de Liberación del Pueblo). Te puedo hablar de todos los trabajos que hicimos en la Cota 905. La gente lo vivió como dos años de una invasión bárbara. Es decir, una invasión de diferentes funcionarios de cuerpos policiales, con capuchas, fuertemente armados. Lo llamativo, el patrón sistemático que arrojó las entrevistas que hicimos, es que en el contexto de escasez de alimentos y de bienes de primera necesidad, a la gente le robaban la comida, los teléfonos celulares, pañales. Realmente es una forma de depredación muy sistemática. La gente decía: «Vienen los de negro los lunes».

Una cita del estudio: «Irrumpieron semanalmente, varios días a la semana, por más de dos años». Quisiera detenerme en las implicaciones de esta frase. Un cálculo, extremadamente conservador, arroja que —en sólo un año— hubo 108 operativos policiales, todos en la Cota 905. Diría que no se trata de establecer el control, sino de infundir el terror.

Por esa razón acudimos a conceptos como Necropolítica, del filósofo camerunés, Achille Mbembe (una política de muerte contra un sector de la población, a la que se somete a un estado de excepción y de enemistad rutinario, que se haya en la base de la práctica estatal del derecho de matar). Es un Estado, como dice Mbembe, mortífero. La población se siente acorralada por los distintos poderes armados, porque es cierto que hay grupos criminales organizados, con los cuales se convive, digamos, como lo señala la literatura, una forma de gobernanza criminal. Y, al mismo tiempo, tienes la invasión armada por parte de las fuerzas policiales. Sin duda, es la zozobra como forma de vida.

Verónica Zubillaga retratada por Karina Aguirrezabal | RMTF.

¿Qué derechos ciudadanos están suspendidos en esos operativos?

Los derechos más básicos, comenzando por el derecho a la vida, el derecho a la preservación física. Lo que le oí decir a una señora. Aquí vivimos como los monitos, «no podemos ver, no podemos hablar y no podemos escuchar». Y eso es casi como la vida biológica. Es decir, no tienes ningún derecho.

La tesis que prevaleció en el chavismo: hay una relación directa entre pobreza y la delincuencia. Si la pobreza se disparó en Venezuela a partir de 2013, lo que cabía esperar era el endurecimiento de la política de «mano dura». ¿Por qué habría de sorprendernos?

No, no. Aquí pasa algo que va en contrasentido a esa tesis. Los estudios dicen que a mayor pobreza —o desigualdad— mayor violencia. Pero en medio de los ingentes recursos que Venezuela percibió por el petróleo y de las políticas redistributivas del chavismo, comienza a incrementarse la violencia. ¿Por qué? Con un grupo de investigadores tenemos una hipótesis: en medio de la bonanza económica hay una lucha interna dentro del Estado y, por lo tanto, una fragmentación. Lo que impide, por un lado, que se apliquen políticas estructuradas, a la vez que se incrementa la política de «mano dura» y con ella la respuesta de los grupos del crimen organizado. Además, bajo la premisa de que esto es una revolución pacífica, pero armada, haces una inyección de armas a la población y se pierde el control de las armas. Hay, por ejemplo, un flujo de municiones de las industrias militares a los grupos delictivos. Entonces tienes una confluencia de factores que en Venezuela producen un incremento de violencia muy importante. Vemos mucha fragmentación y el proyecto bolivariano de crear un nuevo Estado termina siendo un fracaso. Lo que tenemos actualmente es el desmantelamiento del Estado social y mucha violencia policial e interpersonal.

Citemos dos frases del libro. La primera, dicha por el general Antonio Benavides: «El destino final de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra». Y la segunda, un tuit de Freddy Bernal: «¿Cuántos funcionarios policiales y civiles deben morir? Hay que tomar policial y militarmente los corredores de la muerte de Caracas». ¿Cuál es el poder que hay detrás de estas palabras?

Yo le vengo haciendo seguimiento a ese discurso de muerte. Diría que uno lo viene escuchando desde la década de 1990. Por ejemplo, aquel gobernador del estado Lara, Orlando Fernández, que decía: «No crean los delincuentes que mis policías los van a proteger de los linchamientos. Allá ellos que mueran». Entonces, son discursos que legitiman la matanza como formas de control. Por supuesto, son matrices discursivas muy peligrosas, porque se termina instalando esta suerte de relación necrofílica, en la que hay, si se quiere, una legitimación social de la matanza. Lo compruebas cuando una madre te dice: «Bueno, si mi hijo hubiese sido un malandro, pero mi hijo era sano». ¡Caramba, es como si en este país hubiera pena de muerte! Eso es lo grave. Son discursos, desde posiciones de poder, que vienen legitimando y justificando la muerte como forma de la política. Es lo que esta antropóloga brasileña, Martha Huggins, llama la instalación de una maquinaria de la atrocidad, porque se instala la muerte como patrón desde el Estado.

El saldo más reciente de la atrocidad policial arroja 23 muertes violentas registradas en la parroquia La Vega el pasado fin de semana. Una masacre. ¿Qué reflexión haría alrededor de este operativo?

Ha sido una época muy dura, precisamente, por este signo de la muerte. Añadiría también los muertos de Güiria. Son muertes por negligencia y por inanición. Es decir, son dos caras de la muerte y de la relación del Estado con la población. Uno es la muerte de una población desamparada que huye de esa manera. Uno esperaba un discurso estatal de lamento y de duelo, pero no. Es un discurso de culpabilización. Algo así como «bueno, allá esa gente que sube a un barco para ocho personas, pero subieron cuarenta». Entonces, una cara es por desamparo y la otra es por acción directa y en una sola jornada mueren 23 hombres de los sectores populares.

¿Podría hacer un retrato hablado del hombre joven y pobre, que muere a manos de las fuerzas policiales del Estado?

En aquel discurso fatídico de Belisario Landis, que jamás podré olvidar, él dice: «lamento que hayan muerto estos predelincuentes en enfrentamientos entre ellos o con la policía». ¿Predelincuentes? Predelincuentes somos todos. Y lo que llama la atención de este discurso es que lo hace una figura desde una posición de poder, que no condena esos hechos, que no llama a una investigación, sino que sólo lamenta. A lo largo de mis trabajos he señalado la implicación de ese hombre joven, moreno, de barrio. Es como tener una impronta, una marca, donde estás expuesto al riesgo de muerte por parte de las fuerzas policiales, nada más por tener ese sino.

¿Qué elementos tendría que haber en el horizonte para cambiar esta situación?

Allí, por supuesto, hay un trabajo muy arduo de rescate de la ciudadanía, de derechos y del valor sagrado de la vida. Es decir, el ciudadano cuenta como tal y es una persona con derechos. Es un trabajo de recuperación muy importante. Diría que han venido articulándose grupos, organizaciones, que están trabajando en eso, que están produciendo un discurso de ciudadanía para contrarrestar el discurso de muerte. Diría, además, que hay que saldar las deudas históricas a las cuales el chavismo no respondió, a pesar de la esperanza que sembró en la gente, digamos, los derechos sociales de los sectores excluidos. El desafío no es sólo en términos de políticas públicas estatales, sino de una cultura que recupere, que internalice, de nuevo, el valor de la vida y la ciudadanía como concepto materializado en derechos como salud, educación y vivienda.

Lo que ha habido es impunidad y una parálisis de la justicia.

En contextos donde se han experimentado violaciones masivas a los derechos humanos, tiene sentido comenzar a prepararnos y a formarnos en procesos de justicia transicional, que son muy amplios y que se tienen que ajustar a la historia particular de cada país. Pero un proceso de tales características implica examinar el pasado y aprender de esta historia. Cuando hablamos de esta relación muy autoritaria por parte del Estado hacia los sectores populares, bueno, tenemos masacres históricas como la de Cantaura, la de Yumare, el Amparo, el Caracazo. El chavismo, como promesa, emerge como respuesta a un Estado muy autoritario, que en la década de 1990 se convirtió en muy excluyente. Entonces, se trata de un examen del pasado para fraguar, precisamente, un horizonte común donde podamos caber todos en este país.

En distintas oportunidades, las fuerzas vivas de la sociedad venezolana —las academias, los gremios, las organizaciones sociales, las ONG de los más variados ámbitos— han exigido que sus demandas sean escuchadas y se les tome en cuenta. Sin embargo, la respuesta del poder ha sido, si no el desprecio, el mutismo más elocuente. ¿Por qué tendríamos que ser optimistas?

No se trata de ser optimistas. Recientemente estaba leyendo El hombre en busca de sentido, cuyo autor es Víktor Frankl, un libro que se publicó después de los campos de concentración y ahora está muy en boga a raíz de la pandemia. Frankl habla de un optimismo trágico. Es decir, es un optimismo realista, que se ubica en las condiciones extremas (los campos de exterminio), pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo. Pero tampoco es el nihilismo. Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados? Hay un movimiento de gente, de organizaciones, que comienzan a articularse para poder fraguar este horizonte en el cual nos queremos ver.

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