Dicen que están matando gente en Venezuela
El juego en que andamos
Una madre cuenta la ejecución de su hijo a manos de cuerpos de seguridad del Estado. Relata cómo, al salir de su hogar, el oficial le espetó: “No nos comimos las caraotas porque les faltó guiso”, que-riendo decir que no se detuvieron a robarle la escasa comida que tenía guardada en la nevera, luego de asesinar a su hijo, porque no les resultó suficientemente gustosa.
En ese fragmento se acumula todo el horror que atraviesa Venezuela: la indiferencia brutal ante las heridas que el atropello va dejando en el camino; la omnipotencia destemplada del poder que se pasea exhibiéndose con sorna frente a sus víctimas; la manera en que el Estado no solo es protagonista de muchos de estos asesinatos, sino que además se burla de muchas formas de los atropellados. Es un panorama desolador de deshumanización.
Ante esta realidad asfixiante, nosotros, como investigadores, hemos decidido anteponer las herramientas que nos competen: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. Apostamos a la resistencia que hemos conocido de cerca: en las madres que se unen para negociar acuerdos de paz con los jóvenes armados de sus barrios; en los maestros que insisten en trabajar por el futuro a pesar de la amenaza diaria; en los artistas que convierten el cinismo en huella anímica, para obligarnos a reflexionar en me-dio del ajetreo; en los activistas que no dejan de apoyar a las víctimas, a pesar de todos los riesgos que corren, y en la insistencia de muchos venezolanos de presionar y proponer salidas para el horror, pensando en una convivencia futura en la que podamos vivir con dignidad.
Hace cuatro años fundamos la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) con la intención de hermanar nuestro trabajo investigativo con los esfuerzos del activismo. La violencia que vivimos desde hace décadas, que se ha recrudecido en los últimos años, es una problemática de investigación, pero, también y más hondamente, un drama que afecta nuestras vidas. Buscamos potenciar ambos lados de la ecuación que pretende registrar, denunciar y construir alternativas a la violencia que se ha instalado en el país. Este libro es uno de los productos de esa iniciativa.
Aquí reunimos a un equipo de investigadores que han venido estudiando, de muy cerca, la violencia armada en el país desde hace años. Intentamos ofrecer una mirada amplia y diversa que recorre, desde las secuelas íntimas en la vida concreta de los implicados, los impactos de la exacerbada militarización en el país, hasta los retos cuantitativos de medir la violencia, pasando por sus efectos en la convivencia.
En la década de los ochenta, Venezuela fue considerada la excepción pacífica en una América plagada de violencia. Los eventos de extrema violencia y represión estatal durante el Caracazo, acaecido en febrero de 1989, nos despertaron bruscamente de ese sueño. Para finales de esa década, comenzamos a colocarnos a la par de los países sudamericanos más peligrosos. La continua progresión de la violencia venezolana, aunada a cierta estabilización de esa problemática en países como Brasil o la relativa pacificación de Colombia, ha invertido el orden. Los niveles de violencia en la Venezuela de hoy nos colocan junto a países como El Salvador y Guatemala, países que han experimentado los estragos de guerras civiles y de in-faustas políticas de “Mano Dura”, como se conoce en la región a la violencia estatal expresada en los masivos operativos militarizados de “guerra contra el crimen”, donde prevalece el abuso por parte de las fuerzas del orden hacia la población.
Venezuela no vivió una guerra civil, como esos países, pero vivió un proceso de transformación social, cultural, político y económico conocido como la Revolución Bolivariana –definida como revolución pacífica, pero armada– que desató una intensa disrupción en el seno del Estado y en la relación entre las agencias estatales y los diferentes sectores sociales. A partir del año 1999, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, tuvieron lugar eventos de franca conflagración entre las élites tradicionales y las ascendentes: golpe de Estado; paro petrolero; protestas sociales. Asimismo, en el seno del Estado, este proceso de transformación originó fraccionamientos y luchas internas, en especial en el ámbito de las instituciones de seguridad ciudadana, ocasionando una severa disrupción en su capacidad de aplicar políticas públicas y en el Estado de derecho. Una permanente conflictividad social, con coyunturas de mayor o menor beligerancia, junto a la proliferación de armas sin control, multiplicaron la violencia interpersonal letal entre los ciudadanos. La persistente exclusión en la que han vivido los jóvenes varones, como en el pasado, los continuó expulsando hacia las redes de las economías ilícitas, acompañadas de armas, marcando sus trayectoras hacia un destino trágico.
A partir del año 2010, en paralelo a una reforma policial que bus-caba controlar la implicación de grupos policiales en crímenes, así como regular el abuso de la fuerza hacia la población más pobre, sobreviene una nueva ola de militarización y de planes de “Mano Dura”. Este avance militarizado, al mismo tiempo que truncaba la reforma policial, generó un encarcelamiento masivo y, en consecuencia, una reorganización del mundo criminal preparándose para reaccionar. Con la muerte de Hugo Chávez en el año 2013, la asunción de la presidencia por parte de Nicolás Maduro y, desde el año 2014, el colapso de los precios y de la producción petrolera, la violencia estatal pasó a ser brutal. Una nueva ola de planes represivos de “Mano Dura” iniciada en 2015 con los denominados Operativos de Liberación del Pueblo (OLP), como en El Salvador y Guatemala, lejos de aplacar el descontento y controlar una criminalidad más organizada, estimuló el mayor armamento entre los grupos criminales. Estos, dispuestos a responder a la “guerra”, arrastraron en ella a la población de los sectores populares, de donde mayormente provienen los muertos. En la era post Chávez se hace evidente el fracaso del proceso bolivariano por alcanzar la prometida inclusión de los pobres y fundar un nuevo Estado. Y, todavía más allá, se hace evidente la profunda contradicción de una “revolución” que dijo levantarse por los pobres, pero que, en sus postrimerías, los termina reprimiendo de manera cruenta.
Una serie de trabajos, comenzando con La Violencia en Venezuela2, han documentado el incremento a niveles epidémicos de la violencia en nuestro país durante los últimos treinta años. Estudiosos locales e internacionales han volcado su mirada hacia Venezuela intentan-do explicar este fenómeno.
Este libro se suma al análisis de la violencia venezolana. Se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años, la cual incluye la multiplicación de los escenarios en que se presenta –desde los linchamientos en un vecindario de clase media caraqueño, hasta las fronteras del país, pasando por la violencia de las bandas delictivas y de los operativos militarizados del Estado–, las distintas maneras en que se ha organizado, las lógicas de los victimarios y las consecuencias que está produciendo en buena parte de la población.
José Luis Fernández-Shaw ofrece un repaso de las maneras en que se ha intentado contabilizar la violencia y propone un marco tanto conceptual como numérico para afinar el registro y la comprensión de las dinámicas específicas locales. Su análisis permite mostrar como vale la pena estudiar las condiciones específicas que influyen en la violencia en las distintas zonas del país. Así, por ejemplo, lo que ocurre en torno al Arco Minero tiene particularidades distintas a lo que ocurre en la península de Paria. A pesar de ser el último capítulo, lo mencionamos de primero porque el libro sigue esta lógica, intentando mostrar un panorama nacional a través de registros que no pierdan de vista la experiencia local y la diversidad de las lógicas de la violencia.
En ese sentido, en las primeras dos secciones, examinamos el impacto de la violencia en la vida íntima y en las comunidades. Un equipo levantó datos en tres zonas de la Gran Caracas en que registramos el impacto de la violencia en la vida de los más pequeños, en sus escuelas y comunidades. Discutimos cómo la violencia crónica influye en la manera en que nos vinculamos y cómo afecta el ejercicio de la ciudadanía. Luego, Francisco Sánchez nos proporciona el testimonio de las madres de hijos asesinados, las maneras en que tramitan su dolor y sus intentos de luchar contra la impunidad.
En la tercera sección, Andrés Antillano y Chelina Sepúlveda nos ofrecen una indagación sobre las trayectorias vitales y las explicaciones que les dan a sus propias vidas asesinos convictos, a través del análisis de una serie de entrevistas. Los relatos recogidos de los victimarios permiten pensar tanto en los condicionamientos sociales que posibilitan la entrada a la violencia como en la interpretación que los perpetradores hacen de sus actos.
La comprensión del fracaso de lo que comenzó como una pro-puesta gestionada por el gobierno para reformar a nivel nacional la policía, pero que derivó en el desmantelamiento de las instituciones que él mismo creó a manos de la militarización, es una pieza clave que nos ofrece Keymer Ávila en sus capítulos. Su análisis, que contrasta los datos de asesinatos de funcionarios policiales con los de ciudadanos tanto en el país como en otras latitudes, termina de evidenciar esta tendencia perversa.
De manera seguida, Verónica Zubillaga y Rebecca Hanson examinan las lógicas represivas del Estado venezolano, que ha pasado de lo que ellas denominan un punitivismo carcelario a la matanza sistemática, a través de los operativos militarizados. A lo largo de todo el libro se evidencia la responsabilidad sombría del Estado tan-to por abandono e ineficacia como por exceso de uso de la fuerza. Andrés Antillano, Verónica Zubillaga, Francisco Sánchez y Luz Ortiz cierran la sección con una descripción de las lógicas violentas que operan en la frontera colombo-venezolana.
El último capítulo de José Luis Fernández-Shaw, como mencionamos anteriormente, además de proponer una aproximación cuantitativa al estudio de la violencia venezolana, sirve de marco organizador para las observaciones recogidas a lo largo del libro.
A través de todos los trabajos se entrevé con claridad el desamparo de la población con escaso acceso a la justicia institucionalizada y el impacto de la militarización de la vida cotidiana. Con militarización nos referimos no solo al crecimiento del aparato militar sino a las lógicas bélicas manifiestas en discursos y prácticas desde el poder que definen a gran parte de la población como “enemigo”.
La violencia, entonces, no solo hace alusión a la muerte armada que sufrimos a diario en proporciones desmedidas; también se refiere a la profunda herida que sufre la convivencia, tomada por la desconfianza, con una sociedad civil cada vez más desarticulada y acorralada, cada vez menos dispuesta a recurrir a instancias forma-les para dirimir sus diferencias.
Estamos describiendo sin duda un panorama desolador, un país que se desangra con la muerte violenta de gran parte de su juventud, que clama al vacío por justicia. Pero no por ello escribimos desde el desaliento. Es también un país que se empeña en resistir: a través de las monjas de una escuela religiosa que conservan un espacio donde las familias pueden velar a sus muertos sin las bandas rivales que quieren entrar a sabotear el ritual; a través de las madres de jóvenes asesinados que se reúnen en el Cementerio General del Sur para celebrar los cumpleaños de los que ya no están y ofrecerse consuelo; y sí, a través de los periodistas, abogados e investigado-res que no cesamos en nuestro empeño de mostrar lo que el poder quisiera mantener oculto.
Este no es un libro que busca lamentarse, sino que busca ubicar un diagnóstico como hace el médico que intenta ordenar el sufrimiento para organizar un plan; como el poeta que intenta la palabra para acercarse a la salud de saberse muy enfermo, que escribe para ver cómo digerir los panes desesperados y enmohecidos de la muerte.
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