Manuel Llorens en Prodavinci: “en el exilio hay muchas muertes simbólicas”
Prodavinci realizó una entrevista a Manuel Llorens, psicólogo e investigador de nuestra red, sobre el fenómeno de la migración.
A partir de la experiencia personal, Manuel plantea una perspectiva conmovedora sobre la diáspora y el exilio: el dilema de la permanencia, la incertidumbre existencial, los duelos y el sentido de pérdida como consecuencia inmediata, así como los lazos de solidaridad generados en torno a las carencias y el sufrimiento de muchos migrantes.
A su juicio, el militarismo y sus implicaciones son unas de las claves para entender la hecatombe social de un país que, incluso en una clara situación de precariedad, tiene ejemplos claros de reinvención y de construcción de redes de solidaridad apuntando al país que queremos.
Por Hugo Prieto
Las líneas que siguen abajo recogen la visión de Manuel Llorens sobre la diáspora y sobre lo que califica, absolutamente, como el fracaso colectivo que estamos viviendo como sociedad.
Tenemos que hacer un registro de las claves que nos llevaron a este horror, no para quedarnos en la melancolía, paralizados, además, en lo irrecuperable, en lo irreparable, sino para que podamos ver, en medio de la oscuridad, las cosas que todavía funcionan, las experiencias valiosas, que, a pesar de las dificultades, movilizan a una sociedad civil que quiere un destino distinto al oprobio y la miseria. Allí, en esa lucha desigual, en los márgenes del conflicto político, es donde podemos encontrar el camino para reconstruir a Venezuela
¿Cuándo tomó la decisión de huir del país? Aclaro que la palabra huir no la estoy empleando como acusación o señalamiento crítico, sino como la certeza de que esta durísima realidad amenaza nuestras vidas. ¿Cómo fue en su caso?
Se combinaron varias cosas. Uno, mi esposa y yo queríamos ver qué posibilidades de crecimiento profesional podíamos tener en otro lado, pensando —como mucha gente— que podíamos tomarnos un tiempo sin el agobio de lo que estaba pasando en el país. Nosotros (en 2017) vivíamos muy cerca de uno de los lugares donde se concentraban las protestas. Realmente fueron meses muy duros. Para llevar a los niños al colegio teníamos que atravesar zonas de combate. En la tarde nos teníamos que esconder cuando caían las bombas lacrimógenas. Hubo noches de allanamientos a edificios y de mucha angustia. En la calle de mi edificio asesinaron a varios jóvenes. Dos, yo siempre he trabajado como psicólogo en el fútbol, tanto en la selección de mayores como en la juvenil de Venezuela. César Farías estaba acá en Bolivia, con uno de los equipos profesionales de mayor tradición. Me invitó a trabajar con el equipo. Así que tomamos la decisión de aprovechar esa oportunidad.
Son decisiones que marcan un antes y un después. ¿No fue Pizarrro el que quemó las naves? Pero esa decisión crea desafíos y expectativas. ¿Cómo manejó esa circunstancia?
En mi caso, y supongo que en muchos otros, es y ha sido un proceso en el cual no teníamos la seguridad de que Bolivia sería el lugar definitivo de residencia o si deberíamos regresar o no a Venezuela en el corto plazo. Han transcurrido tres años y esa sensación sigue siendo, básicamente, la misma. La Paz es una ciudad verdaderamente tranquila. Me gusta mucho y hemos conseguido cosas buenas aquí. En psicología se habla del síndrome de Ulises, refiriéndose un poco a la experiencia de emigrar y a los síntomas que pudiera tener la gente. No es exactamente una depresión, ni tampoco un cuadro de ansiedad. Pero sí pasas por elementos depresivos y de ansiedad. Es interesante la imagen de Ulises, en el sentido de que él sale y luego de 10 años regresa. Aunque en una discusión reciente, le escuché decir a una psicoanalista argentina que quizás la imagen no es la de Ulises sino la de Moisés, quien pasa 40 años errando en el desierto para llegar a un lugar distinto. Creo que los venezolanos —y en mi caso es así— no sabemos si estamos errando en el desierto para llegar a otro lugar o si estamos haciendo una travesía para luego regresar. No lo sé, no lo tengo definido. Quisiera pensar, en algún momento, en regresar y poner mis habilidades en función del país. De alguna manera lo he hecho con proyectos a largo plazo y en línea. Pero ha cambiado la ruta que teníamos y la sensación que queda es que estás un poco en el aire.
Diría que es una incertidumbre existencial. ¿Qué manifestaciones ha visto de esa circunstancia?
Son muy distintas las experiencias de migración, dependiendo del respaldo o de las cosas materiales que te ayudan a sostenerte. Yo vine con un trabajo. Pero conocemos a muchos migrantes venezolanos que están llegando sin papeles, sin trabajo, sin dinero. Son circunstancias más dramáticas y las incertidumbres, seguramente, son más inmediatas. Pero estoy de acuerdo con que una parte de esa incertidumbre es existencial. En el sentido de que tiene que ver con ¿quién soy yo en esta nueva circunstancia? Y más cuando vienes de la pérdida de familiares muy cercanos. La sensación de que no tengo a mis referentes principales. Eso para no hablar de los amigos más cercanos, con quienes mantengo el contacto (vía Internet), pero no es lo mismo. Se ha desdibujado el marco que me hacía ver ¿quién era yo? Y qué cosas disfrutaba o que quisiera compartir con personas cercanas.
Tenemos una visión funeraria de la muerte, pero la muerte también ocurre en los afectos, en las emociones y, por supuesto, en las ideas. ¿Qué relación hay entre la muerte, entendida en un sentido más amplio, y el exilio?
Lo que une ambas cosas, lo que realmente hay ahí, con seguridad, es pérdida. Lo que implica la muerte es una pérdida. Pero en el exilio hay muchas otras pérdidas que son quizás muertes simbólicas. Son pérdidas de referentes, de lugares, de historias compartidas, de nociones culturales. En psicología hay un concepto que se ha venido trabajando desde los años 70, las llamadas pérdidas ambiguas: el desaparecido en acción, y esto produce en los familiares un duelo muy complicado. Porque de una manera están, pero de otra no. Una experiencia similar viven las familias a quienes les han secuestrado a un ser querido. En el exilio se viven cosas que no sabemos si van a seguir estando en nuestras vidas. O están a distancia. Pero nunca como pudieron estarlo en el pasado. Esas experiencias de pérdidas tienen que ver con procesos de duelo. No estoy hablando del duelo que uno vive cuando pierde a un padre o a un hermano, en el que vas a un funeral, lo lloras o conversas con los demás sobre esa persona. No, para los emigrados son pérdidas ambiguas, entre otras cosas, porque no sabemos exactamente dónde colocar esas cosas que extrañamos y que vivimos.
La diáspora venezolana literalmente es una estampida. Ese hecho es distintivo. Se trata de una experiencia eminentemente colectiva, que se sobrepone a cualquier decisión individual. De alguna manera son cosas que se entrelazan. ¿Qué se crea alrededor de este fenómeno?
Eso hace, como venezolanos, que llevemos un registro de todos los compatriotas que simultáneamente están huyendo del país. Es muy palpable el sufrimiento de la gente y la dimensión del problema. Actualmente, hay una presencia muy significativa de venezolanos en La Paz y no la había hace tres años. Realmente es dramático. Creo que se están creando lazos de solidaridad y redes para apoyarnos mutuamente. Sé de gente que está trabando en eso. Eso crea consciencia de comunidad. El exilio ayuda a vivir circunstancias compartidas. De reencuentro y empatía. Ojalá esos lazos y esos proyectos de atención los podamos ir consolidando. En psicología estamos trabajando en esa área.
Nos tocó vivir lo que otros países vivieron en las décadas de 1970 y 1980: dictadura, empobrecimiento generalizado, destrucción institucional y caos social. Es difícil dar una razón que explique esta tragedia. ¿Qué es lo primero que le viene a la mente cuando surgen esas interrogantes?
No podría contestar a esa pregunta en una conversación casual. Pero lo que sí me hace pensar es que nosotros tenemos que ir dando explicación al fracaso —de dimensiones inimaginables— que hemos tenido como país. Más allá de la dimensión trágica de lo que ha significado toda la situación política, en algún momento tenemos que examinar, como un fracaso colectivo, lo que hemos vivido en estos 20 años. Creo que sólo entonces nos podemos plantear: ¿cómo hacemos para recoger los vidrios rotos y empezar a reconstruir algo de manera más realista y sensata? Los que están aferrados al poder no se han querido enterar de su fracaso. De ahí que no se propongan, de manera realista, reconstruir el país.
¿Cuáles serían las claves de ese fracaso colectivo?
Diría, de manera concisa, que una de ellas es el militarismo. La dimensión militar, la entrada del mundo militar en el mundo político, las lógicas militaristas con que se gerenciaron empresas y los programas de salud. Ése es uno de los elementos más graves a partir del cual se fue desmontando el país. Creo que tenemos que seguir ordenando la explicación para poder pensar en cómo es que vamos a encarar el futuro.
La clave sería enmarcar la noción del fracaso en la dimensión social. Y la pregunta es: ¿puede la sociedad venezolana procesar y asimilar el fracaso?
Una de las cosas con las que me conecto de manera continua es con la gente que sigue haciendo una cantidad de cosas que son admirables y de buena calidad, a pesar de las circunstancias. Ahí trato de colaborar en lo posible. La reinvención del periodismo en circunstancias muy difíciles es admirable, así como las iniciativas en el campo cultural, lo que se ha hecho con algunos eventos nocturnos. En la diáspora se están construyendo redes. Lo que quiero decir es que hay una sociedad civil que se sigue moviendo y apostándole a proyectos en condiciones muy precarias. Allí es donde está la posibilidad de reconstruir el país. Ésa es una realidad que no podemos perder de vista, porque ahí están las respuestas a mediano plazo.
No me ha respondido la pregunta. Debo insistir. Si la sociedad venezolana no se entera de que esto es un fracaso colectivo, ¿cómo podemos superar esta crisis?
Yo sí creo que hay que hacer un registro del fracaso y poder identificar los elementos que nos han llevado a desmontar las instituciones, a desmontar la posibilidad de convivencia, a desmontar experiencia que apuntaban al fortalecimiento del país. Y ahí, repito, el militarismo es un factor clave de esta debacle, entre otras cosas, porque introdujo lógicas gerenciales que desmontaron empresas e instituciones, lógicas que colaboraron a que la convivencia fuese mucho más conflictiva. Se montaron sobre la idea de polarizar para ganar en el terreno político. Son cosas que tenemos que erradicar de nuestra vida civil. Entonces sí, hay que entender las claves del fracaso para comenzar a ver soluciones. Pero el registro del fracaso, que es doloroso, no significa que uno se quede en la melancolía. Una posibilidad es el duelo melancólico, en el cual me quedo atrapado en el dolor y en la conciencia de lo irreparable, de lo irrecuperable. La otra posibilidad es tener conciencia del fracaso y poder identificar las cosas que pueden seguir funcionando. Necesitamos de las dos cosas. De lo que se trata es que en medio de la oscuridad, también podamos ver cosas luminosas, porque las hay.
No hay rendición de cuenta ni mayor preocupación en el mundo militar por temas como la ecología o incluso la seguridad. Pero han tenido una responsabilidad gravísima en todo esto. ¿No deberían llamarse a escrutinio, a una reflexión profunda?
Absolutamente. Aunque quiero hacer una acotación: cuando hablo de militarismo no sólo me refiero al aparato militar sino a los elementos dentro de la cultura política que nos estimulan a pensar que la solución está dentro de las lógicas militares. Es decir, dentro de lógicas jerárquicas, de la imposición de fuerza, de la obediencia y sumisión. Todo eso contribuye al militarismo, además del ejercicio del poder de facto. Hay una tarea en el mundo civil: señalar cómo esas lógicas colaboraron a darle espacio a lo militar, cómo se modificaron leyes, cómo se infiltraron instituciones, por ejemplo, y eso ni se señaló ni se cuestionó demasiado durante mucho tiempo. Estoy de acuerdo. No pareciera que el mundo militar sea actualmente muy reflexivo y haga el registro de su propio fracaso.
Se invoca a los militares para que «se coloquen del lado correcto de la historia». Pero aquí hay un dato muy preciso: alrededor del 25 por ciento de los homicidios que se cometen en Venezuela son atribuidos a las fuerzas de seguridad.
La militarización de la seguridad —cada vez más acentuada— es quizás el ejemplo más claro del fracaso de la entrada de lo militar en la sociedad. Ciertamente, como dices, se ha hecho con insistencia esa invocación a los militares para que reflexionen. Evidentemente, ese llamado fracasó. Quizás por eso esa insistencia se ha tenido mucha timidez en señalar la responsabilidad que tienen los militares en el fracaso colectivo que hemos tenido como país. Desde el lado civil, creo que tenemos que hablar claro y decirle al sector militar que han fracasado y han llevado al país a una situación de ruina. Hacer el registro, por lo menos para que se vea que hay una sociedad que le hace cargos.
La diáspora venezolana se nutre mayormente de personas que no podían sobrevivir en Venezuela. Son víctimas que no tienen visibilidad, quizás porque no fueron partícipes decisivos de la crisis política o porque no fueron represaliados. ¿Puede haber algún tipo de reparación para los migrantes venezolanos?
Actualmente, hay un gran debate para que se amplíe la definición de refugio. Si bien yo puedo estar saliendo por razones económicas, lo hago porque mi comunidad fue devastada por la crisis política. No son migrantes que están buscando una mejor oportunidad. No, yo estoy saliendo del país porque no me queda más remedio. De aquí no sólo salieron las personas que fueron torturadas o las que salieron porque el FAES y otros grupos armados han dejado comunidades enteras devastadas. Aquí hay un desplazamiento interno que pudiera ser tan grande como la misma migración. En los valles del Tuy, por ejemplo, hay gente que ha tenido que abandonar todo un poblado por la situación de violencia. Todo eso tiene que ser recogido en los proceso de reparación cuando se comience a procesar ese tema. Quizás nos tengamos que mirar, como un ejemplo, en la Ley de Reparación de Víctimas del conflicto colombiano.
Realmente, después del fracaso que hemos vivido y de la complejidad que vamos a enfrentar, ¿cree que Venezuela tiene viabilidad como país?
Te contesto desde lo que me da un poco de orden y de piso en medio de toda esta circunstancia. A mí me sigue la historia familiar y, en particular, la de mis abuelos paternos, que fueron refugiados de la guerra civil española. Mi abuelo era catalán, filósofo y profesor universitario. Le toca enfrentar el franquismo y tener que salir huyendo de España. Vivió un año en Francia, pasando hambre. Finalmente llega a Venezuela y aquí tiene que reinventarse, se convierte en administrador de cines. Una de las cosas que hacía era escribir en catalán. Algo que a nosotros nos parecía una excentricidad. En esos años, hablar catalán en las calles estaba prohibido. Era como escribir unos libros que nadie leía. Felizmente pudo ver la caída del franquismo, regresar a su pueblo y retomar algo de lo que había sido su pasado. Después de que el abuelo fallece (finales de la década de 1980), nos contactan desde Cataluña varios historiadores que tenían años estudiando su obra. Nos dicen que sus libros habían sido muy importantes, porque contribuyeron a mantener vivo el catalán durante los años de la prohibición. Lo que quiero decir con esto es que cada uno tiene que hacer su trabajo, dedicarse a su tarea y a su convicción. Cada uno tiene que seguir construyendo el país que imagina. Ya veremos cómo caen las cartas. Yo creo que este horror, este fracaso, va a terminar implosionando. No lo puedo saber. Pero tenemos que seguir construyendo lo que el país sembró en nosotros.
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