¿La mano dura disminuye los homicidios?, por Keymer Ávila
Esta es la pregunta sobre la que Andrés Antillano y quien escribe estas líneas hemos estado reflexionando durante los últimos años y sirve de título a un artículo recientemente publicado en la Revista CIDOB d’Afers Internacionals, cuyo último número está dedicado a la reducción de los homicidios y de la violencia armada en América Latina.
El artículo no pretende ocuparse de aquello que funciona para reducir los homicidios, su objetivo es lo contrario, se centra en lo que no funciona. Como allí se afirma “es una apuesta «política»: hacer de la investigación una herramienta de denuncia y, del conocimiento científico, una instancia que interpele al poder y a un orden injusto. Se trataría, si se quiere de una investigación de urgencias.”
El término “mano dura” se presenta como un “espectro difuso de legislaciones, políticas, prácticas estatales y discursos que coinciden en atribuir causas morales al delito y definen a los infractores como enemigos merecedores de un tratamiento duro e implacable, mientras se refuerzan, expanden e intensifican las respuestas punitivas y la violencia institucional como solución”. Dentro de este amplio espectro se hace énfasis en la violencia policial que opera bajo la lógica militar. Durante los últimos años en Venezuela se han ensayado políticas que implican un aumento de la violencia policial con el pretexto de disminuir la violencia delictiva; sin embargo, lejos de los esperados efectos de reducción de la violencia y los homicidios, estos se han incrementado significativamente.
A pesar de los resultados negativos y sus altos costos sociales, se acude de manera reiterada a la mano dura para enfrentar al delito y la inseguridad. ¿Por qué insistir en estas fórmulas de probada ineficacia? Esto suele ocurrir en sociedades fragmentadas, donde el miedo al delito y la oferta mágica de solución por la vía de medidas severas y excepcionales parecerían ser la última fuente de consenso. Esto se agudiza cuando existen bajos grados de institucionalización y una fuerte impronta autoritaria. En el caso venezolano el ejemplo más reciente son las OLP.
Pero, como se ha explicado en otras oportunidades, las políticas de mano dura tienen múltiples funcionalidades no declaradas. Por una parte, controlan, contienen, retiran o neutralizan a “la población excedentaria que se mantiene al margen de la economía formal y de las políticas redistributivas”. En Venezuela, al menos “desde los años ochenta del siglo pasado, parece reiterarse un ciclo recurrente en que la reducción de la renta petrolera y, en consecuencia, de la capacidad redistributiva del Estado, le sucede un aumento de la represión y la criminalización de los sectores populares. La caída de los ingresos petroleros durante los últimos años y el agotamiento del modelo rentista explicarían el vigor renovado con que cuentan estas políticas que, en un principio, fueron severamente cuestionadas.”
Finalmente, se reitera, que “las políticas de mano dura serían rentables para los distintos actores institucionales que medran de ella. Agentes policiales, militares, mandos operativos o responsables de las políticas de seguridad encuentran en la retórica de la guerra contra el delito y en las políticas de mano dura ventajas políticas y, en ocasiones, incentivos económicos. Asimismo, estas políticas ofrecen la oportunidad de contar con mayor poder, mayor presupuesto y recursos, mayor visibilidad; a la vez, como aquí se ha sugerido, permiten formas de extracción de rentas que les convierten en una actividad lucrativa”.
Si bien se parte del contexto venezolano, el análisis pudiera ser también trasladado a otros países de la región, como México, Colombia, Brasil, Honduras, El Salvador o Guatemala.
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