“El Arauca todo lo puede dar y todo lo puede quitar”: un relato etnográfico en la frontera.

El Arauca es así, todo lo puede dar y todo lo puede quitar; así mismo es la vida en la frontera, de un lado puedes encontrar todo y del otro lado puedes perderlo. Siempre ha sido así para nosotros.”

Estas palabras me las compartió Ramiro, un apureño que me guio por algunos recorridos en el río Arauca. Nuestro primer encuentro fue en Guasdualito, esa importante ciudad del estado Apure. Ramiro parecía tranquilo, se mostraba seguro de lo que me decía, pero con una profunda desconfianza hacia mí; cuando le dije que no era necesario que hablara de algo con lo que no se sintiera cómodo,  

supongo que en todo el país es así, pero nosotros nos criamos sintiéndonos vigilados. Sin saber con quién hablar, este puede ser miliciano, paraco, compa, camarada… nunca sabemos quién es quién. Crecimos con ese cuidado”,

Respondió.

El Arauca es así, todo lo puede dar y todo lo puede quitar

Me dijo una vez más; subimos a su moto y tomamos la carretera hacia el sur de estado, rodamos cerca de media hora y llegamos a El Amparo.

Era un día caluroso y el viento parecía haberse quedado sin ese sentido refrescante al que siempre estuve acostumbrado. Pasamos por un puñado de alcabalas de militares y policías. Todos éramos requisados. La mayoría tenía que pagar para seguir con sus caminos. En este lado de la frontera todos los caminos llevan al Arauca– pensé en ese momento.

Pareciera que los guardias huelen el apuro

A duras penas pude oír el comentario, el viento soplando en mi oído por la velocidad de la moto me dificultaba seguirle el hilo a la conversación. Comencé a ver el rostro de las personas en las siguientes alcabalas. Era así como decía Ramiro, parecía haber mucha urgencia. Luego entendí algo que se me hacía extraño, podía ver el rostro de las personas, nadie usaba tapabocas.

El paisaje era hermoso y desolador. Si intentaba fijarme en el horizonte, cada vez se me hacía más borroso. El calor y la humedad nublaban la carretera. Sentí en ese momento que estaba viviendo una metáfora que me describía el destino del país. Acalorado, con necesidad de salir de allí, sin horizonte y con la esperanza de llegar a algún destino.

Llegamos a El Amparo. Una de las capitales de lo que podríamos llamar las cartografías históricas del horror en Venezuela. Le pregunté a Ramiro por la masacre que allí ocurrió, me respondió que no estaba seguro de cuál le estaba hablando, pues en sus casi cincuenta años de vida ha escuchado mucho plomo en el monte. No indagué más.

Llegamos al pequeño puerto para cruzar el río. En ese momento pasó algo inesperado, las personas comenzaron a ponerse los tapabocas.

– “Ya te puedes imaginar quiénes cuidan el lugar. Han exigido que se use tapabocas”

Me dijo Ramiro mientras poníamos los cascos en la moto y él se ponía su sombrero de cuero e´ vaca.

– “Aquí no va a pasarles nada”

Agregó refiriéndose a los cascos

– “pero me gusta dejarla guardada para que no lleve tanto sol.”

Al salir de guardar su moto en un garaje, una joven pareja llenaba botellas plásticas de litro con gasolina,

“fíjate

Refunfuñó

– “antes la llevábamos a Colombia ahora la traemos y la vendemos de a litro”  

Decía mientras movía la cabeza en señal reproche.

En el puerto las personas hacían filas y otras se sentaban en unas banquitas de cemento; algunos parecían estar en una rutina del día a día: ir a Arauca para hacer las compras del día, surtir la bodega o ir a trabajar en el sector comercial. Otros, tal y como yo, teníamos una pinta de venir del interior del país. Al menos eso me hizo sentir Ramiro, para los nacidos en la frontera todos los que vienen del centro y de la capital vienen del interior del país. Los de la pinta de ajenos traían grandes maletas, bolsas y cualquier cosa que sirva para guardar ropa. Las dejaban cerca del pequeño puerto y algunos jóvenes se las echaban al hombro y las subían en las canoas.

“¡Esta hija de puta sí pesa!”

Gimió uno de los chamos mientras levantaba la maleta, Ramiro se rio mientras decía con su acento llanero pausado

“muchacho, lo que llevan ahí es la vida.”

¿Puede caber una vida en una maleta?

Nadie hacía preguntas. Nadie hablaba. Todos sabían lo que había por hacer: pagar, cola y silencio.

“El río está bajito”

Dijo Ramiro. El canoero asintió moviendo la cabeza. El motor de la lancha zumbaba y el agua lavaba nuestras caras. No podía diferenciar si era agua o eran lágrimas lo que corría por el rostro de las personas. Fue un cruce de tal vez dos minutos. Al bajarnos Ramiro me vio y dijo:

– “Y de verdad hay muchos que en esa maleta llevan todo ¿cuánto se recuerda en ese ratico?”

Sentí que Ramiro entendía mi propósito allí. Yo quería saber cómo se construye y gestiona la vida en el paso fronterizo de Arauca. ¿Quiénes están haciendo vida en la frontera? ¿De qué viven las personas en el paso fronterizo? ¿Cómo se vive con la presencia de los grupos armados?

Al llegar al “otro lado” había un pequeño puesto, nos cobraron por el cruce en canoa y seguimos nuestro camino ¿Quiénes cobran el paso, Ramiro? Le pregunté mientras caminábamos.

“Ese es el tipo de cosas que todos sabemos, pero no queremos decir en voz alta. Eso se sabe

Me respondió de inmediato. Caminamos algunos metros más y nos increparon muchos chamos, descalzos o en cholas, comprando oro o dólares. Todos venezolanos. Al pasar la playa Ramiro calmó el paso y me preguntó:

– “¿Viste algún arma? ¿Alguien te paró o te dijo qué hacer?”

A lo que respondí moviendo la cabeza de un lado a otro: no.

– “Eso es el control aquí. Nadie se atreve a dudar de eso. Eso se sabe. Por eso las cosas aquí funcionan. No se necesita ver a alguien armado para saber eso

Y aceleró el paso.

El departamento de Arauca ha sido una zona con presencia histórica de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN). En medio de una guerra que se ha extendido por más de 50 años, estos grupos se disputaron el control territorial de algunas zonas. En otros casos, coexistían manteniendo actividades en un mismo territorio. En la actualidad, luego del acuerdo de Paz del 2016 y la desmovilización de las FARC-EP, el ELN fortaleció su presencia y control armado. Sin embargo, algunas estructuras armadas de las FARC no apegadas al acuerdo de paz, conocidas como disidencias, siguieron operando en algunas zonas con una debilitada pero histórica presencia. La gente lo sabe. La ausencia de políticas de seguridad efectivas tanto de Colombia como de Venezuela lo corrobora.

La frontera funciona como un espacio donde los grupos armados se mueven de un lugar a otro con fluidez, de tal manera que establecen controles de un lado y de otro. Estas soberanías u órdenes territoriales muchas veces se negocian entre los actores armados Estadales y no Estadales. El imaginario construido desde los centros de poder invita a pensar en la frontera como en una película del viejo oeste, con mercenarios y empistolados enfrentados todos los días; en su lugar, ese orden se vive en mucho silencio, con un día a día que transcurre sin notar que cada norma es impuesta y los Estados, de alguna manera, parecieran colaborar con esto.

En algunas circunstancias que parecieran excepcionales, se destapan conflictos y el estruendo de los fusiles rompe el silencio. Esto pareciera traer muchos más rumores que explicaciones a lo que ocurre: tiroteos en los puentes fronterizos, enfrentamientos en los pueblos, movilizaciones de ejércitos, bombardeos. Para la gente la única alternativa que les queda es buscar refugio de un lado u otro del río.

Pasé el resto del día en Arauca, un pueblo con afanes de convertirse en ciudad. Comercios abiertos abarrotados de compradores. Jóvenes en las afueras de los comercios ofreciendo cargar las compras y maletas hacia el río:

“Patrón, le llevo la mercancía pal´ río”

“No, pana, tranquilo, no llevo nada” le respondí.

“Deme dos mil pesos y le llevo las bolsas… rescátame con algo, que está jodida la vaina.”

Accedí y caminé hasta el río con ese joven, iba junto con su pareja, una muchacha mucho más joven que él. Ambos vestían shorts con sandalias. El calor era agobiante. Conversamos por algunos minutos.

“aquí hay que estar revolucionándola todo el tiempo, no te puedes parar”

Venían de Valencia y decidieron quedarse en Arauca. Les era más fácil enviar algo de dinero a su familia desde allí y mantener una cercanía en caso de querer regresar a casa.

“Esto es como un penal abierto… todo está controlado”

Me dijo él mientras se miraba los pies y lanzaba unas piedritas a la calle.

“No te puedes comer la luz sino amaneces en el río.”

Él levantó su mirada al ver que llegó una camioneta con mercancía para pasar a Venezuela. De un brinco cruzó la calle y ofreció sus servicios. Ella le siguió el paso. Levantó un bulto de cebolla que podía ser más pesado que él mismo y siguió su camino hacia la playa para montar la mercancía en las canoas. Esa era la mercancía que más se movía, legumbres, hortalizas, refrescos y papel higiénico.

“Esos deben ser del interior, del centro, de Caracas o Valencia”

Me dijo Ramiro con un tono de molestia.

“Muchos vienen aquí y han dañado la zona. No sólo en Colombia, también del otro lado”

refiriéndose a los pueblos en Apure

“vienen acostumbrados a una vida de tomar lo que no es de ellos. Por eso es que los han matado. Pero igual siguen haciendo lo malo, esa es la gente que viene del interior.”

Ramiro me mostraba que para el migrante venezolano los estigmas no están fuera de sus fronteras, sino también “de este lado” del río.

Al escuchar a Ramiro recordé el término que utilizan en Táchira para nombrar a muchos de estos jóvenes migrantes: “Los caraqueño-valencianos”. Son jóvenes de sectores populares que han decidido buscar alternativas fuera del país. Al conversar con la joven pareja sentí la gran carga de estigma que cargan encima, además de los pesados bultos de verduras. La mayoría trabajan como cargadores, los que recogen desperdicios, las que limpian a destajo y, en muchos casos, son las que tienen que vivir con el comercio de su cuerpo o los que son reclutados por los grupos armados.

En efecto, medios colombianos han reportado la muerte de numerosos jóvenes venezolanos por manipulación de explosivos. En voz de algunas personas ellos pasan a ser la primera línea de combate de los grupos, pues se ven expuestos a tareas que les cuesta la vida como colocar explosivos, a un muy bajo costo, pues en la frontera ¿a quién le importa la vida de un veneco?

Ramiro me dejaba ver las insuperables barreras simbólicas del joven migrante. Primero, el estigma que le propicia su propio país al no generar oportunidades, para luego entrar a Colombia a vivir en un sustrato donde la ciudadanía parece ser una fantasía de los más pudientes. Existen unos claros límites entre lo que podrán y no podrán hacer los migrantes. Estas barreras no son nuevas para muchos, pues viene arrastrando con ellas desde sus viviendas en Venezuela.

Al tomar un mototaxi dentro de Arauca noté que el mototaxista evadía los puntos donde había policías:

“lo ven a uno y lo joden.”

Entendí que era un venezolano. Conversamos en el trayecto y me preguntó por cómo estaba Caracas:

“Ahí… echando vaina”

Le dije en tono de broma

“Siempre estoy pendiente de lo que pasa. Prefiero estar aquí. Aquí veo a un paco y me meto por otro lado, allá no te le escapas a un FAES.”

Me dejaba claro que cada quién migra no solo por motivos personales, sino también por razones que sobrepasan la voluntad personal.

Regresamos a El Amparo y le pedí a Ramiro que nos quedáramos en la orilla del río.

¿Quiere ver cómo vive la gente del río?

Fue una pregunta retórica, pues no me dio tiempo de responderle cuando ya subíamos a la canoa nuevamente.

– “Así les toca vivir, ahí tienen a los niños… en medio de todo el río les da de comer.”

Decía Ramiro con seriedad, sin titubear. Era estoico a lo que veíamos.

“Aprenden a pescar, guindan hamacas y viven así, como tirados ahí”

Como tirados ahí, me pareció una metáfora dolorosa pero acertada para ejemplificar cómo viven los migrantes en este pequeño tramo de la realidad fronteriza. En la franja del Arauca me encontré con aquellos que son expulsados de ambos países, viven en una zona gris sin apoyo de ningún Estado, pero con controles armados rígidos de los grupos armados que regulan la vida, lo que se debe hacer y lo que no, las consecuencias de saltarse estas normas son claras, el castigo y luego la muerte.

En los días de mi visita explotó un artefacto en una vereda cercana al río. En el hecho falleció un funcionario policial colombiano y un civil venezolano. Buscando las noticias, lo único que encontré sobre el venezolano es que estaba en el lugar y el momento equivocado. No hubo más registro. Esa no es cualquier muerte, es una muerte en el silencio.

La tranquilidad del río al final de la tarde me hacía pensar en el agotamiento de los chamos que hacen su vida aquí. Bajaban de las canoas y se sentaban, se quitaban los zapatos y la ropa. Lavaban y hablaban entre ellos. Algunos comenzaban a pescar. Cuando no sacaban nada con la tarraya los demás se reían

“¿así pescabas en tu rancho? ¡puro bagre es lo que eres tú!”

Yo tampoco pude evitar reír al escucharlos.

El río, la trocha, la carretera serpenteante, el calor, la plaga, los puentes cerrados, la violencia, todos son puntos comunes en las narrativas de quienes pasan por la

frontera o deben quedarse haciendo la lucha en los pueblos cercanos. Cada objeto tiene un sentido para regular el tránsito. El Estado venezolano y colombiano lo saben. La frontera es mucho más que la mezcla de dos países. Es como si el mismo territorio tuviera su propia agencia, y los Estados se valen de esto para regular algunos tránsitos y permitir muchos otros.

“Hace como quince o veinte años era al revés, venía muchísimo colombiano a vivir aquí. Eran los obreros, los que hacían el trabajo pues. La guardia los trataba mal. Ahora son los venezolanos allá. Por aquí pasan muchos de los que van caminando… la vida aquí es el paso.”

Me decía Rodrigo, a lo que le respondí: ¿puede un joven de estos irse cuando se le dé la gana? Su silencio me hizo pensar que la frontera no es solo tránsito y salida; para la vida de tantos y tantas jóvenes, es también una zona de confinamiento. El río puede fácilmente ahogar cualquier chance de estabilidad y progreso.

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