Verónica Zubillaga en Tercera Dosis: “El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura”

En días recientes, nuestra investigadora Verónica Zubillaga dio una entrevista para Tercera Dosis, un medio chileno que busca difundir investigación periodística y académica.

La entrevista, con el nombre “El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura” y bajo la autoría de los periodistas Juan Pablo Luna y Juan Andrés Guzmán, la pueden leer a continuación.

El autoritarismo que emparenta a los gobiernos de Nayib Bukele y Nicolás Maduro lleva a las políticas punitivas a un nuevo nivel, dijo la investigadora Verónica Zubillaga. En Venezuela “permitió al Estado matar impunemente”, mientras que El Salvador está en la fase previa, la de la deshumanización de los presos. Pero de ahí a la matanza “hay un paso”, cree.

La semana pasada el columnista Axel Kaiser dijo que Chille necesitaba una política criminal de mano dura que “haga correr sangre”. Los que piensan de esa manera tal vez se sorprendan al saber que una de las políticas de seguridad que más ha hecho correr sangre en Latinoamérica la implementó Nicolás Maduro entre 2015 y 2019. Ante el alza de la violencia delictual que vivía Venezuela, y también para controlar la protesta social, el gobierno tuvo la misma idea que Kaiser, porque hacer correr sangre no es realmente una idea nueva ni tampoco es propiedad de un sector político.

En su momento mayor violencia, entre 2016 y 2018, las fuerzas de seguridad ocasionaron más de 4 mil muertes por año, de acuerdo con las cifras que entrega la socióloga venezolana Verónica Zubillaga. La investigadora estima que en ese periodo el Estado desplegó una “necropolítica” y pasó del encarcelamiento masivo a la “matanza sistemática”.

-Para tener una noción de la magnitud de la matanza digamos que en 2016 la policía de Venezuela mató a 4.667 personas mientras que la de Brasil mató 4.219 personas. El número es similar, pero Venezuela tenía entonces 29 millones de habitantes mientras que Brasil, al menos 200 millones-, explicó la investigadora a TerceraDosis.

¿Ese derramamiento de sangre hizo al país más pacífico? ¿Derrotó al crimen?

No.

En realidad, esta política hizo al crimen organizado más fuerte y violento. El encarcelamiento masivo, de hecho, es una de las causas del surgimiento del Tren de Aragua y de otros grupos de crimen organizado en Caracas. Peor aún, cuando el gobierno se dio cuenta de que no podía ganar ni tampoco seguir derramando sangre, pactó con las bandas una reducción de homicidios y secuestros a cambio de dejarlas gobernar numerosos territorios de la zona centro sur de la capital venezolana. En esta entrevista Zubillaga cuenta la compleja vida en eso barrios administrados por el crimen, fenómeno que la política comparada llama “gobernanza criminal”.

Verónica Zubillaga es doctora en Sociología por la universidad de Lovaina, investigadora en la Universidad Simón Bolívar en Venezuela y Profesora Visitante en la universidad de Columbia. El año pasado publicó, junto con David Smilde y Rebecca Hanson, el libro La Paradoja de la Violencia en Venezuela, un texto que explica cómo un país, que fue una democracia sólida en los 80s, quedó atrapado en una espiral de violencia criminal, pese a que durante los gobiernos de Hugo Chávez (2002-2013), Venezuela tuvo extraordinarios ingresos petroleros y se desplegaron masivas políticas redistributivas.


“Lo que se vivió con Maduro fue la mano dura en contexto autoritario, y esto implica un paso más. Porque en un contexto autoritario y con Estado de Excepción, se puede matar impunemente”


La espiral de violencia continúa hoy. Aunque las principales organizaciones criminales ya no gobiernan en Caracas, los ciudadanos se enfrentan a una extendida extorsión policial. “Hemos vuelto a una violencia más desorganizada en esas zonas. Algunos vecinos te dicen, ‘antes con la banda no te robaban, ahora los policías te roban y te cobran vacunas (coimas)’. Esa es una de las mutaciones actuales”, dice la investigadora.

La dolorosa experiencia venezolana hace que Zubillaga reaccione con crítica ante la ola de fans que tienen las políticas de Nayib Bukele en El Salvador. Sostiene que las acciones de Maduro y Bukele, pese a estar en veredas opuestas, se emparentan no solo por la extrema violencia que despliegan sus Estados sino porque se trata del uso de la mano dura en un contexto autoritario. Eso fue lo que permitió al Estado venezolano “matar impunemente” dijo la investigadora a Tercera Dosis. Al ver la deshumanización con que se trata a los presos en El Salvador, Zubillaga ve “como un horizonte verosímil” que en ese país “ocurra una mutación desde el actual punitivismo carcelario a una matanza sistemática”.

LA VIOLENCIA Y EL TREN DE ARAGUA

La investigadora identifica tres hitos que llevaron a que el crimen organizado se fortaleciera en Venezuela y que hicieron que la violencia se volviera una forma de relación social dominante. Este recuento es muy interesante para los latinoamericanos, porque la experiencia venezolana desafía varias creencias: no solo la idea de que la mano dura es una bala de plata sino también la idea de que las políticas redistributivas necesariamente tienen éxito.

El primer hito que destaca Zubillaga ocurrió en 1989 con la llegada al gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien ya había gobernado el país en la década de los 70s, durante el boom económico. A fines de los 80s Venezuela tenía problemas económicos debido a la caída del precio del petróleo, su principal exportación y muchos pensaron que, si reelegían al presidente que los había gobernado durante la bonanza, éste la traería de vuelta. Pensaron un poco como los chilenos que creyeron que el segundo gobierno de Sebastián Piñera repondría el crecimiento económico de los 90s. En ninguno de los dos países ocurrió lo que el votante esperaba. Pérez diseño un paquete de reformas neoliberales y la repuesta fue un estallido social con varios días de saqueos y represión conocido como el Caracazo en febrero de 1989, del mismo modo que el estallido social remeció a Chile mientras Piñera empujaba una reforma tributaria que rebajaba los impuestos a las empresas.

Zubillaga explica que en la década de los noventa “mientras avanzaban las medidas neoliberales, proliferaban el microtráfico y las armas, y comenzamos a tener una violencia parecida a la de Brasil. Pero nosotros no teníamos grandes grupos de crimen organizado como ellos. Lo que había eran bandas de jóvenes con mucho arraigo territorial, lo que la literatura llama ‘bandas de esquina’, que ejercían una violencia muy expresiva, muy vinculada a la masculinidad y al tráfico de drogas, pero con poca organización interna.”

Esos grupos dispararon las tasas de homicidios en ciudades como Caracas, Valencia o Maracaibo. “A mediados de los 90s tuvimos del orden de los 22 homicidios por 100.000 habitantes”, explica la investigadora.[1]

Un segundo hito es la llegada de Hugo Chávez al poder, cuya estrategia inicial para enfrentar el crimen fue usar el ciclo alcista del petróleo para desplegar un intenso programa de políticas redistributivas, conocidas como las “misiones sociales”. Sin embargo, las tasas de homicidio se dispararon, el acertijo que Zubillaga aborda en su reciente el libro.

La investigadora sostiene que tres factores contribuyeron a que la redistribución no tuviera efecto en la criminalidad. El primero es la pérdida de la capacidad del Estado de imponer el orden público.

-La revolución bolivariana fue un proceso eminentemente disruptivo dentro del Estado. Por ejemplo, entre 1999 y 2018 hubo 15 ministros de Interior y Justicia y eso hizo que las políticas públicas de seguridad no hayan tenido continuidad o fueran truncadas por disputas internas del chavismo, principalmente entre sectores civiles y militares. Eso, por ejemplo, truncó la reforma policial de Chávez que respetaba los derechos humanos y que contaba con una amplia legitimidad, pues había sido creada por una comisión en la que participaron representantes del chavismo y de la oposición, expertos de las universidades y representantes de la iglesia. Por otra parte, la polarización política también entorpeció la coordinación de actores estatales, por ejemplo, entre alcaldías de oposición y la gobernación chavista. Todo esto impidió tener políticas de seguridad eficaces.


“Uno de los éxitos del Tren de Aragua es su amplia cartera de negocios y el servicio que prestan a otras organizaciones criminales.”


Otro factor que limitó el efecto de la redistribución fue la práctica de entregar armas a los civiles. Esta política se implementó luego del intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002.

-A partir del golpe y percibiendo una continua amenaza, se comenzó a materializar una idea que Chávez repetía insistentemente: ‘la revolución bolivariana es pacífica, pero armada’. Así se formaron los llamados “colectivos”, grupos armados que se activan para lo que llaman “la defensa de la revolución” y que están compuestos por organizaciones que había antes de Chávez, grupos formados durante su gobierno, colectivos que tenían trabajo comunitario y otros más implicados en tráficos ilícitos. Como lo muestran los trabajos de José Luis Fernández-Shaw, se generó un incremento de la importación de armas ligeras. Y se sabe bien que las armas, que pueden introducirse por vía legal, las roban, se pierden y llegan a manos de las bandas o de los circuitos ilegales. Dicho sencillamente: más armas, más muertes.

Una última razón que limitó el efecto de la redistribución fueron las debilidades en el diseño de estas políticas.

-La redistribución fue muy intensa pero persistentemente dejó a la población juvenil afuera. Las misiones atendieron a madres, niños, agricultores, pero quedaron excluidos los jóvenes varones de sectores populares, que eran el grupo donde las bandas reclutaban. Por otro lado, estas políticas redistribuyeron ingresos, pero no lograron atender las desigualdades estructurales, que eran enormes. Entonces las poblaciones siguieron teniendo servicios urbanos muy precarios, educación de pésima calidad, etc. Así, mientras el precio del petróleo fue elevado, se distribuyó dinero y hubo un importante incremento del consumo; pero cuando el precio volvió a caer, Venezuela quedó pobre. Y como somos un país importador y con déficits de producción, si no hay dinero para importar, se genera una gran crisis. La baja del precio de 2013 y el colapso de la industria petrolera por pésima gestión, pérdida de personal calificado y corrupción, generó lo que llamamos el período de la emergencia humanitaria: hubo escasez de alimentos y hambre. El venezolano promedio y de sector popular perdió ocho kilos. Y allí se aceleró la migración a un nivel que se volvió visible en el continente.

Esa crisis forma parte del tercer hito que destaca la investigadora en la vía venezolana hacia la violencia.  En 2013 murió Chávez y Nicolás Maduro asumió el poder en un contexto de gran inestabilidad económica y con un aumento tanto de la protesta política como del crimen.

-Con Maduro entramos en una fase trágica, pues hubo un giro hacia la militarización de la seguridad con el objeto de combatir el crimen y también para reprimir la protesta. El 2015, que fue un momento delicado para el gobierno, pues hubo elecciones parlamentarias, se lanzó el “Operativo de Liberación del Pueblo” (OLP). Fue una política de seguridad terrible. Entre 2016 y 2018 las fuerzas policiales fueron responsables de ocasionar más de 4.000 muertes cada año. En los trabajos con Rebecca Hanson hablamos del giro de un punitivismo carcelario a una matanza sistemática. También dialogamos con el concepto de la ‘necropolítica’, porque en los barrios donde estuvimos trabajando, ser hombre joven, de piel morena, significaba que te podían matar con impunidad. La policía que participaba en los operativos usaba máscaras en forma de calaveras, lo que nos parecía una representación del poder de la necropolítica. En esta época tenemos las tasas de homicidio más elevadas en la historia del país: 70 homicidios por cien mil habitantes en 2016. La matanza fue tan escandalosa que, en 2019 Michelle Bachelet, en aquel momento Alta Comisionada de la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, hizo su primer informe sobre las miles de denuncias que llegaban y destacó, además de la criminalización de la protesta, las muertes perpetradas por las Fuerzas Especiales de la Policía en operativos anticrimen. Esto fue muy importante para visibilizar internacionalmente esta violencia. Luego, en 2020, hubo otro informe, de la Misión Independiente de Determinación de Hechos de las Naciones Unidas, de nuevo visibilizando la magnitud de la violencia policial. Las críticas llevaron a que los OLP fueran reemplazados por las Fuerzas de Acción Especial de la Policía, (FAES); y la violencia policial empezó a ser más racional y dirigida, y comenzamos a ver un descenso de las muertes violentas. Actualmente, todavía tenemos esta violencia letal de la policía, pero mucho más orientada hacia blancos específicos. Por último, es importante señalar que actualmente el gobierno de Maduro está siendo examinado por la Corte Penal Internacional.


“Llevo 30 años haciendo entrevistas con jóvenes varones de sectores populares y me consta que las redes de inclusión que tienen son las redes de economías ilícitas”


-En Chile, en Perú y en muchos lugares de Latinoamérica mucho de lo que se escucha de Venezuela tiene relación con el Tren de Aragua. ¿Cuál es tu visión respecto a su origen y a su expansión?

-El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura. Es un grupo de crimen organizado que se originó en la prisión de Tocorón cuando las políticas de encarcelamiento reunieron en ese lugar a muchos hombres jóvenes con experiencia profesional en armas. El gobierno perdió el control de esos recintos y los presos establecieron la gobernanza de las cárceles y extendieron su dominio en los sectores populares. El encarcelamiento masivo produjo procesos de mutación y organización interna en las bandas. En eso el Tren de Aragua sigue un itinerario similar al del PCC de Brasil o las Maras de El Salvador. Ahora, su expansión en el continente tiene que ver también con el proceso migratorio venezolano. Alrededor de un veinte por ciento de la población ha salido de Venezuela buscando mejores condiciones de vida: son 7 millones de personas, de acuerdo con los datos de Naciones Unidas. Entonces no solo ha salido el Tren de Aragua: han salido profesores universitarios, muchos de mis colegas, clases medias, trabajadores, sectores populares. Los trabajos de Andrés Antillano y la periodista de investigación Ronna Rísquez, evidencian la presencia del Tren de Aragua en Chile, Perú y en las fronteras con Colombia y Brasil. Pero creo que también hay un sobredimensionamiento de sus ramificaciones y un poco de sensacionalismo. Pienso que un joven venezolano que emigra y que está desprovisto de redes sociales y que no puede insertarse en la economía legal del país al que llega, puede decir que es del Tren de Aragua como una manera de presentarse y tener cierta identidad en las redes ilícitas en las que se tiene que mover. Por otra parte, las agencias policiales de los países receptores pueden tener intereses en fortalecer esta imagen de la extensión de esta banda criminal. Y los medios también contribuyen a esta situación de pánico moral, como apunta la clásica criminología crítica anglosajona. Pero también creo que algo que puede resultar muy desconcertante para ustedes es que las bandas criminales venezolanas han tenido una socialización en la violencia armada como respuesta a la violencia de Estado, que las diferencia de las tradiciones criminales a las que estaban acostumbrados en Chile.

-¿Existe todavía el Tren de Aragua, o está neutralizado, como ha sugerido el Presidente Maduro?

-Maduro hace referencia a la toma de la prisión de Tocorón en septiembre de 2023, un operativo militarizado que implicó al menos 11.000 funcionarios. En ese momento él escribió en su red social X que Venezuela quedaría “libre de las bandas criminales”. Las evidencias apuntan en el sentido contrario. El líder de la banda no fue aprehendido. Y sabemos que las redes criminales se adaptan con mucha facilidad porque los contextos en los que se desempeñan son siempre muy volátiles. Uno de los éxitos del Tren de Aragua es su amplia cartera de negocios y el servicio que prestan a otras organizaciones criminales. No hay que olvidar, además, que uno de sus negocios más importantes es la trata de personas, y son los propios venezolanos migrantes sus víctimas por excelencia.

-Para algunos analistas Venezuela se ha convertido casi en un narcoestado en cuanto a que pacta con el crimen organizado ¿Qué piensas de eso?

-Lo que hemos observado es que hay períodos donde ocurren lo que llamamos “gobernanza criminal”: asociaciones y colusiones entre las bandas y funcionarios o sectores del gobierno. En Venezuela esta colusión fue muy explicita. Por ejemplo, ocurrió con una banda de crimen organizado que fue una de las más famosas de Caracas: la banda de La Cota 905, también conocida como la banda del Koki. En 2017, año de intensa protesta social y luego del período sangriento de la OLP, el gobierno de Maduro se dio cuenta de que estos operativos no lograban bajar los homicidios, e hizo un pacto con estas bandas en términos de suspender la entrada de la policía a las zonas donde ellas operaban, que se denominaron “zonas de paz”. A cambio, las bandas se harían responsables de bajar los homicidios y secuestros y de controlar a la población. Entonces lo que vemos es “la gobernanza criminal clásica” que implica una soberanía territorial de las bandas. Aunque claro, como el Estado venezolano es muy fragmentado, aunque existía ese pacto, la policía continuaba entrando intermitentemente y las confrontaciones armadas se mantenían.

-Lo que estás diciendo lleva implícito un cuestionamiento a la distinción que tenemos entre democracias y regímenes autoritarios. Una de las características que tiene el autoritarismo clásico es control territorial. Y lo que muestras es que lo mismo que vemos en democracias como la brasilera, donde hay gobernanza criminal de las periferias, lo vemos en un contexto autoritario. Entonces, ¿esto es más un problema de Estado que un problema de régimen?

-Depende de cuál periodo se considere. En Venezuela ese tipo de pactos está claramente vinculado con un momento de mucha crítica a la legitimidad del gobierno. En 2017 de nuevo hubo mucha protesta en la calle y estos acuerdos se generaron tanto para controlar la protesta como para bajar los crímenes que causaban pánico social, como el secuestro. Entonces, estos tratos tenían que ver con el esfuerzo y la disposición de un Estado autoritario para garantizar control territorial y sobre todo la hegemonía y consolidación. Así se produjo la situación paradójica de que la oposición era enfrentada con una represión muy fuerte, mientras estas bandas criminales, como no pretendían tomar el gobierno, tenían permitido operar y controlar territorios. La lógica es que estos acuerdos garantizaban control territorial y la consolidación del gobierno autoritario. Por ello, tiendo a ver este fenómeno dentro de la mutación del gobierno de Maduro hacia un neopatrimonialismo más autoritario.

VIVIR GOBERNADO POR CRIMINALES

– ¿Cómo fue para los ciudadanos vivir en esas zonas donde el Estado permite al crimen organizado tener el control?

-Durante el pacto había fronteras precisas y las bandas estaban encargadas de mantener el orden en su territorio. Por ejemplo, si una mujer era golpeada por su marido, ella lo iba a denunciar con la banda y había una escala de castigos muy claros: la primera era una advertencia verbal, la segunda, un disparo en la mano, y la tercera vez se podía llegar al castigo letal. Cuando hacíamos las entrevistas, la gente se refería a estas organizaciones usando metáforas estatales. Decían ‘aquí la banda es como los tribunales’. Y para ciertas festividades, como el día de la madre o el día del niño, la banda distribuía regalos, hacía fiestas públicas. Entonces la gente decía, ‘bueno, es que ellos aquí son como los ministros’.

“En mis investigaciones hablé mucho con las mujeres y ellas vivían en estos “pactos” como sometidas a un poder despótico pero dadivoso. Era estremecedor. Una mujer contaba, ‘aquí vivimos como animalitos, como el monito que no puede ver, que no puede escuchar y que no puede hablar’. Esta situación tenía mucha resonancia con lo que Giorgio Agamben llama “la nuda vida”, es decir, la vida sin derechos, sin capacidad política, reducida casi a ser meramente un organismo biológico. Se vivía bajo un profundo miedo. Algunos vecinos, sin embargo, comentaban que tenían la tranquilidad de que no les iban a robar. Es decir, que las normas estaban claras. Pero se vivía con un profundo miedo frente a este despotismo armado”.

– ¿Por qué dices que este poder era también “dadivoso”?

-Porque como el grupo criminal necesita el silencio de los vecinos, también buscaba tener una buena relación con ellos. Entonces hacían regalos, organizaban fiestas enormes y a veces podían coordinar algún tipo de servicio como la distribución del agua. Durante la Pandemia, por ejemplo, distribuyeron mascarillas y estaban vigilantes de la cuarentena. Pero al mismo tiempo es un poder despótico, muy arbitrario. A una mujer que creían que los había delatado, la mataron y la quemaron a la luz del día. Fue un castigo-espectáculo que buscaba ser aleccionador: esto le pasa al que nos delata. Ese relato de la mujer quemada siempre salía en las historias de las mujeres, expresando el miedo con el que se vivía.

-En una investigación mostraste a un grupo de mujeres que lograban negociar con las bandas y reducían la violencia. ¿Cómo conseguían eso?

-Esa es una investigación muy  significativa que hicimos con Manuel Llorens y John Souto, y después con Rebecca Hanson. La llamamos “Gritos, Conversaciones, Murmullos y Chismes: las respuestas de mujeres ante los actores armados.”  Y en ella comparamos la experiencia de mujeres en dos barrios caraqueños: uno que tenía una tradición organizativa derivada de la presencia de grupos religiosos, comunidades de base cristiana, universidades; y otro que era una comunidad con precaria presencia de organizaciones y donde se llevaron los Operativos de Liberación del Pueblo. Las mujeres del barrio organizado llegaron a un pacto de cese al fuego con las bandas y constituyeron “comisiones de paz” para detener las confrontaciones armadas. La experiencia era muy llamativa también por las expresiones discursivas, es decir, por como las mujeres se referían a lo que habían logrado. Te decían ‘en esta comunidad una les habla como si fuera su madre, uno los regaña y los increpa: ‘mira, te estás saliendo de los pactos’”. Llamaba muchísimo la atención esa utilización estratégica del rol de la madre y cómo los jóvenes de las bandas respondían a eso. Y claro, esto se relacionaba con que la propia madre del jefe de la banda estaba allí y era una figura muy respetada en el barrio. Pero también funcionaba porque, desde el punto de vista instrumental, a la banda le convenía la situación, porque el negocio siempre florece cuando hay calma.

“Esto estaba en profundo contraste con la experiencia de las mujeres del otro barrio donde había una banda criminal organizada enfrentada a los operativos militarizados. En este barrio se vivía en una situación de alerta permanente. Ese era el barrio donde habían quemado a una mujer y en las entrevistas ellas murmuraban; ni siquiera se atrevían a pronunciar el nombre de los líderes de la banda. Era la experiencia del abandono, de la total orfandad de derechos. Lo que nos pareció muy llamativo de esta comparación fue, primero, que las políticas de mano dura secuestraban los recursos culturales y micropolíticos de las mujeres para lidiar y manejar la violencia en el vecindario. Y, segundo, que el fortalecimiento del tejido social, de las redes de solidaridad local, permitían a las mujeres increpar a los actores armados.”

– ¿Cómo evolucionó esa gobernanza criminal? ¿Sigue operando hoy?

-No. Esas reglas funcionaron entre 2017 y 2021. Pero cuando las bandas pretendieron ampliar el control territorial hacia otros barrios y comenzaron a desplegar de nuevo una violencia espectacular, el gobierno de Maduro, que ya estaba consolidado después de la pandemia, reaccionó con un operativo militarizado impresionante, en julio de 2021. Así se acabó la gobernanza criminal. Muchos de los líderes huyeron del país y el Koki, que era uno de los líderes más visibles, fue asesinado. Hoy ese territorio ya no está sometido a las bandas, sino más bien a la extorsión de policías. Hemos vuelto a una violencia mucho más desorganizada. A veces los vecinos dicen, ‘antes, con la banda no te robaban, ahora los policías te roban y te cobran vacunas (coimas).’ Esa es la mutación actual.

ARMAS Y FUTURO

-Algunos investigadores estiman que hay que pasar de combatir el tráfico de drogas a combatir el tráfico de armas. Tú estuviste en una comisión presidencial por el control de armas y desarme, durante Chávez. ¿Por qué tantas armas terminan en manos de la población joven?

-Las armas son un tema central en nuestra historia de la violencia. Estoy pensando, por ejemplo, en frases como “la revolución es pacífica pero armada” y el impacto que tuvo la entrada de las armas a la vida política y contemporánea de Venezuela. Haciendo relatos biográficos de hombres jóvenes, he visto cómo ellas marcan definitivamente sus trayectorias. Se utilizan, por supuesto, para llevar a cabo robos, o cobrar venganzas,  pero también forman parte de las solidaridades del grupo: es decir, una prueba de amistad entre jóvenes es que cada uno sabe dónde el otro esconde su arma. Y no solamente la utilizan para cometer venganzas u obtener dinero, sino que te decían ‘cuando tú tienes el arma, quieres salir a experimentar, a probarla, a probar la adrenalina’. Entonces es como que el arma abre horizontes “lúdicos” incluso, de salir a buscar aventuras. Por eso es importante que la población no tenga acceso a ellas.

“Cuando estaba en la comisión presidencial nos concentramos en las armas ligeras, porque son las que terminan entre la población común. El trabajo de José Luis Fernández-Shaw, que también participó en la comisión, muestra un incremento de la importación legal de pistolas. En mis trabajos empecé a advertir que las armas que eran distribuidas entre la población por razones políticas comenzaban a circular luego sin control, hacia las redes ilegales. Y allí las policías son muy importantes porque su tarea es incautar armas, pero también las distribuyen en los circuitos ilegales. Y los jóvenes, que dicen repetidamente que las municiones las consiguen con la policía. Venezuela no produce armas, pero sí municiones. Recuerdo que, en las discusiones en el marco de la Comisión para el Control de Armas, uno de los representantes de la Policía Nacional le dijo al representante militar “hay que comenzar por controlar las municiones”. La idea era traer la tecnología que se usaba en Brasil para marcar las municiones y así saber el origen de las fugas. Pero al sector militar nunca le interesó controlar el flujo de municiones, y frente a esa resistencia, no hubo manera de llevar ese programa a cabo. Así, en un contexto de profundísima conflictividad política, ocurrió que las armas legales se colaron hacia las redes ilícitas y a la población. Por eso es que siempre va a ser una pésima noticia para la población cuando se produce la liberalización del porte de armas, como proponía Bolsonaro o Milei.”

-Después de tus investigaciones, ¿en que política pones tu esperanza? ¿Crees, por ejemplo, que es viable la solución de una organización local como la de las mujeres que retan a los pandilleros?

-Si fuese la cuestión de construir una utopía, me gusta esto que contaban de dejar la guerra contra las drogas y movernos hacia la guerra contra las armas. Nuestros países que son tan desiguales, y han dedicado tanto dinero a las industrias militares y a las prisiones… Llevo 30 años haciendo entrevistas con jóvenes varones de sectores populares y me consta que las redes de inclusión que tienen son las redes de economías ilícitas. Entonces, cómo después de décadas de fracaso de la guerra contra las drogas y de persistente desigualdad estructural, insistimos en eso y no se tienen políticas masivas de inclusión juvenil. Para mi ese es uno de los grandes cuestionamientos para nuestro continente. Esos recursos deberían ir a mejor educación, mejor justicia, mejores programas de inclusión para los jóvenes, mejor atención sanitaria para consumidores de drogas.

“Cuando veo las millonarias inversiones en prisiones que ha hecho El Salvador, un país con tanta desigualdad, y veo las imágenes de las mujeres y de los familiares de los hombres que están presos, esperando, sin tener noticias fuera de las prisiones, me parece un horror; y tiene tanta resonancia con las imágenes de las madres y mujeres en Venezuela fuera de las prisiones. Pienso que es cuestión de tiempo para que El Salvador vea los resultados dañinos y no esperados de la política de mano dura. Y creo que hay un giro que es importante destacar en lo que estamos viendo allí. Porque conocemos las políticas de mano dura tradicionales en el continente, pero me parece que estamos ante una nueva fase, pues ocurre bajo un gobierno autoritario, como lo es ahora el de El Salvador. Eso es lo que vivimos en Venezuela. Lo que se vivió con Maduro fue la mano dura en contexto autoritario, y esto implica un paso más. Porque en un contexto autoritario y con Estado de Excepción, se puede matar impunemente. Entonces, veo como un horizonte verosímil para El Salvador, que ocurra una mutación desde el actual punitivismo carcelario a una matanza sistemática. De hecho, si se pone atención a cómo hablan los funcionarios policiales y de las prisiones de los pandilleros encarcelados en los muchísimos reportajes, se percibe la deshumanización total. Las imágenes que el mismo Bukele transmitió en su Twitter revelan la deshumanización radical: estas centenas de hombres, casi desnudos, en ropa interior, con la cabeza rapada, agachados, en filas y en humillación pública. Me parece que, de allí a tener una matanza, hay un paso. En Venezuela ese discurso de deshumanización y de justificación de la matanza estuvo tan institucionalizado que incluso entre algunos sectores de la población sigue estando legitimado que los malandros merecen morir.”


RECUADRO

La influencia del Castro-Chavismo en Chile

-En Chile se habla mucho de la alianza castro-chavista. Se ha dicho, por ejemplo, que el estallido chileno fue instigado por esta alianza. Y ahora se ha planteado que la orquestación del secuestro y asesinato del exmilitar venezolano Ronald Ojeda viene de Venezuela. ¿Cuál es la capacidad del gobierno de Maduro de hacer eso?

-Creo que asociar a grupos venezolanos a los eventos del 2019 es quitarles protagonismo y agencia a las protestas de los propios chilenos en su país. La verdad es que me parece más como una teoría conspirativa. Me parece que la envergadura de la protesta y de los reclamos está vinculada con la propia historia y actuales clamores de ustedes. Desde afuera uno siente que hay unas heridas en la historia chilena que quizás no se han procesado. Entonces, el 2019 fue como… caramba, los chilenos se dan cuenta que tienen esas heridas, o como dice esa expresión en inglés ‘esos esqueletos en el closet’. Creo que el proceso chileno tiene profundas razones y no le hace bien vincularlo con Venezuela. Ahora, puede ser, por supuesto, que hubiera y que haya todavía bandas de gente agitadora, eso es muy probable. Pero a los venezolanos los están usando como agitadores para todo. Por nuestra amplia migración, ahora somos considerados los agentes externos en el interior de sociedades con sus propios conflictos y esto nos convierte en los chivos expiatorios ideales. En 2019 en Bogotá también escuché que los venezolanos eran los autores de las protestas. Si los venezolanos fuésemos tan eficaces… (Risas).

Lo que sí parece claro es que, en esta época de elecciones en Venezuela, cuando tanto Gustavo Petro como Lula Da Silva han manifestado críticas a Maduro, el único respaldo ha venido desde Nicaragua. Y pensándolo en términos geopolíticos, creo una de las causas para que llegáramos a esa situación fueron las sanciones de Estados Unidos contra Venezuela. Tuvieron un pésimo efecto. Por una parte, terminaron por legitimar al gobierno de Maduro frente a sectores del chavismo. En 2019 casi nadie apostaba por él, sin embargo, la manera en que maniobró frente a las sanciones, lo validó entre sus pares. ¿Y qué hizo Maduro? Tejió alianzas con países autoritarios como Rusia, China, Turquía e Irán. Hay un vuelco hacia asumirse un gobierno frontalmente autoritario, a tener socios autoritarios, y en ese sentido hoy los apoyos latinoamericanos incondicionales son Cuba y Nicaragua. Es decir, hemos dado un giro hacia la consolidación de un gobierno claramente autoritario, en el cual permanentemente se están violando leyes, acuerdos y los derechos de la población. En este periodo preelectoral, por ejemplo, hay una avanzada de una tendencia extremadamente represiva donde se observa una falta de pudor con el autoritarismo. Ha habido un recrudecimiento de la persecución política impresionante. Hoy tenemos una compañera, Rocío San Miguel, que es investigadora del tema militar, que está en prisión. También personajes muy cercanos a la candidata política María Corina Machado fueron detenidos a la usanza de las dictaduras del Cono Sur: la agarraron en la calle y las grabaciones son terribles. Es evidente que el gobierno de Maduro, junto con el de Nicaragua, son gobiernos autoritarios que tienen cada vez menos recato en ejercer este autoritarismo impúdico violando todos los derechos de la gente.

¿Cuál dirías que es la situación de Venezuela en términos de la inserción del país en mercados ilícitos regionales? Estoy pensando particularmente en lo que ocurre en las fronteras que tienen con Colombia y Brasil.

-En estos momentos estamos tratando de pensar a Venezuela y a Colombia de manera relacional, porque hay importante presencia de grupos armados colombianos en Venezuela, por ejemplo, el ELN, en la zona de frontera y de El Tren de Aragua en Colombia, entre la variedad de grupos que se mueven en esa zona. Eso genera unos flujos muy importantes de economías ilegales y de personas. Entonces, pensar sobre la paz total en Colombia implica obligatoriamente pensarla en diálogo con Venezuela.

-En esa frontera no solo hay tráfico de drogas, sino de personas y minería. Funcionan varios mercados.

Claro, en el sur del país hay minería ilegal. Y ahí está el ELN, pero también hay fuertes indicios de presencia del PCC de Brasil. Y lo que se advierte es una suerte de colusión entre el sector militar y las bandas armadas para posibilitar la extracción, allí los trabajos de Andrés Antillano son significativos. Por eso me parece que el desafío para nosotros, pero también para Colombia, enrumbada en ese proceso que ha denominado como “la paz total”, es precisamente cómo incluir a Venezuela en la conversación. Hoy varios colegas estamos tratando de resolver cómo pensar en esta propuesta de paz total relacionalmente, primero porque la frontera entre Colombia y Venezuela es amplísima y luego por este flujo de población y de rentas. También, porque los dos países tenemos tanto que aprender e intercambiar en término de nuestras historias de violencias, pero también en relación con los esfuerzos de construcción de paz y búsqueda de justicia. Entonces, es un desafío importante. Es un desafío muy complejo.

Manuel Llorens en Papel Literario: secuelas culturales de la violencia crónica

“Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura”

A comienzos de julio Caracas estuvo sometida a enfrentamientos armados que detuvieron la ciudad, cerraron la circulación por distintas zonas y mandaron a la gente en estampida, a buscar refugio. No mucho antes, en abril, bombardeos y enfrentamientos, entre grupos disidentes de la FARC y las Fuerzas Armadas venezolanas, fueron reportados en la frontera de Apure con Colombia.

Entre las imágenes que circularon por redes sociales los días de zozobra, pudimos observar mujeres con bolsos improvisados e hijos pequeños en los brazos tratando de huir de los enfrentamientos. A su vez, en dos semanas se reportaron hasta 5.000 personas que cruzaron apuradamente la frontera hacia Colombia desde Apure, intentando salvar sus vidas. Se trata de comunidades resquebrajadas por miedo, impotencia y dolor.

A los pocos días del enfrentamiento, en medio de las incursiones de la policía en el barrio, reportajes describieron a la Cota 905 como un vecindario fantasma, con algunos hogares vacíos, abandonados por familias que salieron despavoridas, así como casas habitadas pero silenciosas, esperando aterrados que un escuadrón tumbara sus puertas. Los que se atrevieron a hablar con la prensa lo hicieron en susurros. El ambiente es de terror sigiloso. El tiroteo terminó, pero la amenaza de la policía –la misma que ha ejecutado extrajudicialmente a miles de jóvenes en estos años–.


Se ha informado que, de aproximadamente 60 fallecidos a partir de los tiroteos, solo 6 han sido confirmados como miembros de las bandas delictivas. Los reportes de ejecuciones por parte de la policía a jóvenes en sus propios hogares, se asemeja a las múltiples denuncias detalladas en los informes de la Comisión de las Naciones Unidas. Pero además de la suma de horror estatal y el horror delincuencial, llama la atención las respuestas que publican las personas en respuesta a estas denuncias. Respuestas que minimizan el horror de las ejecuciones extrajudiciales acusando a distancia de que “seguramente eran malandros, no los vengan a defender ahora”. Algunos aplauden y aúpan la retaliación indiscriminada.

Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura.


En las investigaciones que venimos realizando uno de los focos ha sido comprender cómo la violencia crónica afecta a las comunidades, cómo transforma nuestros estilos de vida.

En una serie de estudios etnográficos realizamos observación y entrevistas en tres comunidades que han sido afectadas gravemente por la violencia. En primer lugar, trabajamos en Los Valles del Tuy, que es la zona en que aumentó a más velocidad el homicidio en los últimos años. En segundo lugar, investigamos la serie de linchamientos que sucedieron en la urbanización de Los Ruices a partir del 2015 y, finalmente, un sector de La Vega acosado por la violencia

Si bien es cierto que en cada caso las expresiones de violencia fueron muy distintas, hay semejanzas en varias consecuencias del funcionamiento de las comunidades. En Los
Ruices los vecinos nos contaron su impotencia y hastío ante la cantidad de robos que han padecido. Con ambivalencia hablaron del horror de presenciar linchamientos en las cuadras donde vivían tanto como la justificación de entender que era una reacción a la sensación de desprotección.

El desamparo vivido, acentuado luego de las protestas de 2014 en que la Guardia, junto a los colectivos armados, intimidaron a los residentes de la zona, aumentó la cohesión interna de Los Ruices y la desconfianza en las autoridades. Un grafiti apareció en la pared de una construcción que advertía: “Los Ruices se respeta”. Lo que condujo a que algunos miembros de la comunidad se organizaran y ejecutaran acciones de linchamientos. Un grupo se armó con bates y palos, movidos por la convicción de estar haciendo justicia, dispuestos a salir ante la señal de robo, para descargar su impotencia y frustración en el cuerpo del presunto victimario.

En La Vega, compartimos por tres años con varias comunidades que sufrían el acoso de varias pandillas rivales que ocupaban espacios contiguos en la zona. Los vecinos nos contaron el asedio constante, las muchas veces que se vieron atrapados entre fuego cruzado, las invasiones de las bandas de un sector a otro buscando venganza, la sensación continua estar vigilados por los grupos armados que colocan gariteros en las entradas y salidas del sector. Un vecino nos dijo, “yo trato de no saber mucho, no escucho, no veo”, para explicar como cualquier pedazo de información puede conducir a que se le señale de traidor o “sapo”.

En ese ambiente paranoico, la gente habla en susurros y mira de reojo, tratando de continuar con la vida. Una escuela maravillosa, conducida por unas monjas, funge de espacio de tregua e intenta negociar un poco de aire para respirar. En ocasiones se hacen los velatorios allí, para evitar que la banda contraria aproveche el ritual para asesinar a sus contrarios.

Pero aún más significativa es el hecho de que, como en Los Ruices, las opiniones de los vecinos sobre los jóvenes violentos son ambivalentes. A pesar del temor continuo que imponen, en un lugar carente de instituciones, un conocido violento, dispuesto a morir por proteger su sector, puede representar la versión más concreta de seguridad. En algunas de las conversaciones con niños que pudimos registrar, nos explicaban, refiriéndose a los malandros de su sector: “ellos nos cuidan, son buenos con nosotros,
nos dan comida”. La policía no hace mucho por cambiar estas percepciones. Los registros de continuas incursiones violentas que atropellan a justos por pecadores son reportados por todas las comunidades.

En Los Valles del Tuy registramos situaciones aún más dramáticas, de bandas terriblemente violentas que tienen acosada a la población, al punto de haber invadido algunas por completo y obligado a los residentes a abandonar sus casas. Una persona nos contó en una entrevista, “ya no tenemos vecinos, ya que todos decidieron huir”. Muchos espacios están controlados por alcabalas improvisadas que restringen las salidas y entradas. Todos refieren sentirse continuamente vigilados y temerosos de los actos de horror con que las bandas intimidan a todos. Una mujer desplazada de su sector nos contó que diez hombres armados llegaron a su casa, uno con una granada: “Estaba con mi esposo y mis hijos. Entré al cuarto y les dije ‘ay, hijos, nos vinieron a matar’”. Las comunidades nos transmitieron el terror continuo en que viven.

Viven en un péndulo constante entre la guerra y la paz. Por un lado, viven aterrados y desarrollan estrategias de sobrevivencia como las de un país en guerra, por otra, intentan continuar con sus rutinas como si todo fuera normal.

Pero los impactos en la convivencia y el funcionamiento de las comunidades son dramáticos. El miedo que hace que la gente hable en susurros y esté continuamente alerta a cualquier señal de amenaza, los cambios de horarios y rutinas para evitar los lugares y horas de riesgo, el aislamiento dentro de los hogares, el esfuerzo por enseñar a los hijos a desconfiar y a protegerse, el escepticismo en la bondad de los otros y la absoluta desconfianza en el Estado, así como la decisión de tomar la justicia en las propias manos apoyando los violentos locales, configuran patrones de vida que alteran profundamente la cultura.

Ignacio Martín-Baró, psicólogo social y sacerdote jesuita que estudió el impacto en la población de la Guerra Civil en El Salvador lo describió como trauma psico-social. El término subraya que los daños no se evidenciaban solamente en los individuos sino también en el tejido social. De todas las consecuencias nefastas que venimos describiendo, subrayemos dos particularmente preocupantes.

En primer lugar, Martín-Baró habló de la “militarización de la mente”. Se refería a las actitudes y creencias que se instalan en aquellos que crecen en lugares donde la violencia es la norma. Se refiere a la conclusión de que, solo recurriendo a la fuerza, solo respondiendo a la violencia con más violencia, se pueden resolver los conflictos. Una creencia que se expresa en la idealización del hombre fuerte, la exaltación de las armas, la celebración de la guerra. Lo militar termina arropando lo civil. El militarismo, que no se refiere al aparato militar, sino a las actitudes que sostienen una sociedad que enfatiza lo militar, se instala en la exaltación de la fuerza sobre la razón, el clamor por cuerpos de seguridad cada vez más férreos, el clamor de “ojo por ojo”, sobre la ética del cuidado.

Paradójicamente, el crecimiento de lo militar, no va de la mano de la instalación del orden que la fantasía militarista pregona. Como ha sucedido en otros países latinoamericanos y africanos, lo militar más bien va de la mano con el deterioro del estado de derecho y el abandono de amplias zonas del país. Es precisamente la lógica militarista la que deteriora la institucionalidad y deja al país a la deriva, dividido en feudos comandados por diversas fuerzas oficiales o paraestatales. Venezuela es prueba fiel del fracaso estrepitoso que ha representado la lógica militarista. Es la mano dura y no su falta la que nos metió en este lío.

Finalmente, la violencia conduce a la deshumanización. Los comentarios que alientan los operativos de violencia indiscriminada de la policía desprecian el terrible sufrimiento de los miembros de esas comunidades, colocando a todos sus miembros en el mismo saco estigmatizado. Provocan una herida doble, a la de sufrir los horrores de la violencia le suman la deshumanización de desconocer las injusticias padecidas.

Estas consideraciones, que podrían lucir lejanas de una publicación cultural, no lo son ya que la lucha por la palabra, es una tarea de resistencia, una apuesta a una cultura basada en la ciudadanía, es un esfuerzo crucial para rehumanizarnos y resistir al militarismo que nos han impuesto. El arte es el cultivo de la imaginación, de la posibilidad de pensar el mundo desde ojos ajenos, puede ser un ejercicio de empatía. Ante estos ciclos terribles de violencia que se han instalado en nuestra cultura, necesitamos de ciudadanos, escritores y políticos como Andrés Eloy Blanco, que, confrontado con los horrores de la violencia y el militarismo que padeció en carne propia, respondió con su
“Canto bajo el olivo”:

Por mí, ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí,
no derramar ni la sangre
que cabe en un colibrí,
ni andar cobrándole al hijo
la cuenta del padre ruin
y no olvidar que las hijas
del que me hiciera sufrir
para ti han de ser sagradas
como las hijas del Cid.

Verónica Zubillaga en Cinco 8: La guerra con las bandas no ha terminado

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció recientemente una entrevista al portal digital Cinco 8, sobre la lógica bélica con la que se ha asumido la gestión de la seguridad en el país.

Las redes sociales son útiles para denunciar cosas pero también sirven para otros propósitos, y los gobiernos lo saben, así como los delincuentes y los que cometen crímenes con uniforme y credencial. En Venezuela se ha vuelto frecuente que se viralicen videos de delincuentes exhibiendo su poder de fuego, y al día siguiente imágenes en las que esos mismos hombres aparecen muertos, con la etiqueta de “abatidos” encima. Es fácil constatar cómo los cuerpos de seguridad reciben elogios en los comentarios, y no necesariamente de bots o trolls en nómina, sino de ciudadanos comunes que aplauden a los oficiales por aplicar lo que la legislación venezolana no permite: la pena de muerte.

Eso ocurrió con el video reciente de una ejecución, hecho con celular por una persona oculta tras un muro, en el que se ve con claridad brutal cómo dos agentes con pasamontañas ejecutan a un joven encadenado en un barrio. Hubo más aplausos que condena. Poco después, se difundió un audio en el que un oficial explica —como si explicara cómo armar una mesa o preparar una tortilla— cómo matar a alguien sin dejar evidencia. Importante esto último, porque, por más que sea, las Naciones Unidas y las ONG están mirando. Por más que sea, hay un supuesto proceso de negociación en México por el que el régimen de Maduro quiere aliviar sanciones.

Como recuerdan Keymer Ávila y Manuel Llorens en un artículo para Caracas Chronicles, esas ejecuciones rondan las cuatro mil por año, según las cifras que a partir de fuentes oficiales maneja la oficina de la Alta Comisionada Michelle Bachelet. Claro, se sabe que estas cosas tienen historia. Que las ejecuciones extrajudiciales por “resistencia a la autoridad” han ocurrido siempre y que en la era chavista prosperaron, por ejemplo, los “grupos de exterminio” de policías en varias partes del país. Lo que sí es nuevo es la proporción de muertes a manos del Estado y el poder armado y territorial de las mayores bandas criminales y los grupos de civiles armados. 

Alguien que puede explicar con detalle los patrones detrás de estos fenómenos, porque lleva años investigándolos, es Verónica Zubillaga.

De zona de paz a zona de guerra

Profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar con un doctorado en Sociología de la universidad de Louvain en Bélgica, Zubillaga es cofundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, Reacin. Tiene tiempo diciendo que cuando se derrumba la capacidad del Estado para manejar la exclusión social, la conflictividad y el crecimiento de la criminalidad, el gobierno de Maduro opta por una respuesta de mano dura que termina fortaleciendo a los grupos criminales y torna al Estado en un agente fundamental de violación de derechos humanos. 

Es un círculo vicioso. Un Estado que no crea oportunidades de inserción educativa y económica para los jóvenes pobres, y que estimula las economías criminales, reacciona a la criminalidad con violencia extrema. Y las bandas criminales que absorben a esos jóvenes se arman para defender sus negocios ilegales y sus territorios con más violencia extrema. 

Esta investigadora ha conectado la teoría acumulada en el mundo sobre la relación entre gobiernos y grupos criminales —las muchas experiencias en América Latina de respuesta armada en nombre de la guerra contra las drogas que terminan intensificando la conflictividad y la exclusión que alimenta esa violencia— con el trabajo de campo en las comunidades, creando sus propios marcos de interpretación para nuestra realidad. De eso está lleno el libro que editó con Manuel Llorens en 2020, Dicen que están matando gente en Venezuela: violencia armada y políticas de seguridad ciudadana (Editorial Dahbar), que contiene historias de la gente que intenta sobrevivir en ese entorno de continuo sometimiento a quien lleva el rifle de asalto. 

Sobre el fenómeno de las megabandas y en particular de la de alias El Koki en el suroeste de Caracas, mucha gente cree que los gobiernos chavistas armaron a las bandas para reprimir o someter a la población, y ahora no hallan cómo controlarla, y otra gente cree que estas bandas fueron armadas por la oposición para resistir al gobierno. ¿Son mitos? 

Verónica Zubillaga dice que el crecimiento de las bandas es sobre todo producto de decisiones que se fueron tomando en el camino, no el producto de un plan sistemático del gobierno, y que ha ocurrido en otros países.

Las políticas de “Mano Dura” y “Mano Súper Dura” como las llamaron oficialmente en El Salvador contribuyeron al efecto no esperado de la reorganización y fortalecimiento de las maras. Y en México, la militarización de la “guerra contra el narco” estimuló actos de violencia extrema por parte de las bandas en su competencia interna o su conflicto con el Estado. 

En Venezuela, luego de una reforma policial inconclusa que incluyó un proceso de consulta con la población y las expectativas truncadas de al fin tener en este país una policía respetuosa de los derechos humanos, en 2009 comienza una fase de encarcelamiento masivo con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. Eran los tiempos en que el general Benavides decía que “el destino de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra”. En dos años se duplicó la población carcelaria, que alcanzó las cincuenta mil personas en 2012, y vino la pérdida de control de las prisiones, las bandas carcelarias, el nuevo vocabulario protagonizado por los “pranes”, y también la lógica económica, sumamente lucrativa, de las prisiones llenas de jóvenes que sabían que tarde o temprano llegarían a ellas y se venían preparando. “El Estado social se reduce y el Estado penal se amplía”, dice Zubillaga. “Una enorme población juvenil no tiene dónde insertarse, porque los jóvenes son los grandes huérfanos de la revolución: no hubo misiones para ellos en el período dorado de las misiones”. 

Zubillaga, con su colega estadounidense Rebecca Hanson, trabaja en la tesis de que mientras en El Salvador el experimento de las zonas de paz y los pactos con las maras requirieron la participación de varios actores del sector público y privado, nacionales e internacionales y lograron la reducción coyuntural de los homicidios, en Venezuela fueron la iniciativa de un solo sector del gobierno, sin ninguna coordinación con otros sectores, y generaron oportunidades para crear alianzas entre jóvenes que se pretendía alejar de la delincuencia. Según la investigadora, “aquí se cedió la soberanía territorial a estos grupos, sin seguimiento”. Los policías seguían entrando a las zonas de paz para actividades de extorsión. A las armas que ya tenían, las bandas sumaron las que provienen de la distribución de armas que se hizo entre algunos actores en las comunidades para defender al gobierno en caso de un alzamiento, con el pretexto de la amenaza de invasión extranjera, y las que llegaron mediante el mercado negro que ofrece municiones hechas en Cavim o pertenecientes a los cuerpos policiales. 

Cuando el plan de las zonas de paz fracasó y en 2015 el gobierno viró hacia la guerra con un nuevo operativo de seguridad cuyo nombre es prácticamente una declaración bélica, Operación de Liberación del Pueblo, las bandas de la zona centro-sur-oeste de Caracas crearon una alianza contra las fuerzas de seguridad. Sabían que tenían cómo defenderse.

La necropolítica: política de la muerte

La OLP se estrenó con una incursión en La Cota 905 que dejó 14 muertos y unos 200 detenidos. Luego siguió por el resto del país. “La OLP fue nefasta”, dice Zubillaga. “Dos años de policías invadiendo estas zonas, violando masivamente todo tipo de derechos. Hubo matanzas de jóvenes, robos masivos en las comunidades. Cuando en 2017 Luisa Ortega rompió con el gobierno, dijo que en 2016, el año más violento de nuestra historia, el 21 por ciento de las muertes violentas las habían causado agentes policiales. El concepto de necropolítica de Achille Mbembe me pareció más que sugerente: el mismo Estado decreta a parte de su población como enemigo interno y se dedica a matar sistemáticamente. La militarización de la seguridad, como una matriz para entender la realidad, dentro de la cual Maduro explica y activa la OLP como una forma de contrarrestar, dice él en su discurso, el paramilitarismo que atenta contra la revolución, es un claro ejemplo de necropolítica”. 

En el marco del lanzamiento de la OLP se etiqueta a estas comunidades como  “corredores de la muerte”, categoría estigmatizante con la que jefes chavistas como el expolicía Freddy Bernal definen esos laberintos de ciudad informal en los que operan las alianzas de las bandas para justificar que se trata de zonas a las que hay que entrar a matar. 

Ya no es aquella vieja policía que encarcelaba hombres pobres sin razón, en nombre de la ley de vagos y maleantes, ni siquiera del encarcelamiento masivo de los años previos: ahora van a ejecutar.

“Un policía me dijo que se había comenzado a eliminar porque se pensaba que las prisiones solo hacían que los delincuentes salieran de ahí más poderosos”, dice Zubillaga. En un artículo que escribió con Rebecca Hanson, Zubillaga describe este proceso como un paso del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: el gobierno decidió que no bastaba arrojar gente en masa a cárceles hechas para castigar; ahora había que matar en masa. 

La gobernanza criminal

En 2017 se hizo evidente el fracaso de las OLP para erradicar las bandas. En medio de la intensa conflictividad política de ese momento, se abrió un período de nuevos acuerdos entre sectores del gobierno y los jefes de la Cota 905. Pero esta vez, con otros funcionarios de gobierno y mayor unificación estatal, se logró forjar una cohabitación estratégica con las bandas de la zona centro-sur-oeste. “Una vez que pactaron con sectores del gobierno, dejaron de cometer crímenes espectaculares y que generan pánico social, como el secuestro, para concentrarse, con la tolerancia oficial, en actividades ilícitas que produjeron rentas importantes como el microtráfico de drogas o la extorsión. En ese contexto, el negocio floreciente del tráfico de drogas no generaba competencia entre bandas y los acuerdos con gente del gobierno también redujeron los enfrentamientos con la policía”. 

Durante la gobernanza de la banda, en la Cota 905 no se permitía robar al vecino ni el abuso sexual. “Las bandas regulan su propia violencia y la vida social en las comunidades. Los vecinos te dicen que en la Cota 905 o en el 23 no te roban como sí te roban en Altamira. Por eso hablamos de gobernanzas criminales por el poder real y la capacidad de regular la vida social en sus comunidades”. Desde entonces, las bandas y los grupos armados ejercen un tipo de dominación territorial y social, como la que decían tener los colectivos en el oeste de Caracas y antes de eso las guerrillas; una gobernabilidad forjada a punta de un despotismo armado, que hoy se aplica en varias ciudades venezolanas, y en regiones valiosas para el tráfico de oro, de drogas y de personas, en sitios tan diversos como El Callao, San Antonio del Táchira o el Alto Orinoco. Han aprovechado el retiro del Estado para controlar un territorio como base de operaciones de su economía criminal y espacio de protección, es decir, como un feudo. Ahí, las bandas son un poder que actúa en asociación coyuntural, o en confrontación con agentes del Estado. 

Mientras, tanto en la percepción de la gente como en las cifras, se advierte un descenso en los homicidios en Venezuela en relación con años anteriores. Pero ¿es a causa de las ejecuciones?

Verónica Zubillaga coincide en que, en efecto, desde 2017 han descendido las cifras anuales de muertes violentas, pero esta tendencia no es el producto de una política de seguridad ciudadana.

El primero de los factores es la migración, que ha extraído del país tanto dinero como jóvenes que podrían ser reclutados por las bandas. El segundo es la articulación y organización entre los grupos armados con jefaturas reconocidas, así como una racionalización de la violencia. “No es que la violencia haya desaparecido, sino que es una más organizada y dirigida. Por esto han disminuido los casos de ‘resistencia a la autoridad’, pero siguen siendo horrorosos como se ve en el video y el audio que circularon en días pasados. Los reportes internacionales de DDHH han hecho más visible la magnitud de la violencia policial en las comunidades de los sectores populares. Han contribuido a poner cierto freno, si se quiere. En vez de la OLP, hay una violencia igualmente letal, pero más apuntada como la de las FAES. Es más dirigida, no de tierra arrasada”.

Porque el colapso económico, la migración, la minería, la dolarización y el deterioro que se acumula por las sanciones, han alterado el mapa de las economías criminales. Negocios como el secuestro ya no son tan rentables, advierte Zubillaga, mientras que se pluralizan los actores armados organizados en la ciudad de Caracas: bandas libres, bandas carcelarias, grupos armados compuestos de militares o policías, o colectivos.

Mientras tanto, hay caraqueños desplazados por la violencia, zonas enteras controladas por las bandas en la costa mirandina o Paria, y una relativa, tensa y frágil calma en Petare o la Cota 905 que no sabemos cuánto puede durar. 

El quiebre de los pactos

Las bandas no se conformaron. Querían más tierra. Y el pacto colapsó. “Los intentos de expansión del control territorial por parte de la banda llevaron a enfrentamientos con bandas de otros sectores que no se quisieron doblegar, como en La Vega. La continua provocación por parte del liderazgo de las bandas de la Cota produjo la ruptura de los acuerdos con el gobierno”. Y así llegamos a la situación de hoy, que favorece esas batallas de días en la Cota 905 o en Petare, o en pueblos de los llanos y de Oriente, entre fuerzas de seguridad y bandas, con armamento de guerra. 

Fue el quiebre de los pactos entre las bandas y la policía lo que desembocó en la irrupción armada de la policía de julio, que arrasó con las comunidades y obligó al desplazamiento de los líderes. Por eso parece que alias El Koki está en Colombia. “Sin embargo —advierte la investigadora—, con la sola presencia policial y sin políticas sociales para atender a la población de esa zona tan golpeada, es predecible que surjan de nuevo bandas que se enfrenten entre sí. Es fundamental apoyar el trabajo de organizaciones que hacen vida en la comunidad para restituir el tejido social y otorgar oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes. Hay, además un gran trauma entre la población. El Estado debe pedir disculpas y reparar tanto daño causado”.

Verónica Zubillaga es clara: los factores que alimentan el círculo vicioso de rearme y enfrentamiento entre cuerpos de seguridad y bandas no han desaparecido. Y manda un mensaje que debería llegar a aquel hotel en México: “La cualidad y el horror de la violencia policial sigue allí. Por eso es urgente comenzar a pensar y a conversar sobre formas de justicia y reparación a las víctimas, punto además que actualmente forma parte de los acuerdos de entendimiento entre el gobierno y la oposición”.  

Keymer Ávila y Manuel Llorens: Katábasis, un retrato de las profundidades de nuestro infierno

“We lived happily during the war.

And when they bombed other people’s houses we,

protested,

but not enough, we opposed them, but not

enough.”

Ilya Kaminsky

Observamos un pasillo a unos diez metros de distancia. Funcionarios uniformados sostienen a un hombre por ambos brazos, su cuerpo cuelga. Es un pasillo sucio en un entorno precario. Lo vemos desde atrás. Unos metros más allá, lo que parece ser otro policía uniformado observa. Está frente a la cámara pero no sabe que lo están filmando. La mano que sostiene la cámara del teléfono tiembla. Después de unos segundos de suspenso, suena un disparo y el cuerpo se derrumba sobre sí mismo. Se ha ejecutado a un hombre frente a la cámara. Las imágenes son repugnantes. Es un asesinato premeditado, a sangre fría de un joven, aparentemente pobre, completamente rendido, cometido por un grupo de policías que dominan la escena.

Un asesinato que se asemeja a las miles de denuncias de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela. El informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, por ejemplo, utiliza distintas fuentes oficiales para concluir que las fuerzas de seguridad han ejecutado a miles de civiles al año (5.995 en 2016, 4.998 en 2017, 5.287 en 2018). Muchos de esos asesinatos fueron clasificados como enfrentamientos con la policía o “resistencia a la autoridad”, sin embargo, los testigos describen muchos episodios como el del video, donde los jóvenes fueron sacados arrastrados de sus casas y ejecutados a quemarropa frente a familiares y vecinos. Por su parte, el informe de la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, detalla página tras página actos aterradores y asesinatos flagrantes a sangre fía de jóvenes presuntamente delincuentes -y de otros que no lo eran-, realizados sin previo juicio, juez, ni pruebas.

Es difícil leer el informe, igual que lo es observar el video. Pero el descenso a los infiernos va un paso más allá, si leemos los comentarios de los ciudadanos comunes a los hilos de Twitter que reportan las ejecuciones. “No creo que los asesinados fueran ‘inocentes’. Mi respeto a los policías”; “en mi opinión es un malandro menos para la sociedad y perdóname pero no se puede pedir por sus derechos humanos”; “si fue una rata, entonces felicitaciones a esos nobles policías”, y así.

Informes del hecho reportaron que el ciudadano asesinado, de nombre Dimilson Guzmán, fue detenido por una comisión de la Policía Nacional durante un operativo en los Valles del Tuy, donde ha sucedido el mayor incremento de homicidios en los últimos años. Supuestamente, era miembro de una pandilla local. Los reportes iniciales describieron el evento, como suele ocurrir, como un “enfrentamiento”.

Unas horas más tarde, para empeorar todo, un ex-fiscal publicó en su cuenta de Twitter un audio de un oficial de policía comentando el video. En él, el presunto oficial describe con voz didáctica y tranquila, sus impresiones sobre los errores cometidos por la policía, no refiriéndose a su violencia, sino a su torpe manejo del procedimiento para encubrir las pruebas de la ejecución, sugiriendo la capacitación sistemática de agentes de seguridad en el asesinato de los detenidos.

El fiscal general, Tarek William Saab, informó de inmediato sobre la detención de los agentes de policía implicados en el asesinato. Aplaudiríamos la actuación veloz si no hubiese un déficit tremendo de investigaciones en casos previos. En diversos trabajos hemos denunciado cómo una tercera parte de los homicidios que ocurren en el país son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. ‘Monitor de Víctimas’, un proyecto que está recopilando los detalles de los homicidios, informa que los asesinatos cometidos por las fuerzas de seguridad son, de hecho, en la actualidad, la principal causa de asesinatos en Caracas. Si este fenómeno se contrasta con la situación de otros países de la región, Venezuela se encuentra entre los primeros lugares, teniendo más muertes por intervención de la fuerza pública, en números absolutos, que Brasil, que tiene siete veces más población.

Este es, lamentablemente, un evento bastante común en nuestro infierno. Es difícil no creer que esto haya conducido a una investigación y a arrestos porque la filmación llegó a las redes sociales. El número de asesinatos policiales es descomunal, al igual que la falta de respuesta institucional.

Vale la pena también contrastar la falta de indignación y hasta felicitación que realiza parte de la opinión pública en nuestro país, con la indignación y protestas colectivas surgidas a raíz de los asesinatos policiales en EE.UU y Colombia. Quizás así podemos entender lo mucho que la violencia se ha infiltrado en nuestra cultura, desensibilizándonos ante el sufrimiento ajeno. Mostrando como, no solo nuestras instituciones están pervertidas, sino que nuestra pérdida de coexistencia pacífica ha naturalizado el horror, de manera que minimizamos su gravedad con tres líneas de superioridad moral e hipótesis de mundo justo en una publicación por Twitter. Ciegos ante el hecho de que los molinos de viento del autoritarismo, el militarismo y los abusos de las fuerzas de seguridad son impulsados por el apoyo a estos actos cotidianos de horror.

El video tembloroso es un retrato de las profundidades de nuestro infierno. No es un espectáculo amable. Pero clama, venezolanos y ciudadanos del mundo, por nuestra indignación, nuestro horror, nuestra reacción.

Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga en SIC: la expresión trágica de la mano dura y sus contradicciones estructurales en la Cota 905

En días recientes nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga compartieron sus ideas y reflexiones para la Revista SIC, sobre los hechos de extrema violencia que tuvieron lugar en la Cota 905, La Vega, El Paraíso y zonas aledañas.
Compartimos este análisis, escrito a cuatro manos, y hecho sobre la base de estudios e investigaciones gestados en nuestra red.

Para muchos habitantes del oeste de Caracas, el 7 de julio quedará grabado como uno de esos hitos trágicos que la violencia armada ha impreso a la fuerza en la memoria. Los estruendosos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad del Estado venezolano y los integrantes de la banda de crimen organizado arraigada en la Cota 905 irrumpieron en la precaria cotidianidad de la ciudad sembrando la zozobra, el pánico y la muerte. No era el primer enfrentamiento que tomaba por asalto la rutina diaria de los habitantes de zonas como La Cota 905, El Paraíso, El Cementerio, Quinta Crespo o La Vega. Pero esta vez algo parecía haber cambiado. Ya no era la banda haciendo un performance de su poder de fuego retando al Estado. En efecto, algo cambió ese día. Aún cuando la masacre de la Vega precedió esta operación, esta vez las fuerzas del orden, bajo el comando de la ministra Meléndez, tomaron masivamente al barrio, demostrando en su turno su abrumador poder de fuego en lo que días después conoceríamos como “operación Gran Cacique Guaicaipuro”.

Un nuevo operativo que tendría resultados similares a los que tuvo justo cinco años antes, el operativo conocido como Operación de Liberación del Pueblo (OLP), en julio del año 2015, también en la Cota 905: una nueva masacre perpetrada por el Estado, esta vez con un mayor número de víctimas y la evasión de los líderes de la banda de crimen. De nuevo expresiones como: “elementos hamponiles neutralizados”, “paz recuperada”, “influencia paramilitar eliminada”. Pero, ¿por qué luego de 5 años el Estado decide entrar nuevamente en La Cota? ¿No era La Cota una zona de soberanía recuperada sujeta a los cuadrantes de Paz? ¿Qué ocurrió en el trascurso de 5 años para que una banda armada tomara el control de diferentes barrios de la ciudad?

La mano dura y sus contradicciones estructurales

El 7 de julio fuimos testigos, una vez más, de la ferocidad y el elevado costo humano de los constantes enfrentamientos en la Cota 905. Solo en este año se han presenciado al menos cinco enfrentamientos que reportan heridos y muertos, ya sea directamente por participar en los enfrentamientos o por las balas perdidas. Este espectáculo y esta zozobra vivida nos puede hacer pensar que estamos sumidos en “un estado de descomposición único en la región”. Pues bien, una mirada a la región nos revela que el fenómeno del fortalecimiento y control territorial y armado de las bandas de crimen organizado se encuentra en numerosos países. De la revisión de algunas de estas experiencias podríamos aprender a comprender nuestro malestar como único y a su vez compartido por otros, así como otras lecciones.

Algunos de los ejemplos más dramáticos de este dominio territorial ocurren en países como Brasil y El Salvador, países que como Venezuela han aplicado políticas de mano dura. En Brasil encontramos una de las más significativas expresiones de lo que científicos sociales han denominado gobernanzas criminales: “la imposición de reglas o restricciones sobre el comportamiento de la gente por una organización criminal”a manos del Primer Comando do Capital (PCC). El PCC es una compleja y sofisticada red criminal originada en las prisiones de Sao Paulo. El dominio y control que el PCC ha logrado instaurar en ciudades como Sao Paulo, y luego su extensión hacia otras regiones del Brasil, especialmente en las favelas, ha llegado a hitos significativos de demostración de poder como la reducción de los homicidios en la ciudad, anunciado por ejemplo paros armados o severas sanciones para criminales que se propasen de su dominio.

Un itinerario similar lo ha vivido el Salvador. El fortalecimiento de los grupos criminales conocidos como “las Maras” se vincula también, como en Venezuela y Brasil, con las políticas de mano dura que comprendieron el encarcelamiento masivo, la pérdida de control de las prisiones y la conformación de grupos criminales de organizaciones más sofisticadas2. En este país también se hicieron públicas las negociaciones que el gobierno, con participación de la Iglesia y el apoyo de la Organización de Estados Americanos sostuvo con representantes de la Mara Salvatrucha (MS13) para reducir las muertes violentas en las principales ciudades del país centroamericano. El pacto, si bien polémico, de hecho, logró reducir de manera significativa las muertes. Este pacto se vio truncado posteriormente por el cambio de autoridades, pero dejó muchas lecciones y abrió posibilidades.

En Venezuela, pasamos de una etapa de encarcelamiento masivo, llegando a tener elevadas cifras de encarcelamiento de poblaciones jóvenes y empobrecidas, que terminó por generar fenómenos como las sofisticadas organizaciones criminales en los centros penitenciarios. Los reclusos se organizaron cada vez más para obtener recursos –rentas– armas y poder construir operaciones más sostenibles, en confrontación, pero también con la colaboración de agentes de las fuerzas del orden quienes resultan socios en la distribución de armas, municiones y ganancias.

En el año 2015, como hemos mencionado, con la OLP, la política de seguridad dio un viraje al pasar el encarcelamiento masivo a matar impunemente3. El perfilamiento de las víctimas fue similar: hombres jóvenes, morenos, de sectores populares, con antecedentes penales. En este viraje también se perfilaron y definieron territorios con una mayor carga estigmatizante para poder invadirlos y saquearlos impunemente: Los “corredores de la muerte” fue el nombre atribuido a toda esta cadena de barrios que, precisamente en días pasados fue de nuevo tomada. Ante esta avanzada del Estado, el mundo criminal también reaccionó. El Estado se convirtió en enemigo. Así surgieron bandas fortalecidas, con vínculos con el mundo carcelario, a través de pactos internos en diferentes barrios para hacer frente al “enemigo”.

Las políticas llevadas a cabo intermitentemente, conocidas como “Zonas de paz”, fueron una mala puesta en escena de pactos con las bandas para su pacificación. Estas políticas, si bien pueden ser prometedoras en términos de producir una reducción sustantiva de homicidios, en el marco de un Estado fragmentado, fueron un fracaso. Primero porque tolerar a las bandas criminales y ceder espacios para el establecimiento de sus “gobernanzas criminales”, implicó una renuncia por parte del Estado a la soberanía territorial y a sus obligaciones en términos de políticas sociales y de seguridad humana hacia la población ¿cómo explicamos que grupos armados impongan toques de queda, repartan alimentos e, incluso, impongan medidas de cuarentena si no es a partir de esta renuncia del Estado de asumir sus funciones más básicas? Segundo porque con fuerzas policiales y militares fragmentadas y enfrentadas entre sí, las bandas de crimen organizado siguieron proveyéndose de municiones y armas pesadas por parte de elementos de las fuerzas del Estado, y agentes de estas fuerzas persistieron en sus incursiones de extorsión a las mismas bandas.

Vistos en su conjunto, las políticas de mano dura revelan sus contradicciones estructurales. Así como Marx, digamos de manera casi jocosa y muy simplificada, decía que el capitalismo llevaba de manera inherente una profunda contradicción, puesto que, al reunir al proletariado hambriento en fábricas, esta reunión y la toma de conciencia de su situación e identidad, les llevaría inevitablemente a la revolución, la mano dura también conlleva esa contradicción en sus entrañas. Con esta misma lógica dialéctica, la concentración en prisiones de hombres empobrecidos y entrenados en armas, sin alternativas para vidas alternativas y de respeto, les llevará a su alianza y rebelión armada frente a los gobiernos que los encarcelan, cuyos policías corruptos facilitarán las armas para esa rebelión. Rebelión que, de paso, no tiene visos políticos: las bandas no quieren tomar el Estado, quieren tener el control territorial para el manejo e incremento de sus rentas. Las políticas de mano dura, una y otra vez demuestran su fracaso y sus trágicas contradicciones en el continente.

Injusticia estructural y zozobra: un país que clama por convivencia pacífica y la recuperación del Estado social y de derecho

Fuente: Federico Parra / AFP

En el tratamiento discursivo de los enfrentamientos por parte de voceros del Gobierno operan unos mecanismos que, inicialmente, buscan negar toda la responsabilidad estatal, no solo en la negligencia histórica en la búsqueda de responsables en el seno del Estado por la fuga de municiones producidas por las industrias militares venezolanas, o por armas como granadas que terminan en la dotación armada del grupo criminal, sino también en la desatención histórica de los jóvenes de los sectores populares. Desatención por la cual la pertenencia a una banda armada sigue siendo una alternativa para los jóvenes. Se presentan los enfrentamientos como producto de una eventualidad espontánea y no como resultados de la cadena de decisiones estatales que producen los malestares sociales que se simbolizan en un joven de 14 años disparando un fusil.

Por otro lado, observamos nuevamente, tal y como ocurrió con los operativos OLP en el año 2015, que más allá de los operativos policiales militarizados no existió ninguna política de seguimiento a los hechos ocurridos. ¿Mejoró la presencia del Estado en las zonas “recuperadas” en principio por la OLP? ¿Se siente la población realmente más incluida en una sociedad más justa y equitativa? Luego de la militarización de La Cota 905 hemos contemplado la extensión de la militarización de la ciudad, siendo testigos, una vez más, de relatos de abuso policial y uso excesivo de la fuerza letal contra la población.

Esta ambivalencia del Estado para con los sectores populares, caracterizada por una presencia ausente: presencia policial y ausencia de políticas sociales, sigue afirmándose como el patrón histórico de relación entre el Estado venezolano y las poblaciones cada vez más precarizadas, en un contexto de emergencia humanitaria compleja acentuado además por la imposición de las sanciones económicas.

¿Cómo dar respuesta a la injusticia estructural que no es incorporada como prioridad de Estado? Si bien muchos venezolanos vieron en la elección de Hugo Chávez una posibilidad de saldar esas deudas, el escenario actual es de una profunda fragmentación de la presencia del Estado en los sectores medios y populares, con el aumento de las brechas para alcanzar mínimos de igualdad social.

Las políticas para lidiar con la violencia estructural que se traduce en la violencia institucional concentrada en los sectores populares, así como las consecuencias de la prevalencia de las armas de fuego en la sociedad venezolana deben girar en diferentes órdenes. En el diseño de estas políticas también podemos aprender de las experiencias de otros países para adaptarlas a nuestras particularidades: la instauración de procesos de justicia transicional; la desactivación del enfoque y las políticas de mano dura; programas de desarme, desmovilización y reintegración para los más jóvenes; las posibilidades de reparación a las víctimas de la violencia; los escenarios de búsqueda de justicia y verdad en un contexto de violencia armada.

¿Puede un país volver a una senda de pacificación con los actores armados y de recuperación de las garantías democráticas? ¿Hacia dónde ir con los actores armados estatales y no estatales?

Este viraje en el enfoque implicaría comenzar por reconocer el nefasto impacto de las políticas de mano dura, que, junto con la corrupción de las fuerzas policiales y militares, han contribuido a la alianza y mayor armamento de los grupos criminales para responder a la guerra. Aprender asimismo de las políticas de reducción de daños, que apuntan a fortalecer el tejido social e introducir oportunidades de inclusión en las comunidades para evitar que más jóvenes se integren a estas bandas, así como una mayor profesionalización de la policía. Esto último implicaría colocar el foco en el mejoramiento sustantivo de la investigación criminal y la intolerancia contra los crímenes más graves como el homicidio. Exigiría además el mejoramiento de las condiciones laborales, así como la premiación a los agentes por la reducción de homicidios en las zonas bajo su vigilancia, como fue la política del Pacto por la Vida en Pernambuco Brasil.

El desmantelamiento de las políticas de mano dura, implica también el examen profundo de la tradición de abuso sistemático de la fuerza letal por parte de la policía, de ahí la pertinencia de apostar por procesos de justicia transicional. Originados en contextos post-autoritarios4, los procesos de justicia transicional intentan hacer frente a los abusos del pasado, al tiempo que generan mecanismos para evitar su repetición. La investigación comparativa5 destaca la importancia de los procesos de justicia transicional para garantizar la seguridad ciudadana en los países que pasan de regímenes autoritarios a democracias. Muestran que en los países donde no hubo un proceso serio de justicia transicional que abordara a los grupos violentos que permeaban o que eran tolerados por el Estado, se produjeron epidemias de violencia al mantenerse estos grupos articulados y romperse los acuerdos básicos que contenían la violencia. Este fue el caso de Brasil, El Salvador y México. En cambio, Bolivia, Chile y Perú ­–donde se establecieron sólidas comisiones de la verdad– presentan los índices más bajos de muertes violentas de la región.

La consideración sobre los actores armados no estatales es relevante para la construcción de la convivencia pacífica. Los actores armados son sujetos que han logrado ciertos capitales simbólicos a través del ejercicio de la violencia. Cualquier iniciativa orientada a la reducción de daños debe reconocer este poder de los actores armados en sus territorios. El Estado a través de un proceso institucionalizado de penetración de programas sociales de inclusión que impliquen la coordinación de educación, fomento de actividades productivas y de salud debe recuperar su presencia social en las comunidades. Los programas de desarme, desmovilización y reintegración han sido implementados en otros países, son apuestas complejas que implican la coordinación interna en el Estado, la participación de las comunidades y la reflexión sobre las propias identidades armadas. Pero ello sólo puede llevarse a cabo en un contexto donde existan pactos institucionales por la coordinación entre las instancias del Estado; la abdicación de la militarización de la política (y de la vida social en su conjunto) y la renuncia a la exaltación del uso de las armas, con miras a la recuperación de los valores democráticas, así como el establecimiento del valor de la vida y de la integridad física de las personas como prioridad. Las organizaciones sociales y el tejido social comunitario tenemos un intenso desafío al apostar por este fortalecimiento de nuestros lazos en un contexto de militarización extendida, pero esta sería la apuesta para estar preparados y “enredados” en un tejido social más sólido para cuando ocurra una transición formas democráticas de convivencia.

La consideración sobre las víctimas de la violencia será un insumo relevante para la reconstrucción del tejido social fracturado y la recuperación de la confianza en las instituciones. En un Estado cuyas fuerzas policiales han sido responsables de masivos abusos y la industria militar es la encargada de producir las balas y municiones, las víctimas necesitan en su historia personal el esclarecimiento de la verdad sobre su pérdida y la posibilidad real de reconstruir su vida. Los procesos de reparaciones a víctimas en América Latina dan testimonio de la necesaria tarea de recomponer el tejido social para alcanzar la convivencia política y social.

Para la consolidación de una convivencia pacífica será necesaria la incorporación de estas tareas de Estado con la participación de la sociedad en su conjunto en la discusión pública. La construcción de una política partiendo de lugares compartidos, de exámenes de verdad y justicia, y de la incorporación de los habitantes a la ciudadanía, en lugar de la aniquilación, tendrían que ser las discusiones centrales y existenciales de los factores políticos para la recuperación democrática.

Verónica Zubillaga en Provea: “El fracaso de la reforma policial condujo a la implantación de una necropolítica”

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció en días recientes una entrevista a Provea, a propósito de cumplirse 15 años de la creación de la Conarepol (Comisión Nacional para la reforma policial) que, bajo el objetivo de instaurar un nuevo modelo policial, constituyó un espacio heterogéneo y con incidencia de diversos sectores del país.

Pero esta iniciativa que, en primera instancia, permitió vislumbrar un camino de progreso, terminó por ser un proyecto fallido.

Zubillaga, en el trabajo a continuación, repara en las razones del fracaso de la Conarepol, y en la manera en que ha mutado el contexto desde su creación hasta la actualidad: un país en el que urge la implementación de políticas públicas que permitan efectos sostenidos en materia de seguridad ciudadana.

A 15 años de creada la Comisión Nacional para la Reforma Policial, no solo hay que hablar de su aborto, sino de una terrible regresión e incluso vigorización de la tradición militarista. Para Verónica Zubillaga, profesora de la USB, investigadora social y miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), el mayor desafío actual lo representa la imbricación de las instituciones oficiales con grupos armados para-estatales.

Crear consenso social en materia de seguridad ciudadana y, en consecuencia, generar políticas públicas que se sostengan más allá de los vaivenes partidistas, es un desafío en muchos sentidos mayor que el enfrentado, por ejemplo, en otros asuntos trascendentes como la salud o la educación. Es así porque, al hablar de temas como la delincuencia, los expertos tienen que enfrentar dificultades y resistencias especialmente refractarias, ya sea para persuadir a los políticos y provocar la necesaria voluntad política, como para hacerse comprender en muchos sectores de la población.

Poco importa, por ejemplo, que la criminología ofrezca todas las pruebas de que una política enfocada en la “mano dura” contra el delito haya demostrado ser ineficaz, y que incluso resulte contraproducente al propiciar que las bandas criminales crezcan en tamaño, organización y pertrechos. La noción de que el problema es una guerra y que por tanto solo se puede ganar a cañonazos, siempre estará allí, más aún en países que como Venezuela lastran una tradición militarista, ahora repotenciada. Otro tanto podría decirse del falso dilema que para muchos existe entre un régimen garantista de los derechos humanos y la capacidad de Estado para ofrecernos servicios eficientes de seguridad pública.

Pero puede ocurrir que circunstancialmente algunos factores se conjuguen para crear un clima propicio al avance de la civilidad, la democracia y los derechos humanos. Son oportunidades de oro que hay que cazar al vuelo, y eso fue lo que ocurrió –o pareció ocurrir- hace 15 años cuando prosperó la idea de realizar una reforma profunda del modelo policial vigente y nació la CONAREPOL.

Estas dificultades son bien conocidas por Verónica Zubillaga. Como investigadora o activista, siempre datos en mano, ha figurado entre quienes denuncian la escalada de la violencia en Venezuela, en particular de aquella que se perpetra desde posiciones de fuerza, privilegio e impunidad. Doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina, es miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), integró la Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme, y formó parte de la ola de esperanza y entusiasmo que la CONAREPOL generó en su momento.

Un precedente valioso

Zubillaga, como tantos de los que participaron o siguieron atentamente a la CONAREPOL, rescata más allá de toda duda el valor de una experiencia donde privó la preeminencia de las voces expertas, pero también la inclusión, la pluralidad y la disposición a escuchar todas las opiniones :

“Aquello fue un proceso realmente progresista, donde por primera vez se abordaban con amplitud y seriedad asuntos clave como el uso de la fuerza y el problema que representa una estructura policial históricamente militarizada. Y fue mucho más que una reunión de expertos: se realizó una consulta muy amplia en todo el país. Además se trajeron expertos internacionales de altísimo nivel, incluyendo a alguien tan reconocido como la brasilera Jacqueline Muniz, de un país como Brasil con problemas similares a los nuestros en cuanto a un abuso sistemático de la fuerza policial sobre la población más vulnerable. Todo ello significa un aprendizaje, una referencia y un precedente valioso para, por ejemplo, un posible proceso de justicia transicional en Venezuela. Tal como se propuso la CONAREPOL, la justicia transicional inicia por procesos de consulta muy estructurados y razonados con los distintos tipos de víctimas y en general con todos los involucrados sin excepciones”.

“En un contexto de posiciones aparentemente irreconciliables, la CONAREPOL logró producir grandes consensos. Si algo especialmente valioso tuvo fue su pluralidad. Puso a conversar a responsables del ejecutivo con representantes de la iglesia, del empresariado y, por supuesto, con académicos realmente expertos en el tema. Se instala en el año 2006, veníamos de un proceso muy conflictivo tras el golpe de estado y el paro petrolero, pero con todo llegó un momento de cierta pacificación o apaciguamiento, de rebajamiento de tensiones, que abrió una pequeña ventana. Paralelamente, se produjo una serie de casos criminales que sensibilizaron mucho a la población y generaron presión sobre el gobierno. Hubo tres crímenes muy sonados como lo fue el de los estudiantes del barrio Kennedy, seguidamente el de los hermanos Faddoul y finalmente el secuestro y muerte del empresario Sindoni, todos ellos con el común denominador de la participación de agentes de las fuerzas policiales. Esto escandalizó e hizo pensar que era ineludible un cambio profundo del modelo policial”.

Las razones del fracaso

Que la CONAREPOL fue finalmente un proyecto fallido es algo que hoy todos reconocen. Y pese a lo esperanzador de sus inicios, muy pronto se evidenció la debilidad de sus principios y de su espíritu civilista en un contexto de creciente autoritarismo:

“Hay una confluencia de factores que atentan y finalmente truncan las propuestas de la CONAREPOL. Más allá de la polarización política que todos conocemos, hubo un proceso de fragmentación y luchas internas dentro del Estado. Por una parte había confrontaciones teóricas, ideológicas, estratégicas, entre el sector civil que venía del mundo de las organizaciones de derechos humanos, por ejemplo de la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, y el mundo militar o afín al pensamiento militarista. CONAREPOL nace con Jesse Chacón como ministro de Interior y Justicia; luego es desplazado y llega Pedro Carreño afirmando que es un proyecto de derecha y que se suspende; posteriormente designan a Rodríguez Chacín, con una postura algo más tolerante pero sin muchos efectos prácticos. Solo con Tarek El Aissami, en 2009, se retoma en serio el proyecto después de muchas idas y venidas. Obviamente esa altísima rotación de responsables, por demás típica a todo lo largo de las últimas dos décadas, es un obstáculo enorme para lograr la continuidad que requiere cualquier política pública en materia de seguridad ciudadana”.

“La implantación del nuevo modelo comienza pues en 2010. Pero paralelamente, y prácticamente al mismo tiempo que nacía la PNB, se inaugura la funesta serie de operativos militarizados con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. De esta manera, lo que el gobierno hacía en la dirección progresista en cuanto a derechos humanos con una mano, lo desbarataba con la otra. Además, pronto vendrá la muerte de Hugo Chávez, el colapso de los precios del petróleo y de la industria petrolera, lo que nos dejará con un presidente como Nicolás Maduro, sin presupuesto y sin el carisma de su predecesor. Maduro le da prioridad en su discurso al tema de la seguridad, pero muy pronto vemos que su postura va a contracorriente del espíritu de la CONAREPOL. Directamente declara que a la Policía Nacional Bolivariana lo que le falta es disciplina militar, y consecuentemente coloca a uniformados al mando. Lo mismo hace sistemáticamente con otros civiles responsables de instituciones derivadas de la reforma, incluyendo profesionales y expertos reconocidamente competentes.”.

La muerte como política

“Luego vendrían los trágicamente famosos Operativos de Liberación del Pueblo (OLP), con sus abusos extremos contra la población, marcando el inicio de lo que hemos terminado por calificar como un proceso de matanza sistemática, o de necropolítica, siguiendo al filósofo camerunés Achille Mbembe. El primer OLP ocurrió en La Cota 905, con un saldo de 14 muertos según los reportes en prensa, y de más de 20 según los propios vecinos que lo sufrieron. Hablamos de funcionarios encapuchados, violando hasta los mínimos parámetros internacionales y nacionales en materia de estado de derecho, invadiendo domicilios y aprovechando para robar sin ningún pudor lo que encontrasen”.

“No es solo, pues, el aborto y fracaso del proceso de reforma, sino una regresión terrible, que inaugura en nuestro país la tragedia de las violaciones masivas de derechos humanos. La dimensión de la masacre se revela, por ejemplo, en el año 2016 cuando la entonces fiscal general Luisa Ortega Díaz informa que hubo 21.752 mil muertes violentas, de las cuales 4.600 fueron a manos de las fuerzas policiales. Una auténtica barbaridad. Basta señalar, como lo hemos hecho tantas veces, que ese mismo año en Brasil, con sus más de 200 millones de habitantes y una policía legendaria por sus excesos, se registraron 4.200 muertes a manos de las autoridades. Este tipo de política no haría más que escalar hasta llegar a la creación de las FAES, muchas de cuyas actuaciones ya los ponen en el terreno de los grupos de exterminio, como los describen los vecinos a quienes hemos entrevistado”.

Un desafío mucho mayor

“Pero eso nos es todo. La situación diagnosticada en el momento de la CONAREPOL se ha complicado peligrosamente. La violencia se dispersó, dejó de ser típicamente urbana y concentrada en nuestras grandes ciudades, y ahora tienes nuevos focos muy fuertes: en la frontera norte costera con el narcotráfico, al sur con la minería, al occidente con una diversidad de grupos armados muy compleja y, para colmo, sin que podamos trabajar en coordinación con el gobierno colombiano”.

“Al mismo tiempo tienes un fenómeno muy preocupante: la creación de vínculos e incluso la imbricación de las instituciones del Estado con colectivos armados de diverso tipo. Esto se puso de relieve, por ejemplo, en el operativo contra Óscar Pérez, donde hubo participación directa de uno de estos grupos codo a codo con las autoridades. Hay colectivos de orientación más política, con larga trayectoria y raíces históricas en las luchas de los años 60, y otros más recientes que son más bien grupos vigilantistas, orientados a lo que ellos llaman la lucha contra el hampa. Sean del tipo que sean, la experiencia de otros países nos dice que desmantelarlos es muy difícil. Las perspectivas no son nada alentadoras, porque una vez que se instalan estos grupos en el seno del Estado, se generan situaciones muy complejas de criminalidad, impunidad y abuso sistemático de derechos humanos”.

¿Cuál sería, entonces, la salida?

“Pienso que en algún momento tendremos que abordar la situación con mucha firmeza y creatividad. Es posible. Allí está, por ejemplo, la experiencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, como una instancia independiente de apoyo a la fiscalía, con apoyo internacional, para afrontar una situación similar en cuanto al impacto conjunto de la corrupción, el abuso de derechos humanos y el crimen organizado, que es lo que está ocurriendo en Venezuela. La nueva reforma, para ser exitosa, exigirá la creación de una nueva arquitectura institucional”.

John Souto y Francisco Sánchez en Runrunes: no hizo falta una guerra para desatar la violencia armada en Venezuela

John Souto Rey y Francisco Sánchez, de nuestro staff de investigadores, dieron esta entrevista al medio digital Runrunes, a propósito del lanzamiento de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

En la entrevista se repara en cómo el libro fue gestado a partir de la necesidad de abordar la violencia desde una perspectiva no reduccionista. ¿Qué hay detrás de la tan frecuente afirmación de que Venezuela es un país violento?, ¿qué otras aristas tiene el problema de la violencia?, ¿cómo lo enfrenta la gente?

Desde el libro se observa la violencia como un fenómeno social estructural, que responde a unas dinámicas que se han instalado en nuestra realidad desde hace mucho tiempo. Y justamente el análisis, el registro y la reflexión que confluyen en el libro, están orientados a incentivar el diseño y aplicación de políticas públicas que den solución al problema que nos aqueja.

Por Valeria Pedicini

Cristina estaba lavando cuando policías entraron a su casa y mataron a su hijo; 10 meses después, asesinaron al segundo. Vecinos de Los Ruices que, desgastados por la delincuencia en la zona y la desprotección de las instituciones, hacían guardias para salir a linchar. Rafael, a quién le mataron a su hermano y él mismo fue secuestrado, mató a dos mesoneros que intentaron robarle dinero. Yarelis y Orlanda se unieron para apoyar a otras víctimas de operativos policiales, como ellas.

Todas estas personas tienen algo en común: sus vidas están atravesadas por la violencia que se vive en Venezuela. Un país que era la excepción de Latinoamérica y que actualmente es considerado de los más peligrosos del mundo. Sin guerras, pero con la llegada al poder del chavismo.

“Dicen que están matando gente en Venezuela. Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana” de la Editorial Dahbar es el libro de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) que recoge estas historias para, desde una mirada amplia, profunda y variada, contar la violencia armada que ha marcado el país desde hace años. 

¿Un país violento?

Todos lo dicen y las cifras lo confirman: Venezuela es un país violento. Pero desde Reacin no quisieron quedarse en las expresiones institucionales del fenómeno, sino profundizar en cómo la violencia ha marcado las relaciones, los espacios, la cotidianidad, la individualidad. 

“Quisimos poner la mirada sobre cómo pensar esa violencia desde otros lugares, cómo la viven y la subjetivan las personas que están formando parte de ese círculo. Esa es una aproximación que también nos hace ver no solo la violencia en sí misma, sino nos hace ver otro tipos de expresiones. Por ejemplo: cómo hace la gente para sobreponerse a la violencia”, cuenta Sánchez. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no es una alegoría a la violencia, sino un texto que busca rescatar la humanidad de las personas que han construido sus vidas en medios violentos. 

Para Sánchez, la perspectiva desde la que se analiza Venezuela como país violento cambia. En donde no hay una sola violencia, sino distintas violencias, heterogéneas pero parte de un mismo lugar. 

John Souto, por su parte, considera que el tema de la violencia permite conjugar muchos aspectos de lo que le sucede a la sociedad venezolana. “Nos permite conjugar el sufrimiento que se genera más individual en cada uno de nosotros y a la vez en lo social. Es un fenómeno social que permite hablar desde lo más privado y lo más íntimo hasta lo más público o lo externo”. 

El libro no se centra en decir que Venezuela es violenta. Permite, a pesar del carácter crudo y desgarrador de la violencia, hacer un análisis más amplio con otros conceptos sociales. “Eso es lo que lo diferencia de otros materiales que se publican sobre violencia, que no solo está centrado en ver lo que la violencia nos define, sino también sus salidas, su comprensión más compleja. Esas grandes diferencias de violencia era tratar de ofrecer una mirada que no fuera simplificada sino una mirada más compleja, que tuviera varias facetas ”, continua Souto.

El psicólogo explica que no quedarse en la simplificación del país violento permite hacer una memoria y registro más justo de lo que sucede en Venezuela. Además de que esa mirada permite romper con los moldes que la polarización ha generado. “Es comprender que no están sucediendo cosas porque dos o tres personas sean malas, sino que hay unas dinámicas que nos han acompañado por mucho tiempo y que no van a retirarse de nuestras vidas al retirar dos o tres personas malas señaladas, como a veces pensamos cuando se piensa en soluciones”.

El lado humano de la violencia

Jóvenes, madres, vecinos, maestros, niños. ¿Cómo viven la violencia y a pesar de ella? ¿Cómo los ha afectado, individual y colectivamente? ¿Cómo resisten y buscan salidas al horror?

Ahí la diferencia y una de las particularidades de “Dicen que están matando gente en Venezuela”: las historias humanas. En cada capítulo, los investigadores cuentan cómo se aproximaron de forma metodológica a la violencia en los distintos grupos y comunidades. Estos registros, documentación y estudio han llevado años de trabajo de los investigadores.

“En la mayoría de los trabajos hay mucho acercamiento etnográfico. Es decir, estamos con la gente”, explica Sánchez. “Hacemos parte de la cotidianidad de las personas, intentamos acceder a cómo se vive el fenómeno desde ahí para poder pensar justamente sus implicaciones o las posibles alternativas”. 

Sánchez, quien trabajó con madres que habían perdido a sus hijos en operativos policiales violentos, cuenta cómo para él también las investigaciones fueron un proceso de transformación individual. 

“Yo soy psicólogo clínico comunitario e inicialmente los primeros acercamientos que tuve en mis primeras experiencias estaba muy vinculado al consultorio”. Una vez que se acercó al fenómeno, las cuatro paredes fueron insuficiente para comprender la realidad en la que se estaba involucrando”. “Todo este trabajo de las mujeres hubiese sido imposible si las mujeres no hubiesen querido que yo estuviese ahí. Fue un trabajo complejo que requiere de mucha elaboración. Relatos muy enriquecedores e impactantes, pero luego de compartir con este grupo de mujeres uno también se empieza a cundir de las fortaleza que ellas tienen. Tienen un fortalecimiento increíble para poder sobrellevar todo estos procesos”, asegura Sánchez.

Souto, quien estuvo por meses en La Vega, San Agustín o Los Valles del Tuy, define la experiencia más importante de toda su carrera como psicólogo e investigador: cambió su mirada del trabajo en comunidad. 

“Apenas llegamos a La Vega ocurrió un evento que fue como lo previo a la instauración de las OLP, la comunidad fue tomada como dos meses entre luchas de dos bandas y cuerpos de seguridad. Fue un momento complicado y después continuamos ahí y los adolescentes nos contaban los daños que hicieron, las personas que fueron eliminadas, los que fueron detenidos injustamente”.

Resistir y buscar salidas a la violencia

Yarelis y Orlanda se organizaron para apoyar a otras víctimas de los operativos extrajudiciales en Venezuela. Sabían de qué se trataba porque cada una perdió a sus hijos de esa forma. “¿Cómo hacen para buscar justicia en medio de todo lo que han vivido?”, se pregunta Sánchez en el libro. 

Esa pregunta lo llevó a enfocar su investigación para contestar esa pregunta. Y descubrió que esa resistencia a vivir en la violencia y a pesar de la violencia se manifestaban en sus rutinas, en sus luchas y sus vivencias familiares. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no solo se plantea contar las múltiples miradas de la violencia, sus defectos o su destructividad. Sino las soluciones que permitan salir de ese círculo. “Esa fue siempre la finalidad de la Red, del trabajo que hicimos en Reacin. Poder tener un poco de incidencia, poder hacer memorias, poder hacer registros y poder levantar datos para poder pensar políticas públicas”, afirma Sánchez.

Convivir con ellas y su dolor de la pérdida también sirvió para conocer cómo podían resistir. Desde las alianzas, asociaciones. 

En sus años de investigaciones en las comunidades, Souto cuenta cómo la gente no solo sufría la violencia, sino que buscaban vías de salida o para conseguir recursos.

“Esa parte del impacto que tenía la violencia, pero al mismo tiempo no desgarraba totalmente las relaciones sino que también era un esfuerzo por continuar viviendo, cambió mucho mi mirada sobre cómo gestionan estas poblaciones la violencia. 

Estos acercamientos a los grupos de ambos investigadores también permitió conocer la relación de escepticismo que tienen con la justicia. La idea de que todos los cuerpos policiales son delincuentes o mujeres que no denuncian la violencia de los efectivos de seguridad porque no creen que sirva de algo. 

Asimismo, el libro también muestra el camino de búsqueda de reparación por lo que estas personas han sufrido en entornos violentos; así como la ausencia de justicia, reconocimiento o memoria. 

“Es imposible que un grupo de mujeres o un grupo de una comunidad puedan parar el nivel de violencia que desde el Estado se está articulando. Esa es una batalla que siempre se va a perder. Ves como las víctimas quedan entre la espera y la esperanza, y esa es una combinación letal”, reflexiona Sánchez. “Pensar la reparación es una tarea muy compleja pero yo creo que una de las enseñanzas que estas mujeres empezaron a mostrar es que a pesar de ser una tarea compleja es una tarea que hay que hacer”.

Acerca del libro

El libro es una de las iniciativas de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin), fundada hace cuatro años. Si bien el fenómeno de la violencia ha sido una problemática de investigación, también ha sido la oportunidad de profundizar sobre un drama que afecta, de una forma u otra, directa o indirectamente, a los venezolanos. 

De cómo los venezolanos han sido sufrientes y también practicantes de violencia. 

Verónica Zubillaga -doctora en Sociología, profesora e investigadora- y Manuel Llorens -psicólogo, magíster en psicología comunitaria, profesor e investigador- son los editores del libro y los responsables de haber reunido a una serie de investigadores para que el proyecto viera la luz. 

José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez son los investigadores que, tras años de estudiar de cerca la violencia en Venezuela, reúnen su trabajo, experiencias y análisis en torno a la violencia en este libro. 

Francisco Sánchez cuenta cómo “Dicen que están matando gente en Venezuela” no se concibió como un proyecto consecuencia de las investigaciones en Reacin, sino una expresión de todo el trabajo que han hecho desde la organización desde hace años. “Al tener como conjugación de distintas miradas y de distintas perspectivas, tal vez plantearse hacer un libro digamos que fue un proceso natural. El libro se termina  concretando luego de tener procesos de investigación que estaban echados a andar desde hace dos o tres años”.

Este libro reúne materiales hasta la fecha nunca publicados sobre las políticas represivas del estado venezolano y se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años. 

Todo desde las herramientas que tienen como investigadores: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. 

Voces en cuarentena: habitar el miedo

El miedo es nómada. Va y viene. Nos acompaña cual sombra, con la diferencia de que siempre está, con luz o sin ella. 

Nos habita, pero también lo habitamos. Habitarlo nos transforma, cava heridas profundas, nos corroe. La impotencia también hace lo suyo. La impotencia de saber que aquello que lo genera está haciendo mucho daño. 

El testimonio de Juan, un vecino de La Vega con quien conversamos sobre los acontecimientos de extrema violencia policial perpetrados en la comunidad a principios de año, lo confirma. Porque además en sus palabras se halla el miedo de muchos, la impotencia de todos. 

La intervención del Fuerzas de Acción Especial de la Policía -FAES- en La Vega se justificó como una respuesta a la acción de la banda armada liderada por “El Coqui”, quien domina la Cota 905, y pretendía ampliar el territorio controlado. Fue así como el barrio caraqueño se convirtió, en palabras del mismo Juan, en “un campo de guerra”. 

Los vecinos se ocultaban en sus casas, sus muros fueron su resguardo. Muchos no podían llegar. Y es que después de cierta hora, las calles vacías anunciaban más muertes. Una ráfaga de tiros era la música de fondo. 

“Los primeros días yo no pude subir a mi casa, por ejemplo. En esos días en los que hubo plomo trancado, recuerdo llamar a mi papá para ver cómo estaba, y escuchaba los plomazos de fondo, pues”. Este era el miedo de Juan, al teléfono, al saber a su papá desprotegido, lejos de él. Pareciera no haber guarida inmune a su furia. 

Nuestra labor se redimensiona en un país que cada vez más demanda espacios de convivencia. De diálogo, de entendimiento. Después de todo, la mejor manera de combatir la violencia es continuar en el esfuerzo sostenido de encontrarnos en las coincidencias, en lo que padecemos sin ningún distingo. 

Keymer Ávila en El Diario: ¿Qué pasó en La Vega?

Las recientes intervenciones policiales en La Vega y la Cota 905 han generado múltiples debates. Las balas cruzadas llenan de zozobra y preocupación a estas comunidades y sus alrededores.

Keymer Ávila, investigador de nuestra red, encargado de la línea de investigación sobre violencia institucional, nos ofrece una introducción panorámica a este tema, más allá de la coyuntura, lo anecdótico e incluso de enfoques meramente policiales. ¿Cuáles son los ciclos de violencia que subyacen en estos acontecimientos? ¿Cuáles son los principales actores involucrados? ¿Cuáles son las tramas que se tejen entre éstos? ¿Se puede reducir estos eventos solo a enfrentamientos entre bandas o entre éstas y la policía? Ávila nos da algunas claves que sirven de marco para abordar estos fenómenos, donde podrían luego insertarse algunos análisis más específicos o locales. Todo en un artículo de su autoría publicado en el medio digital El Diario.

Artículo

Lo primero que debemos aclarar es que para hablar de un caso concreto como el de La Vega hay que hacer un trabajo de campo dentro de la propia comunidad, casi que de carácter policial, no es nuestro caso. Hecha esta advertencia intentaremos hacer en la primera parte un acercamiento macro sobre este tipo de fenómenos que parecen hacerse cada vez más recurrentes en los grandes barrios de nuestras ciudades, cada uno con sus lógicas y particularidades propias. En la segunda nos acercaremos a las informaciones que nos han llegado de esa comunidad y a las interrogantes que se plantean sobre el caso concreto.

Ya en otro espacio consideramos tres claves dentro de las cuales pueden insertarse, luego explicaciones más territoriales y locales, incluso coyunturales, pero que tendrán en común estos elementos: el contexto de profunda violencia estructural que padecemos los venezolanos, la estructura de oportunidades ilícitas que el propio sistema ofrece y la violencia institucional que le es funcional a las dos anteriores

En primer lugar tenemos la violencia estructural que excluye a las mayorías del país y las condena a precarias condiciones de vida. A los jóvenes no se les ofrece ningún tipo de oportunidades ni opciones de futuro en el mundo lícito. 

Dentro de este nivel macro, hay que considerar el segundo aspecto: la estructura de las oportunidades ilícitas. Las grandes bandas dotadas con armas de guerra no pueden existir sin el apoyo del mundo lícito, este es uno de los puntos más básicos de las teorías de las subculturas criminales desde los años sesenta del siglo pasado. Determinados sectores del mundo “lícito” tienen una relación funcional con las actividades y existencia de las bandas, esto pasa por otorgarles soportes sociales, institucionales, económicos, políticos, entre otros. Es decir, garantías para operar de manera impune, colaboración de cuerpos policiales y militares, complicidad de fiscales y jueces. 

Es importante resaltar que esto no tiene que ver con ideologías ni programas políticos, es solo un asunto de negocios, de mercados ilícitos comunes. Es así que se van conformando las llamadas gobernanzas criminales, que no es un fenómeno particular nuestro, pueden verse también en varias ciudades en Centroamérica, Brasil, Colombia y México.

Estas alianzas no son estables, en ocasiones estos intereses en común pueden entrar en conflicto generando guerras irregulares entre estos bandos. Esos acuerdos precarios pueden quebrarse por distintas circunstancias, eso parece que fue lo que ocurrió en La Vega y también hace unos meses en Petare.

Finalmente, la tercera arista que completa este círculo vicioso es la violencia institucional. Esta última es uno de los principales instrumentos de manutención y reproducción de la violencia estructural. En determinados momentos de crisis de legitimidad es funcional visibilizar e instrumentalizar a la violencia delictiva como forma de distraer la atención de otros problemas más difíciles de abordar, en ese sentido los delincuentes, o los que cumplen con el estereotipo que los prejuicios de clase y raza establecen sobre lo que supuestamente es un delincuente -joven, racializado y pobre-, sirven como oportunos chivos expiatorios.

Las cifras e indicadores existentes nos demuestran, en primer lugar, que la mayoría de las muertes a manos de los cuerpos de seguridad no son enfrentamientos con grupos delictivos equivalentes, son más la consecuencia de un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal por parte de estos organismos. Los casos de enfrentamientos con grupos delictivos son excepcionales. El problema radica cuando a través de la excepción se busca justificar la actuación rutinaria y la masacre por goteo que se encuentra en marcha contra los sectores carenciados de la sociedad.

El saldo es la muerte de miles de personasla radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced.

En este contexto general pueden insertarse luego casos particulares con sus propias lógicas territoriales. Ahora abordaremos algunas preguntas que nos han realizado periodistas durante los últimos días sobre lo ocurrido en La Vega:

¿Qué sucedió en La Vega? ¿Por qué hacen ese operativo policial? 

La Vega, geográficamente, es un lugar estratégico de Caracas que conecta con varios puntos y otros sectores claves de la ciudad, por lo que es apetecible para cualquier grupo que quiera tener ventajas tácticas y bélicas. De las conversaciones con vecinos y funcionarios hemos recogido, al menos, dos versiones de lo sucedido. La primera cuenta que el conflicto comienza desde finales del año pasado entre la banda de la Cota 905 y otras más pequeñas de La Vega, donde la primera avanza y toma algunos sectores de este barrio vecino. Recluta a varios jóvenes del lugar, posiblemente inexpertos, y los dota con armas largas, con las cuales comienzan a hacer rondas por el barrio. Estos lejos de ganarse a la comunidad, impusieron toques de queda después de las 5:00 pm, montaron alcabalas, comenzaron a cometer actos delictivos dentro de la misma zona, a cobrar vacunas más allá de los límites tolerables, tanto así que los transportistas en algún momento paralizaron la prestación del servicio, los comercios estaban viéndose ya afectados, etc. Eso va escalando hasta que se meten con funcionarios policiales que viven en los sectores ocupados y allí se rompe cualquier equilibrio y pacto de coexistencia entre ellos. 

Entonces se presentan dos momentos, el primero comienza el 2 de enero, con los enfrentamientos entre bandas, y luego de la banda vencedora con la policía, que fueron los últimos y los más fuertes. Llegando a sus puntos máximos los días viernes, sábado y domingo. La comunidad duró asediada por las balas una semana entera.

La otra versión, más delicada, cuenta que al jefe de la banda de la Cota 905 le robaron una parte de su arsenal y los disidentes se llevaron el botín para La Vega, fue un intento de lo que ellos llaman un “cambio de gobierno”. Luego el jefe traicionado trató de restablecer el orden infringido, y en ese juego la incursión de la policía le terminó siendo funcional a sus propósitos, ya que eliminaron a los alzados, manteniendo este su hegemonía. Sin embargo, hay numerosas denuncias de que muchos de los fallecidos a manos de las policías no tenían nada que ver con estas situaciones.

Se trata de dos versiones encontradas, incluso contradictorias, que coinciden en la presentación de los dos momentos, pero muy especialmente en la precariedad institucional que padecemos y que constatan que los sectores populares son victimizados triplemente. Primero, por la exclusión social y económica; segundo, por las bandas delictivas y, tercero, por el propio Estado. Actualmente en La Vega se ha sustituido el estado de sitio que tenía la banda por el que ha impuesto la PNB, las calles siguen desiertas, y los hombres armados son los que siguen rondando.

¿La incursión policial tiene relación con las protestas de días anteriores por servicios públicos?

Al contrario de lo que suele decirse en el país, se protesta mucho, en especial en los sectores populares. Así lo confirma el seguimiento del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS). Estas protestas son mayoritariamente por la demanda de servicios públicos básicos, que en Venezuela cada vez son más precarios o inexistentes. Los vecinos confirman que sí hubo protestas en el sector entre la segunda y cuarta semana del mes de diciembre, especialmente por la ausencia de agua y gas, que fueron reprimidas y dispersadas con disparos por la policía en su momento.

Una vez dicho esto es importante recalcar lo siguiente: si bien las manifestaciones en el país son reprimidas, no deben confundirse ambos tipos de violencia institucional. La represión que se hace de manera cotidiana en los barrios en el contexto de operativos de seguridad ciudadana es mucho más brutal, indiscriminada, masiva y letal, que la que se hace en el marco de manifestaciones. No tienen factor de comparación ni pueden equipararse.

Esta distinción no debe dejar de recalcarse, tratar de confundir ambos tipos de represión distorsiona una realidad que no necesita ser distorsionada.

¿Hay pruebas de algunas alianzas entre esas bandas y autoridades policiales y militares?

No tenemos elementos para contestar esta pregunta, no forma parte de nuestro trabajo académico de investigación; esto sería más propio que lo contestaran las autoridades policiales, el Ministerio Público o el Poder Judicial.

Tal como se señala al inicio, lo que podemos hacer son análisis y reflexiones de carácter general que pueden enmarcar este tipo de eventos. Acá es clave la idea de estructura de oportunidades ilícitas ya explicada.

Hay preguntas básicas: ¿Cómo obtienen las armas? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Cómo obtienen municiones? ¿Cómo algunas poseen granadas? ¿Quiénes son los responsables de la fabricación, importación, distribución y comercialización de las armas y municiones en el país? ¿Quiénes tienen ese monopolio? ¿Desde cuándo lo tienen?

En síntesis: las grandes bandas no pueden surgir, ni tener poder, sin un mínimo apoyo o al menos tolerancia de policías o militares, fiscales, jueces, así como del poder político y económico del mundo “legal”. Esto no lo decimos nosotros, esto es parte de una de las más clásicas teorías criminológicas de la segunda mitad del siglo pasado.

Hay familias que denuncian que algunas de las víctimas simplemente estaban en la calle y eran trabajadores, ¿cuál es el sentido de matarlos y presentarlos como bandidos? 

Esto se vincula a la tercera arista que comentamos en la introducción, referida a la violencia institucional. En algunas coyunturas puntuales de crisis políticas, económicas o de legitimidad el tema de la seguridad ciudadana puede ser un comodín, algunos casos en particular, sin duda graves y dramáticos pueden servir para encubrir crisis de tipo más estructural y difíciles de abordar.

Es una sustitución de enemigos públicos, dependiendo de las circunstancias el sistema  evalúa a cual escoge y cómo lo procesa. Con ello se legitiman ciertos aparatos armados del Estado a la vez que distraen la atención pública para que no se ocupe de otros asuntos más complicados. Esto sucedió claramente con las OLP, en un año electoral; también ocurrió con la creación de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) durante las protestas de 2017.

Como lo hemos explicado en otras oportunidades, estas políticas no son una mera respuesta a fenómenos delictivos puntuales, estos son solo la excusa a través de la cual se activan un montón de funcionalidades políticas y económicas. En ocasiones, para la maquinaria de muerte estatal los cuerpos sin vida de los pobres son solo un producto que sirve para mostrar eficiencia, capacidades, son un medio para enviar claros mensajes; son también un intento de legitimación a través de la fuerza y, en consecuencia, de reafirmación de su poder.

En la reciente incursión de la fuerza pública en La Vega no son pocas las denuncias de ejecuciones. Cuando hay tantas muertes de un solo lado y ni siquiera heridos del otro es motivo para encender las alarmas, es un indicador de que el uso de la fuerza letal tuvo una finalidad distinta a la preservación de la propia vida, y sugiere un uso excesivo y desproporcionado.

El problema no es que caigan “inocentes” o “culpables”, esa distinción es irrelevante y hasta peligrosa, el punto es que en nuestro país no existe la pena de muerte -pena que está en extinción en el mundo entero-, y en esos casos la pena es producto de un proceso judicial, no es administrada discrecionalmente por la policía en la calles. Cuando eso sucede se le está otorgando un poder ilimitado a los cuerpos armados, mermando todos nuestros derechos como ciudadanos. En esto no se deben hacer excepciones, los derechos son para todos o no son para nadie.

Verónica Zubillaga en Prodavinci: “Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados?”

Verónica Zubillaga, fundadora de nuestra red, socióloga, investigadora y profesora universitaria, ofreció recientemente una entrevista a Hugo Prieto, para Prodavinci.

Zubillaga habla sobre la agudización de la militarización en el país, a partir del año 2013. Nos habla de un país en el que históricamente ha habido una impronta de militarización de sus fuerzas del orden, y en el que en años recientes, las poblaciones vulnerables han sido víctimas recurrentes de los operativos de mano dura y sus consecuencias. Ante la pregunta de Hugo Prieto, sobre si se puede ser optimista en un contexto así, Zubillaga alude a la opción, siguiendo a Viktor Frankl, de un optimismo trágico. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo, pero tampoco es el nihilismo. Es un optimismo realista, que se ubica en condiciones extremas, pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar.

¿Qué caracteriza lo que se denomina «punitivismo carcelario»?

El punitivismo carcelario se inserta dentro de una historia de militarización de las fuerzas policiales. En ese sentido, además, tenemos una relación muy autoritaria del Estado hacia los sectores populares. Eso lo revelan las investigaciones de Tosca Hernández desde los años 80 y se expresa en la legislación (la Ley de vagos y maleantes), en las acciones policiales (redadas) y en el discurso (la célebre y oscura frase del general Belisario Landis cuando caracteriza a un joven, habitante de un barrio, como un «predelincuente»). Y lo que sucede, a partir de 2010, y en paralelo al proceso de reforma policial, es que se despliegan operativos militarizados como el Dispositivo Bicentenario de Seguridad (Dibise). Por un lado, con la mano izquierda, llevas adelante una reforma en la que se está debatiendo la impronta autoritaria de la policía y, al mismo tiempo, con la mano derecha, estás lanzando operaciones militarizadas represivas. A partir de ese año se encarcelan, masivamente, a hombres jóvenes que habitan en los barrios.

A estas alturas, creo que nunca hubo voluntad política de llevar adelante la reforma policial. Es decir, el control de las armas, de las municiones y una política claramente preventiva del delito. Lo que hubo, más bien, fue una maniobra del señor Hugo Chávez para atraer competencias y construir la idea de consenso alrededor de un supuesto cambio en el tema de la seguridad ciudadana.

Hay que decir que las políticas militarizadas han tenido apoyo de los gobiernos de la IV y de la V y, si miras las encuestas, hay un consenso entre grupos del chavismo y de la oposición de aplicar políticas de «mano dura». Es decir, más allá de la orientación política, hay coincidencias sobre la forma en que se enfrentan los problemas sociales o la criminalidad. Pero en 2007 se abrió un espacio para que distintas voces —provenientes de universidades, de organizaciones sociales, de organizaciones defensoras de derechos humanos, incluidas las de orientación más oficialistas— para que se debatiera el papel que juegan las policías y su relación con los sectores populares y el uso de la fuerza. Ése fue el proceso de la reforma policial. Entonces, no era sólo el designio o la voluntad de Hugo Chávez Frías. Así mismo diría que hay un cribaje de la sociedad venezolana, más allá del chavismo y de la oposición, caracterizado, primero, de una relación muy autoritaria con los sectores populares, de mucha distancia y, segundo, de darle la espalda a esa realidad.

Ese debate concluye y se produce una respuesta militarizada. ¿A partir de 2010 se produce un cambio cualitativo?

Diría que en un trasfondo de autoritarismo hay una exacerbación de la militarización. Ese giro no sale de la nada. Se acentúa a partir de 2013, en un contexto en el que colapsan los precios del petróleo y la propia industria petrolera. Por otro lado, ya no tienes la figura aglutinante de Hugo Chávez. Viene entonces una fase mucho más acentuada de militarización, en la cual escuchamos «el discurso de la persecución» y del «enemigo interno». El tema de las armas, por ejemplo, lo ves en la multiplicidad de actores armados o en el mapa de actores armados que tenemos en la actualidad.

Justamente, en un contexto de contracción económica a niveles increíbles, de hiperinflación, de pobreza generalizada y, finalmente, de emergencia humanitaria compleja, el gobierno del señor Nicolás Maduro profundiza su política de mano dura. ¿Cómo se vive esta realidad en los barrios de Caracas?

Quisiera contextualizar que las políticas de «mano dura» no son exclusivas de Venezuela. Es un tipo de políticas que ha prevalecido en América Latina. La tienen en Centroamérica y en Brasil claramente. El resultado de esta política, al menos en Centroamérica, es que hay una reorganización del mundo criminal para responder a la guerra. Y algo predecible: la escalada de violencia. Entonces, la política de «mano dura» en Venezuela se enmarca en ese patrón común de América Latina.

¿Estamos ante un aporte de América Latina para el mundo?

Sin duda, sin duda. Esta impronta militar, esta persecución, es un modelo claramente latinoamericano. En El Salvador, a comienzos de este siglo, se aplicó la política de «mano dura», siguió el incremento de los crímenes —particularmente de los homicidios— y como respuesta, el Estado lanza la «política de súper mano dura», lo que se logró fue que se terminaran de conformar y de fortalecer las maras (verdaderas estructuras del crimen organizado). Algo similar ocurre en Brasil, con este grupo conocido como Primer Comando de la Capital.

Volvamos a la inquietud inicial. ¿Cómo se viven estas políticas en un barrio?

El paroxismo de «la política de mano dura» fue la OLP (Operativos de Liberación del Pueblo). Te puedo hablar de todos los trabajos que hicimos en la Cota 905. La gente lo vivió como dos años de una invasión bárbara. Es decir, una invasión de diferentes funcionarios de cuerpos policiales, con capuchas, fuertemente armados. Lo llamativo, el patrón sistemático que arrojó las entrevistas que hicimos, es que en el contexto de escasez de alimentos y de bienes de primera necesidad, a la gente le robaban la comida, los teléfonos celulares, pañales. Realmente es una forma de depredación muy sistemática. La gente decía: «Vienen los de negro los lunes».

Una cita del estudio: «Irrumpieron semanalmente, varios días a la semana, por más de dos años». Quisiera detenerme en las implicaciones de esta frase. Un cálculo, extremadamente conservador, arroja que —en sólo un año— hubo 108 operativos policiales, todos en la Cota 905. Diría que no se trata de establecer el control, sino de infundir el terror.

Por esa razón acudimos a conceptos como Necropolítica, del filósofo camerunés, Achille Mbembe (una política de muerte contra un sector de la población, a la que se somete a un estado de excepción y de enemistad rutinario, que se haya en la base de la práctica estatal del derecho de matar). Es un Estado, como dice Mbembe, mortífero. La población se siente acorralada por los distintos poderes armados, porque es cierto que hay grupos criminales organizados, con los cuales se convive, digamos, como lo señala la literatura, una forma de gobernanza criminal. Y, al mismo tiempo, tienes la invasión armada por parte de las fuerzas policiales. Sin duda, es la zozobra como forma de vida.

Verónica Zubillaga retratada por Karina Aguirrezabal | RMTF.

¿Qué derechos ciudadanos están suspendidos en esos operativos?

Los derechos más básicos, comenzando por el derecho a la vida, el derecho a la preservación física. Lo que le oí decir a una señora. Aquí vivimos como los monitos, «no podemos ver, no podemos hablar y no podemos escuchar». Y eso es casi como la vida biológica. Es decir, no tienes ningún derecho.

La tesis que prevaleció en el chavismo: hay una relación directa entre pobreza y la delincuencia. Si la pobreza se disparó en Venezuela a partir de 2013, lo que cabía esperar era el endurecimiento de la política de «mano dura». ¿Por qué habría de sorprendernos?

No, no. Aquí pasa algo que va en contrasentido a esa tesis. Los estudios dicen que a mayor pobreza —o desigualdad— mayor violencia. Pero en medio de los ingentes recursos que Venezuela percibió por el petróleo y de las políticas redistributivas del chavismo, comienza a incrementarse la violencia. ¿Por qué? Con un grupo de investigadores tenemos una hipótesis: en medio de la bonanza económica hay una lucha interna dentro del Estado y, por lo tanto, una fragmentación. Lo que impide, por un lado, que se apliquen políticas estructuradas, a la vez que se incrementa la política de «mano dura» y con ella la respuesta de los grupos del crimen organizado. Además, bajo la premisa de que esto es una revolución pacífica, pero armada, haces una inyección de armas a la población y se pierde el control de las armas. Hay, por ejemplo, un flujo de municiones de las industrias militares a los grupos delictivos. Entonces tienes una confluencia de factores que en Venezuela producen un incremento de violencia muy importante. Vemos mucha fragmentación y el proyecto bolivariano de crear un nuevo Estado termina siendo un fracaso. Lo que tenemos actualmente es el desmantelamiento del Estado social y mucha violencia policial e interpersonal.

Citemos dos frases del libro. La primera, dicha por el general Antonio Benavides: «El destino final de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra». Y la segunda, un tuit de Freddy Bernal: «¿Cuántos funcionarios policiales y civiles deben morir? Hay que tomar policial y militarmente los corredores de la muerte de Caracas». ¿Cuál es el poder que hay detrás de estas palabras?

Yo le vengo haciendo seguimiento a ese discurso de muerte. Diría que uno lo viene escuchando desde la década de 1990. Por ejemplo, aquel gobernador del estado Lara, Orlando Fernández, que decía: «No crean los delincuentes que mis policías los van a proteger de los linchamientos. Allá ellos que mueran». Entonces, son discursos que legitiman la matanza como formas de control. Por supuesto, son matrices discursivas muy peligrosas, porque se termina instalando esta suerte de relación necrofílica, en la que hay, si se quiere, una legitimación social de la matanza. Lo compruebas cuando una madre te dice: «Bueno, si mi hijo hubiese sido un malandro, pero mi hijo era sano». ¡Caramba, es como si en este país hubiera pena de muerte! Eso es lo grave. Son discursos, desde posiciones de poder, que vienen legitimando y justificando la muerte como forma de la política. Es lo que esta antropóloga brasileña, Martha Huggins, llama la instalación de una maquinaria de la atrocidad, porque se instala la muerte como patrón desde el Estado.

El saldo más reciente de la atrocidad policial arroja 23 muertes violentas registradas en la parroquia La Vega el pasado fin de semana. Una masacre. ¿Qué reflexión haría alrededor de este operativo?

Ha sido una época muy dura, precisamente, por este signo de la muerte. Añadiría también los muertos de Güiria. Son muertes por negligencia y por inanición. Es decir, son dos caras de la muerte y de la relación del Estado con la población. Uno es la muerte de una población desamparada que huye de esa manera. Uno esperaba un discurso estatal de lamento y de duelo, pero no. Es un discurso de culpabilización. Algo así como «bueno, allá esa gente que sube a un barco para ocho personas, pero subieron cuarenta». Entonces, una cara es por desamparo y la otra es por acción directa y en una sola jornada mueren 23 hombres de los sectores populares.

¿Podría hacer un retrato hablado del hombre joven y pobre, que muere a manos de las fuerzas policiales del Estado?

En aquel discurso fatídico de Belisario Landis, que jamás podré olvidar, él dice: «lamento que hayan muerto estos predelincuentes en enfrentamientos entre ellos o con la policía». ¿Predelincuentes? Predelincuentes somos todos. Y lo que llama la atención de este discurso es que lo hace una figura desde una posición de poder, que no condena esos hechos, que no llama a una investigación, sino que sólo lamenta. A lo largo de mis trabajos he señalado la implicación de ese hombre joven, moreno, de barrio. Es como tener una impronta, una marca, donde estás expuesto al riesgo de muerte por parte de las fuerzas policiales, nada más por tener ese sino.

¿Qué elementos tendría que haber en el horizonte para cambiar esta situación?

Allí, por supuesto, hay un trabajo muy arduo de rescate de la ciudadanía, de derechos y del valor sagrado de la vida. Es decir, el ciudadano cuenta como tal y es una persona con derechos. Es un trabajo de recuperación muy importante. Diría que han venido articulándose grupos, organizaciones, que están trabajando en eso, que están produciendo un discurso de ciudadanía para contrarrestar el discurso de muerte. Diría, además, que hay que saldar las deudas históricas a las cuales el chavismo no respondió, a pesar de la esperanza que sembró en la gente, digamos, los derechos sociales de los sectores excluidos. El desafío no es sólo en términos de políticas públicas estatales, sino de una cultura que recupere, que internalice, de nuevo, el valor de la vida y la ciudadanía como concepto materializado en derechos como salud, educación y vivienda.

Lo que ha habido es impunidad y una parálisis de la justicia.

En contextos donde se han experimentado violaciones masivas a los derechos humanos, tiene sentido comenzar a prepararnos y a formarnos en procesos de justicia transicional, que son muy amplios y que se tienen que ajustar a la historia particular de cada país. Pero un proceso de tales características implica examinar el pasado y aprender de esta historia. Cuando hablamos de esta relación muy autoritaria por parte del Estado hacia los sectores populares, bueno, tenemos masacres históricas como la de Cantaura, la de Yumare, el Amparo, el Caracazo. El chavismo, como promesa, emerge como respuesta a un Estado muy autoritario, que en la década de 1990 se convirtió en muy excluyente. Entonces, se trata de un examen del pasado para fraguar, precisamente, un horizonte común donde podamos caber todos en este país.

En distintas oportunidades, las fuerzas vivas de la sociedad venezolana —las academias, los gremios, las organizaciones sociales, las ONG de los más variados ámbitos— han exigido que sus demandas sean escuchadas y se les tome en cuenta. Sin embargo, la respuesta del poder ha sido, si no el desprecio, el mutismo más elocuente. ¿Por qué tendríamos que ser optimistas?

No se trata de ser optimistas. Recientemente estaba leyendo El hombre en busca de sentido, cuyo autor es Víktor Frankl, un libro que se publicó después de los campos de concentración y ahora está muy en boga a raíz de la pandemia. Frankl habla de un optimismo trágico. Es decir, es un optimismo realista, que se ubica en las condiciones extremas (los campos de exterminio), pero en el cual se delinea un horizonte, en el cual uno se quiere encaminar. Es trágico porque no es la ingenuidad del optimismo. Pero tampoco es el nihilismo. Entonces, ¿nos quedamos de brazos cruzados? Hay un movimiento de gente, de organizaciones, que comienzan a articularse para poder fraguar este horizonte en el cual nos queremos ver.