El FAES no depende de nadie

La violencia como práctica sistemática promovida desde el Estado, a través de sus cuerpos de seguridad, ha sido un tema transversal en nuestro trabajo investigativo.

Este mismo año hemos publicado La Muerte Nuestra de Cada Día, libro bajo el sello de la Editorial de la Universidad del Rosario en el que confluyen las miradas de distintos investigadores dedicados de la violencia armada en Venezuela. Lo que incluye, entre otros tópicos, la reforma policial y el uso de la fuerza letal en la Venezuela post-Chávez.

Esta vez, nuestro investigador Keymer Ávila, trae un trabajo que en palabras de Jorge Rosell Senhenn, Magistrado Presidente Emérito de la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia “no es una denuncia, sino una dramática evidencia de las muertes que han generado las FAES y otros cuerpos policiales (…) en donde resalta la «tolerancia institucional», que no es más que la impunidad que cubre estos crímenes”.

Para descargar la investigación, hacer click en el siguiente enlace.

Cristian Correa en Contrapunto: En Venezuela tenemos que dar garantías para que cualquier proceso de justicia no sea la justicia de los vencedores

El pasado mes de julio, llevamos a cabo la conferencia Asegurando Justicia en Venezuela, una jornada intensiva de tres días que convocó presencial y virtualmente a académicos, activistas de Derechos Humanos, periodistas y miembros de la sociedad organizada, dentro y fuera del país.
Bajo el objetivo de construir reflexiones entorno la violencia armada y su legado, y la búsqueda de justicia en Venezuela,  estos encuentros también se propusieron vislumbrar las rutas posibles para construir una sociedad más inclusiva y pacífica. 
Margarita López Maya (Universidad Central de Venezuela), Mariela Ramírez (Dale Letra), Geoff Ramsey (WOLA), Temir Porras (Paris School of International Affairs), Marino Alvarado (PROVEA), Luis Cedeño (Paz Activa), Benigno Alarcón (Centro de Estudios Políticos-UCAB), Michael Reed-Hurtado (Georgetown University) y Cristián Correa (International Center for Transitional Justice (ICTJ), fueron solo algunos de los ponentes que participaron en la conferencia.
Cristian Correa, abogado experto en Derechos Humanos del Centro Internacional de Justicia Transicional, fue entrevistado por Vanessa Davies, también ponente de uno de los días de la jornada.
Compartimos con ustedes la entrevista hecha para el medio digital Contrapunto.

Foto por Vanessa Davies

Del derecho penal se espera la capacidad de igualación de poder, porque la violencia refuerza el poder del perpetrador “y uno busca que el derecho penal equipare los poderes. Pero la equiparación del poder no está necesariamente en la sanción, sino en cómo el proceso ayuda a que ese personaje poderoso baje la cabeza, reconozca su responsabilidad, y en qué medida eso es más sanador para la víctima que saber que el perpetrador va a estar 25 años en la cárcel”

Si algo queda claro al escuchar a Cristián Correa, integrante del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, por sus siglas en inglés), es que no hay fórmulas que funcionen para resolver todos los conflictos del mundo. Tampoco las hay para dar salidas al conflicto de Venezuela. Correa visitó Venezuela y participó en una actividad académica realizada la semana pasada en Caracas y organizada por la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, la Universidad Simón Bolívar, WOLA, la Universidad de Tulane y la Universidad de Florida.

“Teóricamente pareciera que fuera necesario” un cambio político para la justicia, porque “son mecanismos que deben gozar de legitimidad amplia”, pero la realidad es que la vía para lograrlo “es comenzar a hacer cambios ahora”, afirma. “En todas las transiciones ha habido acciones y procesos sociales y políticos que se avanzan durante la existencia del régimen anterior, y que son los sientan las bases de los procesos que se pueden hacer después”.

Correa considera que para el contexto venezolano sería importante examinar “la Colombia de 2006”, en la que “hay una ley de justicia y paz, en la que hay presencia de paramilitares, en la que Uribe sigue siendo presidente, pero hay un proceso de reconocimiento de los desplazados y se ven forzados a hablar de reparación. No pueden desmovilizar a los paramilitares sin que haya un examen de responsabilidad penal y sin que haya alguna referencia a algo muy primigenio de reparación de justicia y paz, y luego, de reparación administrativa”.

Lo que se hizo en ese momento en Colombia, relata, fue determinante para lo que se avanzó posteriormente. Por eso “no puede uno exigir al proceso de negociación definir una agenda de la nada. Hay que iniciar acciones que sean ariete contra la resistencia de ambas partes de colocar estos temas en la mesa para forzar a tener que ver este tema, y tener que verlo de una forma propiamente venezolana”.

-¿Hacer qué cosas ahora?

-Reconocimiento de las experiencias de personas que han sufrido. Capacidad de juntar a personas que han sufrido, compartir esos sufrimientos y reconocer la experiencia común. Compartir que yo pude haber sido oprimido por uno, tú pudiste haber sido oprimido por otro, pero nuestra experiencia es común. Hacer procesos humanitarios, que reconocen a personas que han sufrido sin tener que poner el rótulo de si es o no es violación. Pero los números fuerzan a hacerse la pregunta.

-¿Encuentros de víctimas?

-Encuentros de víctimas, organización de víctimas, vínculos entre sociedad civil y víctimas.

-¿Para qué?

-Para generar mecanismos de presión a los actores políticos de que este problema hay que resolverlo de una forma que responda a las necesidades de esas víctimas. ¿Por qué? Si vamos a interrumpir los ciclos de violencia que han plagado al país en 60 años o en toda su historia es a través del reconocimiento de derechos de víctimas; se pueden reconocer esas historias y decir “esto no es simplemente un cambio de gobierno, esto es un cambio de cómo nos miramos y nos reconocemos”, especialmente en un país cruzado por diferencias sociales, por incapacidad de mirarse a los ojos con dignidad.

-¿Sería que las víctimas de todos puedan encontrarse y exigir que el tema esté en la agenda?

-Claro. Y agregaría la necesidad de recomponer ciertas necesidades básicas en lo humanitario, en los servicios de salud, en los servicios de educación, de agua, de electricidad. Es un área que les compete a todos, que todos necesitan y hay un interés común de que eso funcione. Y, también, hacerse cargo de los expulsados, y generar condiciones suficientes para que el retorno sea posible.

-¿Cuáles son las barreras para que las víctimas se encuentren? ¿Cómo se puede trabajar?

-La forma cómo se plantea el ser víctima es muy importante para ver si hay cosas que te unen o te dividen. Creo que la experiencia del sufrimiento común es algo que nos humaniza, que tenemos todos como seres humanos. Yo perdí un hijo, tú perdiste un hijo, y no importa tanto el cómo o el quién. Es esa experiencia. La capacidad de víctimas que tienen acceso a ciertas instancias de poder de hablar en favor de los derechos de las otras víctimas, porque no quiero que a otro le ocurra lo que me pasó a mí, o lo que le pasó a otro, o a mi hijo, o a mi hija. ¿Cómo fortalecer esa empatía común como seres humanos que hemos experimentado la pérdida, y que nos une esa pérdida?

Foto por Vanessa Davies

-¿Se necesitan organizaciones que intenten ese esfuerzo de encuentro?

-Hay una labor importante que está haciendo y que puede hacer con mayor fortaleza la sociedad civil. Hay que pedirles a los actores políticos dar espacio y comprometerse a no utilizar o enfatizar el que estas son tus víctimas y estas son mis víctimas. De la experiencia colombiana la mesa en La Habana es forzada a reconocer la experiencia común de víctimas cuando las víctimas llegan a ella y los confrontan a ambos: a gobierno y a FARC. Usted no diga que hace esto por mí. Que las víctimas confronten a su lado porque no escucha a las víctimas que ese lado ha causado.

-¿Eso le corresponde a la sociedad civil? ¿Tratar de hacer esos vasos comunicantes?

-Y les corresponde a los actores políticos dejar hacer y dar espacio, y comprometerse a no manipular el dolor para traer agua a su molino.

-¿Eso implica que el sistema de justicia actúe, o es otro tipo de reparación?

-Cuando hablamos de justicia distingo entre justicia penal y otras formas de justicia. Procesos como estos requieren examinar no solamente responsabilidades penales, sino responsabilidades políticas, responsabilidades históricas, complicidad de medios de prensa, de colegios de abogados, del pueblo, de fiscalía. Cuando hablamos de responsabilidad penal es como el sistema de salud: la cirugía es una pequeña medida, y para mí la cirugía es el derecho penal. Pero ¿qué pasa con las vacunaciones, las campañas de lavado de manos, la clínica local de primeros auxilios, el enfermero? Después tienes un hospital de base, la especialidades y la cirugía. La justicia es lo mismo. El tribunal penal y el fiscal son la cirugía final, y están todos los procesos de reparación que tienen que ser masivos y que deben ir mucho más allá de responsabilidades penales.

-¿Quién los ejecuta?

-En este momento se pueden empezar a hacer procesos de reconocimiento de verdad y de reencuentro de víctimas previos a establecer mecanismos. Y forzar a las partes que tienen la responsabilidad de ayudar a superar la crisis para establecer mecanismos que sean consensuados, que representen a todos, que tengan la autoridad moral para establecer formas de reconocimiento de responsabilidades, de escuchar a víctimas y que el país las escuche. Y luego de eso podemos empezar a revisar qué condiciones hay para hacer cirugía.

-¿No pondría ese punto como primero?

-Siempre hablamos que el derecho penal es el último recurso, y en estas discusiones es la primera pregunta aunque debe ser la última. El derecho penal nos produce tanta ansiedad, porque es fuerte en sus consecuencias. Pero es un elefante en una cristalería, es tremendamente peligroso. ¿Cómo canalizar el derecho penal para que sea una contribución a la pacificación de los próximos 50 años, y no un instrumento de revancha? La no instrumentalización del derecho penal es central. Hay que pensar que una cosa es investigación, otra cosa es la condena o asignación de responsabilidades y otra cosa es el castigo. Creo que investigar y juzgar es central, pero puede haber miles de formas para aplicar consecuencias.

Por ejemplo, insiste Correa, hay personas que no tuvieron capacidad para decir que no, “y eso hay que considerarlo”. Hay personas “que pueden estar dispuestas a colaborar”. Se pregunta: “¿Qué hacemos con aquellos que colaboran hasta el punto de ser capaces de enfrentar a las víctimas y pedir perdón?”.

Del derecho penal se espera, explica, la capacidad de igualación de poder, porque la violencia refuerza el poder del perpetrador “y uno busca que el derecho penal equipare los poderes. Pero la equiparación del poder no está necesariamente en la sanción, sino en cómo el proceso ayuda a que ese personaje poderoso baje la cabeza, reconozca su responsabilidad, y en qué medida eso es más sanador para la víctima que saber que el perpetrador va a estar 25 años en la cárcel”.

Cita los casos de gran corrupción, y se pregunta: ¿Es más importante el castigo, o lo más importante es que se devuelva el dinero mal habido? Los que entregan información, y que devuelven 60% de lo llevado, eso vale mucho más “que si lo seco en la cárcel”. Por eso “hablamos de una justicia que sea capaz de establecer condicionalidades que ayudan a la sanación”.

Para Correa “las víctimas tienen que estar en la mesa, pero estas son responsabilidades de Estado. ¿Cuándo un Estado está en condiciones de eso? Toma tiempo”. Hace alusión a los casos de Argentina y de Chile. “Las condiciones para hacer justicia en términos equitativos, justos e inclusivos toma tiempo”.

Hoy habría que trabajar “las garantías que tenemos que dar para que cualquier proceso de justicia no sea la justicia de los vencedores, que tengamos la capacidad de examinar lo más grave y desde una perspectiva restaurativa”, que se garantice equilibrio y que no sea venganza. Rememora que en Perú juzgaron a Abimael Guzmán y a Alberto Fujimori. A ambos.

Manuel Llorens en Papel Literario: secuelas culturales de la violencia crónica

“Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura”

A comienzos de julio Caracas estuvo sometida a enfrentamientos armados que detuvieron la ciudad, cerraron la circulación por distintas zonas y mandaron a la gente en estampida, a buscar refugio. No mucho antes, en abril, bombardeos y enfrentamientos, entre grupos disidentes de la FARC y las Fuerzas Armadas venezolanas, fueron reportados en la frontera de Apure con Colombia.

Entre las imágenes que circularon por redes sociales los días de zozobra, pudimos observar mujeres con bolsos improvisados e hijos pequeños en los brazos tratando de huir de los enfrentamientos. A su vez, en dos semanas se reportaron hasta 5.000 personas que cruzaron apuradamente la frontera hacia Colombia desde Apure, intentando salvar sus vidas. Se trata de comunidades resquebrajadas por miedo, impotencia y dolor.

A los pocos días del enfrentamiento, en medio de las incursiones de la policía en el barrio, reportajes describieron a la Cota 905 como un vecindario fantasma, con algunos hogares vacíos, abandonados por familias que salieron despavoridas, así como casas habitadas pero silenciosas, esperando aterrados que un escuadrón tumbara sus puertas. Los que se atrevieron a hablar con la prensa lo hicieron en susurros. El ambiente es de terror sigiloso. El tiroteo terminó, pero la amenaza de la policía –la misma que ha ejecutado extrajudicialmente a miles de jóvenes en estos años–.


Se ha informado que, de aproximadamente 60 fallecidos a partir de los tiroteos, solo 6 han sido confirmados como miembros de las bandas delictivas. Los reportes de ejecuciones por parte de la policía a jóvenes en sus propios hogares, se asemeja a las múltiples denuncias detalladas en los informes de la Comisión de las Naciones Unidas. Pero además de la suma de horror estatal y el horror delincuencial, llama la atención las respuestas que publican las personas en respuesta a estas denuncias. Respuestas que minimizan el horror de las ejecuciones extrajudiciales acusando a distancia de que “seguramente eran malandros, no los vengan a defender ahora”. Algunos aplauden y aúpan la retaliación indiscriminada.

Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura.


En las investigaciones que venimos realizando uno de los focos ha sido comprender cómo la violencia crónica afecta a las comunidades, cómo transforma nuestros estilos de vida.

En una serie de estudios etnográficos realizamos observación y entrevistas en tres comunidades que han sido afectadas gravemente por la violencia. En primer lugar, trabajamos en Los Valles del Tuy, que es la zona en que aumentó a más velocidad el homicidio en los últimos años. En segundo lugar, investigamos la serie de linchamientos que sucedieron en la urbanización de Los Ruices a partir del 2015 y, finalmente, un sector de La Vega acosado por la violencia

Si bien es cierto que en cada caso las expresiones de violencia fueron muy distintas, hay semejanzas en varias consecuencias del funcionamiento de las comunidades. En Los
Ruices los vecinos nos contaron su impotencia y hastío ante la cantidad de robos que han padecido. Con ambivalencia hablaron del horror de presenciar linchamientos en las cuadras donde vivían tanto como la justificación de entender que era una reacción a la sensación de desprotección.

El desamparo vivido, acentuado luego de las protestas de 2014 en que la Guardia, junto a los colectivos armados, intimidaron a los residentes de la zona, aumentó la cohesión interna de Los Ruices y la desconfianza en las autoridades. Un grafiti apareció en la pared de una construcción que advertía: “Los Ruices se respeta”. Lo que condujo a que algunos miembros de la comunidad se organizaran y ejecutaran acciones de linchamientos. Un grupo se armó con bates y palos, movidos por la convicción de estar haciendo justicia, dispuestos a salir ante la señal de robo, para descargar su impotencia y frustración en el cuerpo del presunto victimario.

En La Vega, compartimos por tres años con varias comunidades que sufrían el acoso de varias pandillas rivales que ocupaban espacios contiguos en la zona. Los vecinos nos contaron el asedio constante, las muchas veces que se vieron atrapados entre fuego cruzado, las invasiones de las bandas de un sector a otro buscando venganza, la sensación continua estar vigilados por los grupos armados que colocan gariteros en las entradas y salidas del sector. Un vecino nos dijo, “yo trato de no saber mucho, no escucho, no veo”, para explicar como cualquier pedazo de información puede conducir a que se le señale de traidor o “sapo”.

En ese ambiente paranoico, la gente habla en susurros y mira de reojo, tratando de continuar con la vida. Una escuela maravillosa, conducida por unas monjas, funge de espacio de tregua e intenta negociar un poco de aire para respirar. En ocasiones se hacen los velatorios allí, para evitar que la banda contraria aproveche el ritual para asesinar a sus contrarios.

Pero aún más significativa es el hecho de que, como en Los Ruices, las opiniones de los vecinos sobre los jóvenes violentos son ambivalentes. A pesar del temor continuo que imponen, en un lugar carente de instituciones, un conocido violento, dispuesto a morir por proteger su sector, puede representar la versión más concreta de seguridad. En algunas de las conversaciones con niños que pudimos registrar, nos explicaban, refiriéndose a los malandros de su sector: “ellos nos cuidan, son buenos con nosotros,
nos dan comida”. La policía no hace mucho por cambiar estas percepciones. Los registros de continuas incursiones violentas que atropellan a justos por pecadores son reportados por todas las comunidades.

En Los Valles del Tuy registramos situaciones aún más dramáticas, de bandas terriblemente violentas que tienen acosada a la población, al punto de haber invadido algunas por completo y obligado a los residentes a abandonar sus casas. Una persona nos contó en una entrevista, “ya no tenemos vecinos, ya que todos decidieron huir”. Muchos espacios están controlados por alcabalas improvisadas que restringen las salidas y entradas. Todos refieren sentirse continuamente vigilados y temerosos de los actos de horror con que las bandas intimidan a todos. Una mujer desplazada de su sector nos contó que diez hombres armados llegaron a su casa, uno con una granada: “Estaba con mi esposo y mis hijos. Entré al cuarto y les dije ‘ay, hijos, nos vinieron a matar’”. Las comunidades nos transmitieron el terror continuo en que viven.

Viven en un péndulo constante entre la guerra y la paz. Por un lado, viven aterrados y desarrollan estrategias de sobrevivencia como las de un país en guerra, por otra, intentan continuar con sus rutinas como si todo fuera normal.

Pero los impactos en la convivencia y el funcionamiento de las comunidades son dramáticos. El miedo que hace que la gente hable en susurros y esté continuamente alerta a cualquier señal de amenaza, los cambios de horarios y rutinas para evitar los lugares y horas de riesgo, el aislamiento dentro de los hogares, el esfuerzo por enseñar a los hijos a desconfiar y a protegerse, el escepticismo en la bondad de los otros y la absoluta desconfianza en el Estado, así como la decisión de tomar la justicia en las propias manos apoyando los violentos locales, configuran patrones de vida que alteran profundamente la cultura.

Ignacio Martín-Baró, psicólogo social y sacerdote jesuita que estudió el impacto en la población de la Guerra Civil en El Salvador lo describió como trauma psico-social. El término subraya que los daños no se evidenciaban solamente en los individuos sino también en el tejido social. De todas las consecuencias nefastas que venimos describiendo, subrayemos dos particularmente preocupantes.

En primer lugar, Martín-Baró habló de la “militarización de la mente”. Se refería a las actitudes y creencias que se instalan en aquellos que crecen en lugares donde la violencia es la norma. Se refiere a la conclusión de que, solo recurriendo a la fuerza, solo respondiendo a la violencia con más violencia, se pueden resolver los conflictos. Una creencia que se expresa en la idealización del hombre fuerte, la exaltación de las armas, la celebración de la guerra. Lo militar termina arropando lo civil. El militarismo, que no se refiere al aparato militar, sino a las actitudes que sostienen una sociedad que enfatiza lo militar, se instala en la exaltación de la fuerza sobre la razón, el clamor por cuerpos de seguridad cada vez más férreos, el clamor de “ojo por ojo”, sobre la ética del cuidado.

Paradójicamente, el crecimiento de lo militar, no va de la mano de la instalación del orden que la fantasía militarista pregona. Como ha sucedido en otros países latinoamericanos y africanos, lo militar más bien va de la mano con el deterioro del estado de derecho y el abandono de amplias zonas del país. Es precisamente la lógica militarista la que deteriora la institucionalidad y deja al país a la deriva, dividido en feudos comandados por diversas fuerzas oficiales o paraestatales. Venezuela es prueba fiel del fracaso estrepitoso que ha representado la lógica militarista. Es la mano dura y no su falta la que nos metió en este lío.

Finalmente, la violencia conduce a la deshumanización. Los comentarios que alientan los operativos de violencia indiscriminada de la policía desprecian el terrible sufrimiento de los miembros de esas comunidades, colocando a todos sus miembros en el mismo saco estigmatizado. Provocan una herida doble, a la de sufrir los horrores de la violencia le suman la deshumanización de desconocer las injusticias padecidas.

Estas consideraciones, que podrían lucir lejanas de una publicación cultural, no lo son ya que la lucha por la palabra, es una tarea de resistencia, una apuesta a una cultura basada en la ciudadanía, es un esfuerzo crucial para rehumanizarnos y resistir al militarismo que nos han impuesto. El arte es el cultivo de la imaginación, de la posibilidad de pensar el mundo desde ojos ajenos, puede ser un ejercicio de empatía. Ante estos ciclos terribles de violencia que se han instalado en nuestra cultura, necesitamos de ciudadanos, escritores y políticos como Andrés Eloy Blanco, que, confrontado con los horrores de la violencia y el militarismo que padeció en carne propia, respondió con su
“Canto bajo el olivo”:

Por mí, ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí,
no derramar ni la sangre
que cabe en un colibrí,
ni andar cobrándole al hijo
la cuenta del padre ruin
y no olvidar que las hijas
del que me hiciera sufrir
para ti han de ser sagradas
como las hijas del Cid.

El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país

Desde nuestra red, gracias al trabajo de nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga, y en alianza con Paz Activa, publicamos El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país. Un documento que se concentra en el valor de lo simbólico en el marco de un proceso de reparación marcado por la violencia y la pérdida.

El trabajo, que contiene comentarios de Cristian Correa del Centro Internacional de Justicia Transicional, se forma sobre la base de testimonios de mujeres, cuyos hijos han sido víctimas de operativos policiales, y del registro que se ha hecho en esas mismas comunidades que han sido blanco de estas acciones sostenidas de violencia.

En Reacin, el uso desproporcionado de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado y las terribles consecuencias que estas dinámicas generan en la sociedad, han sido foco central de nuestra acción investigativa. En diversos artículos de opinión y entrevistas para medios, nuestros investigadores han alertado sobre la urgencia de gestar políticas públicas que incidan directamente en el respeto sistemático de los Derechos Humanos, y por extensión, en la no normalización de la violencia.

Esta vez, este trabajo nos ha ofrecido la oportunidad de seguir reflexionando sobre la posición de la víctima, sobre el sosiego que buscan a través de la justicia.

Descarga el documento a continuación:

Venezuela sin terapia: una mirada sobre la salud mental

Recientemente el medio digital aliado Efecto Cocuyo, dio a conocer públicamente su nuevo proyecto Venezuela Sin Terapia. Se trata de un especial que deja en evidencia el daño en la salud mental que ha dejado la pandemia en Venezuela, que ya traía a cuestas la calamidad de la crisis humanitaria.

A través de testimonios y cifras, el trabajo pone la mirada sobre las afecciones psicológicas resultado del confinamiento y de las dinámicas impuestas ante la propagación del COVID-19.

El sondeo ejecutado asegura que 7 de cada 10 personas, de un total de 1152 que respondieron la investigación, se sintieron afectados psicológicamente tras el inicio de la pandemia.

El proyecto contó con la validación y alianza de psicólogos e instancias que operan sobre el tema de la salud mental.

Como parte de la alianza que hemos forjado con Efecto Cocuyo, desde REACIN nos involucramos con el proyecto a través de nuestro investigador Manuel Llorens, quien en una breve entrevista nos habla sobre la importancia de la iniciativa y los detalles de la colaboración desde nuestra red.

¿Por qué es Venezuela sin terapia una iniciativa tan relevante para el país?

El proyecto es relevante porque lo temas de la salud mental muchas veces quedan relegados en medio de una crisis tan fuerte como la que ha atravasado Venezuela en diferentes ámbitos. Y en particular los pacientes psiquiátricos graves suelen ser de las poblaciones más excluidas y abandonadas. No solamente en Venezuela, en todo el mundo.

Pero en el caso de Venezuela eso ha llegado a niveles muy dramáticos. Esta investigación visibiliza esta dimensión de la vida del país, y de las necesidades emocionales que han surgido, entre otras cosas, como consecuencia de la pandemia.

El equipo de Venezuela sin terapia hace una encuesta periodística, obteniendo más de 1000 respuestas que dan una visión amplia de los niveles de malestar. Además, complementan datos cuantitativos con cualitativos, ofreciéndonos de esta manera un panorama del sufrimiento.

Adicional al registro del nivel de sufrimiento, el trabajo también ejecuta un sondeo de los servicios disponibles, lo que plantea una situación muy alarmante del país, con una cantidad importante de centros psiquiátricos clausurados.

El equipo fue muy minucioso al momento de llamar a centros que supuestamente están disponibles, y recibieron escasas respuestas durante los tres meses de investigación. La falta de respuestas pone en evidencia del desabastecimiento que hay en este momento en el país, en lo que se refiere a provisión de servicios de salud mental.

¿En qué consistió específicamente tu trabajo en el proyecto y, por extensión, la alianza de Efecto Cocuyo con REACIN?

Desde REACIN venimos trabajando con Efecto Cocuyo desde hace algún tiempo. Hay un trabajo compartido tanto en la búsqueda de información, como en el ejercicio de pensar en temas que son de interés mutuo. Nosotros nos dedicamos a hacer investigación que, en algunos casos, tiene puntos en común con la investigación periodística.

Aunque pueda haber diferencia en el objetivo o en la metodología de trabajo, ha sido muy enriquecedor todo lo que hemos realizado con ellos en el marco de nuestra alianza.

Específicamente en el caso de Venezuela Sin Terapia, Laura Weffer, que es una de las directoras de Efecto Cocuyo, nos pidió que pudiésemos ayudar a pensar en la investigación, a validar las preguntas y los temas de la encuesta, y a hacer contactos con las personas con quienes conversaron.

Igualmente, encabezamos una formación donde facilitamos herramientas para la detección de niveles de riesgo y el manejo de situaciones de emergencia. Y es que una vez que uno empieza a preguntar sobre malestar psicológico puede tener lugar una situación grave.

Esto hace al proyecto más valioso e interesante, en tanto se han tomado las precauciones necesarias para, como periodistas, poder abordar responsablemente el tema de la salud mental.

Un problema invisible ante la crisis y el estigma

La crisis económica del país ha influido en el sistema de salud, que sabemos que en este momento es un sistema precario. La salud mental, asegura Llorens, suele ser de los temas a veces obviados u oscurecidos en los reportes.

Las enfermedades físicas más graves suelen tener más visibilidad, mientras que la enfermedad mental tiende a ser abordada desde el tabú. Y ante ese panorama es muy difícil generar conciencia sobre la importancia de no estigmatizar a las personas que sufren de algún tipo de malestar emocional o mental.

Afirma que la crisis de salud pasa por la salida de muchos profesionales hacia el exterior. Y en el área de la psicología y la psiquiatría ha sucedido igual. Es decir, ha habido una migración importante de profesionales que, entre otras cosas, “podrían estar nutriendo en este momento a los posgrados”.

Llorens alega que la escasez de profesionales ya se arrastraba desde hace tiempo, porque hay pocas escuelas de psicología en el país, en comparación con los demás países suramericanos. Pero que ahora, además, se ha ido agravando de manera progresiva con la migración.

Hemos visto cierres de servicios de psiquiatría, cierres de camas que son casos en los que siguen los servicios pero con una capacidad muy reducida, y hay además una existencia limitada de profesionales e insumos en los centros importantes.
Dicho esto, saltan a la vista los niveles de extrema gravedad. Y el detrimento del que es blanco el sector de la salud mental se hace obvio en casos en los que, por ejemplo, hay pacientes que han muerto de hambre, estando hospitalizados en centros de salud mental. O han muerto por una infección, cuando solamente lo que necesitaban era antibiótico.

¿Qué acciones se pueden ejecutar desde la sociedad organizada y el Estado para hacerle frente a los problemas de salud mental que padecen un número importante de venezolanos?

Una de las respuestas posibles pasaría, por supuesto, por exigirle al Estado que sepa dotar los servicios de forma oportuna y funcional. Sin embargo, ante todas las demás áreas abandonadas por el Estado, la de salud mental, nuevamente, queda relegada. No está dentro de las prioridades.

Pero esa realidad lo que hace es aumentar la necesidad de seguir visibilizando la gravedad de las condiciones que viven los pacientes mentales, así como la irresponsabilidad con la que el Estado ha operado.

Es importante favorecer el fortalecimiento de las redes de profesionales en salud mental que hay. En esa misma línea, por ejemplo, está actuando el Colegio de Psicólogos del Estado Miranda. Ha habido, por otro lado, redes que se han gestado como Psicólogos sin fronteras. Una respuesta a la urgencia por organizarse frente a la necesidad de maximizar los recursos.

Desde el trabajo que hemos realizado en la Universidad Católica Andrés Bello, en el Parque Social Padre Manuel Aguirre y el posgrado de Psicología Clínica Comunitaria, hemos insistido es que también hay que trabajar en diseñar dispositivos que no dependen nada más de la presencia de profesionales de salud mental. En otras palabras, hay una cantidad de herramientas que tienen que ver con organizaciones de personas con diferentes intereses y necesidades, que pueden gestionar servicios que sirvan para la salud mental, aunque no necesariamente estén dirigidos por profesionales del área.

Sabemos que la cantidad y la calidad de los vínculos que tienen las personas constituyen un factor protector muy importante en temas de salud mental. Todo lo que podamos hacer para caminar en función de una sociedad civil organizada en diferentes temáticas e intereses, también es una manera de favorecer la prevención de trastornos mentales. Recordemos que lo que más daña es el aislamiento y la fragmentación de los vínculos.

Precisamente en ese sentido se construye nuestra alianza desde REACIN, con un medio como Efecto Cocuyo, en el marco de un proyecto como Venezuela sin terapia. Estamos orientados a sumar esfuerzos y a aprovechar el ejercicio conjunto de los comunicadores sociales e investigadores para poder posicionar el tema de salud mental, y por esta vía incidir en la prevención, que es un factor clave.

Presentación del libro La muerte nuestra de cada día

El pasado mes de febrero se llevó a cabo, de manera online, la presentación de nuestro libro La muerte nuestra de cada día, de la mano de la Editorial de la Universidad del Rosario.

Se trata una reedición de Dicen que están matando gente en Venezuela, presentado en el 2020 bajo el sello de Editorial Dahbar. 

La muerte nuestra de cada día, contiene dos capítulos adicionales con autores de lujo:  Roberto Briceño León y Luis Gerardo Gabaldón.  Nuestros investigadores Keymer Ávila, Rebecca Hanson, Manuel Llorens, Francisco Sánchez, Chelina Sepúlveda, John Souto y  Verónica Zubillaga, conservan sus capítulos relacionados con la violencia armada y las políticas de seguridad ciudadana en el país.

El libro reúne a un equipo de investigadores que han venido estudiando, muy de cerca, la violencia armada en el país desde hace años. En sus páginas se intenta ofrecer una mirada amplia y diversa que recorre desde las secuelas íntimas en la vida concreta de los implicados, los impactos de la exacerbada militarización en el país, hasta los retos cuantitativos de medir la violencia, pasando por sus efectos en la convivencia.

El encuentro virtual estuvo hilado por los pertinentes comentarios de los profesores Arlene Tickner, Michael Reed-Hurtado. Ambos en compañía de nuestros investigadores y también editores académicos del libro Verónica Zubillaga, Manuel Llorens y Francisco Sánchez.

A continuación el link del registro de la presentación.

Presentación La muerte nuestra de cada día

Las víctimas invisibles de la violencia armada: una mirada sobre los lesionados por balas en Caracas

Para existir frente al Estado es necesario ser “contado”, es decir, la existencia de estadísticas que den pie a la acción y control desde lo político y lo público, para así construir cualquier situación en una problemática social que debe ser mirada y atendida.

Como lo he reiterado en numerosas veces, en Venezuela, el acceso a estadísticas exhaustivas, confiables, transparentes y detalladas sobre cualquier tema vinculado a la violencia es complicado, por no decir inexistente.

Esta situación no es distinta para el caso de las personas que son lesionadas por balas en el país; no existen estadísticas oficiales que evidencien el número, contexto y situación de los lesionados por balas, por lo que, finalmente, estas personas son convertidas en víctimas invisibles de un Estado que no los construye como ciudadanos o víctimas ni toma responsabilidades frente a la ausencia en su función del monopolio de la violencia.

Por esto, como parte de mi trabajo doctoral, se hizo un esfuerzo en construir datos estadísticos a partir de registros administrativos de dos hospitales y un centro de rehabilitación en Caracas, con el fin de dibujar el panorama de los heridos y dimensionar esta problemática en la ciudad, evidenciando que las principales víctimas son hombres jóvenes de sectores vulnerables y precarios, siguiendo la misma dinámica mostrada por los homicidios. Todo esto es un esfuerzo para hacer visibles a estas víctimas invisibles en el espacio público e invisibilizados por y para el Estado venezolano; personas que ni siquiera se constituyen como víctimas sobre las cuales habría que hablar, pensar o exigir políticas desde la esfera pública.

Breve descripción metodológica

Como se mencionó anteriormente, los datos construidos tienen como origen registros administrativos de dos hospitales y un centro de rehabilitación de Caracas; así, en

uno de estos hospitales se tuvo acceso a los “libros” de entrada de emergencias de politraumatismos entre 2017 y 2019, y en el segundo, a las historias médicas de los pacientes lesionados por causas externas (no asociadas al propio cuerpo) entre 2018 y 2019. Es importante mencionar que éstas fueron las fuentes de información autorizadas para el acceso a los datos porque no existían datos transcritos o digitalizados sobre lesionados por balas.

Se registraron los ingresos por heridas de bala, armas blancas, agresiones (golpes, ocasionados por otras personas u objetos contundentes), linchamientos, heridas causadas por la activación de granadas y heridas por perdigones. Finalmente, se recopilaron datos de 219 personas ingresadas al centro de rehabilitación entre 2016 y 2018, y 6.132 casos en los hospitales, entre 2017 y 2019.

Una mirada sobre a los lesionados por balas en Caracas

Entre 2016 y 2018, ingresaron al centro de rehabilitación consultado 219 personas para ser hospitalizadas e iniciar su proceso de rehabilitación, todas ellas sobrevivientes a lesiones ocasionadas por balas, y a consecuencia de ello, sus cuerpos quedaron con algún tipo de discapacidad, leve o intensa, que puede ser temporal o permanente y que debe ser tratada con rehabilitación integral.

Así, se tiene que las personas ingresadas a este centro siguen el perfil de los afectados por los homicidios y la violencia en general: en el 92% de los casos son hombres con edades comprendidas entre 15 y 44 años (87% en promedio).

Aunque el porcentaje de mujeres lesionadas ingresadas a ese centro de rehabilitación es muy bajo, la mayoría de ellas se encuentran entre los 25 y 44 años.

En cuanto a los dos hospitales estudiados, se recolectaron datos de 6.132 casos registrados, entre 2017 y 2019, la mayoría de las personas ingresadas fue a causa de heridas por armas de fuego, seguida de casos de agresiones (golpes) y heridas por armas blancas.

Tabla 1. Caracas. Frecuencia y porcentaje de las causas de politraumatismos ocasionados por violencia de personas ingresadas en dos hospitales caraqueños, 2017 a 2019.

Fuente: Chacón, 2021

Si se observan estas cifras por año, se encuentra que los casos de heridos por armas de fuego siempre superan al resto de las causas de politraumatismos por violencia, en cada uno de los años estudiados, lo que habla de la importancia del abordaje de este tema, no sólo desde la muerte, sino también desde la lesión y la vida que sigue a partir de ella.

El perfil de los lesionados por armas de fuego

Cuando se analizan los datos recolectados según el sexo de las personas heridas, tenemos que, en el caso de las armas de fuego, 86% fueron varones y 8% fueron mujeres. En las agresiones, el porcentaje de mujeres aumenta, y en las heridas por arma blanca, ocurren en el 82% de los casos en los varones y 16% en mujeres.

Gráfico 1. Caracas. Frecuencia de casos de heridos por armas de fuego, agresiones y armas blancas según sexo, 2017 a 2019.

Fuente: Chacón, 2021.

Es de notar que la violencia que es potencialmente más letal es aquella a la que afecta en mayor medida a los varones, mientras que entre las mujeres las balas no son tan frecuentes como lo pueden ser las agresiones.

Y, en el caso de las edades de las personas ingresadas en estos hospitales, surge un elemento interesante: las lesiones por arma de fuego empiezan a aparecer a partir del grupo de edad de 5 a 9 años, desde allí su presencia se intensifica hasta llegar a su clímax entre los 20 y 24 años. A partir de ese momento empieza a disminuir, siendo superado por las heridas por arma blanca y agresiones a partir de los 35 años. En adelante, las personas ingresadas estaban lesionadas, principalmente, por agresiones. Es decir, en los adultos a partir de los 35 años son menos frecuentes las heridas por balas, y con el tiempo disminuye la presencia de las armas blancas, prevaleciendo las agresiones.

Por el contrario, en los más jóvenes, de los 10 a 34 años, la herida por arma de fuego supera por creces a las otras dos modalidades de violencia interpersonal, y la intensidad de su presencia va aumentando a medida que aumentan las edades.

Gráfico 2. Caracas. Frecuencia de casos de heridos por armas de fuego, agresiones y armas blancas según grupos quinquenales de edad, 2017 a 2019.

Fuente: Chacón, 2021.

Siguiendo las mismas tendencias que pueden ser observadas para los homicidios en Venezuela (en América Latina, en general) las principales víctimas afectadas por las balas son varones con edades comprendidas entre los 15 y 34 años, justamente los momentos más productivos en términos académicos y económicos en las trayectorias de vida de las personas.

Los datos sobre el hecho

En principio, se tiene que de las personas ingresadas a estos centros asistenciales sólo 7.1% llegó sin signos vitales, mientras que 92.5% llegaron vivos (no se tuvo registro del 0.4% de los casos). Esto, de alguna manera, puede hablar de una posible tasa de supervivencia en las heridas de bala que debe ser considerado.

Por otro lado, se tiene que entre las dificultades que debe superar el lesionado por bala para sobrevivir y recibir asistencia médica en Caracas (y, en Venezuela en general), es ser apoyado y trasladado por un tercero hasta los centros asistenciales luego de que ocurre el hecho violento, debido a que, dada la crisis económica del país, las ambulancias son escasas. En este sentido, se encontró que en más de la mitad de los casos registrados fueron asistidos y trasladados por funcionarios policiales o militares (51.2%) , 43% por personas conocidas por la víctima, 3.8% por desconocidos y el 2% restante por bomberos, protección civil y paramédicos.

Destaca el porcentaje de personas asistidas y trasladadas por funcionarios policiales o militares. Aunque no se cuenta con las evidencias para afirmar contundentemente que quienes hieren a las personas son estos mismos funcionarios, dadas las políticas de mano dura e intensamente militarizadas aplicadas por el gobierno bolivariano desde, al menos, 2015, se pudiese entender que la presencia de ellos pudiese estar relacionada con el hecho de violencia, es decir que, los policías o militares son los que se encontraban en la escena de los disparos, y terminan siendo los que trasladan a las personas. Esto puede apoyarse con los datos del siguiente gráfico.

Gráfico 3. Caracas. Porcentaje de funcionarios policiales o militares que asistieron y trasladaron a heridos por armas de fuego a los centros asistenciales estudiados según su cuerpo de pertenencia, 2017 a 2019.

Fuente: Chacón, 2021.

Relacionado a lo anterior, es importante señalar que, en los registros, pudieron encontrarse casos de heridos llevados por los policías o militares que, de alguna manera, ocultaban su identidad institucional; los funcionarios llegaban en carros sin placas o se negaban a suministrar su número de placa institucional o nombre. Esto ocurrió en 10 de los casos de heridos por armas de fuego registrados, dos de ellos llegaron sin signos vitales a la sala de emergencias.

Es de destacar que, en promedio, aproximadamente 25.1% de las personas que llegaron a emergencias sin signos vitales estaban registradas como trasladadas por funcionarios policiales o militares, en comparación al 2.3% cuando en el caso de que el herido haya sido trasladado por familiares, vecinos, amigos o conocidos.

Cuando se profundiza aún más en los datos se encuentra que en los casos trasladados por policías o militares, el CICPC (41%) y el FAES (21%) son quienes transportan la mayor cantidad de personas sin signos vitales a las salas de emergencia de los hospitales estudiados.

La ubicación geográfica de los lesionados

Las parroquias El Junquito, Catedral, La Vega, Macarao, Antímano, Santa Rosalía, El Valle, Coche, San Juan y El Paraíso son las diez que mayor cantidad de lesionados concentra; además, este ranking incluye al municipio Petare del estado Miranda. Estos cuentan con tasas que van desde 51,3 por cada 100.000 habitantes en El Junquito, hasta 12,3 en Caricuao.

Tabla 2. Zona Metropolitana de Caracas. Tasa (por cada 100.000 personas) de residencia de los lesionados por armas de fuego ingresados en los hospitales estudiados, 2017 a 2019

* Municipios del estado Miranda.
Fuente: Chacón, 2021.

Los datos aquí presentados y construidos a partir de registros administrativos permiten tener una idea general de qué es lo que está ocurriendo con los lesionados por balas en Caracas, sin embargo, se hace urgente, tomar medidas para hacer visibles y reconocer a estas personas como víctimas de la violencia armada en el país, generar políticas públicas para su atención, controlar el flujo continuo e incesante de armas y municiones y construir políticas de seguridad ciudadana coherentes con los derechos humanos.

Monitor Fuerza Letal: “Uno de cada tres homicidios que ocurre en Venezuela es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado”

El pasado miércoles 26 de enero se llevó a cabo el lanzamiento de la segunda edición del Monitor Fuerza Letal.

Se trata de un informe que reúne el trabajo de diversos investigadores y organizaciones, y que contiene cifras del uso de la fuerza letal por parte de cuerpos de seguridad del Estado, en 8 países de la región.

El evento virtual, que convocó a miembros de la sociedad organizada, organizaciones no gubernamentales, estudiantes, académicos, entre otros, presentó resultados por país, promoviendo la comprensión del fenómeno de la fuerza letal de cara a prevenirlo.

Entre los resultados del capítulo dedicado Venezuela, orquestado bajo el trabajo de nuestro investigador Keymer Ávila, destaca que uno de cada tres homicidios registrados es perpetrado por el uso armas de fuego por parte de la Fuerza Pública.

Este dato ubica a Venezuela como el país con la mayor cantidad de casos extremos de abuso.

Para reparar en más detalles, los invitamos a descargar el PDF con el informe.

Verónica Zubillaga en Cinco 8: La guerra con las bandas no ha terminado

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció recientemente una entrevista al portal digital Cinco 8, sobre la lógica bélica con la que se ha asumido la gestión de la seguridad en el país.

Las redes sociales son útiles para denunciar cosas pero también sirven para otros propósitos, y los gobiernos lo saben, así como los delincuentes y los que cometen crímenes con uniforme y credencial. En Venezuela se ha vuelto frecuente que se viralicen videos de delincuentes exhibiendo su poder de fuego, y al día siguiente imágenes en las que esos mismos hombres aparecen muertos, con la etiqueta de “abatidos” encima. Es fácil constatar cómo los cuerpos de seguridad reciben elogios en los comentarios, y no necesariamente de bots o trolls en nómina, sino de ciudadanos comunes que aplauden a los oficiales por aplicar lo que la legislación venezolana no permite: la pena de muerte.

Eso ocurrió con el video reciente de una ejecución, hecho con celular por una persona oculta tras un muro, en el que se ve con claridad brutal cómo dos agentes con pasamontañas ejecutan a un joven encadenado en un barrio. Hubo más aplausos que condena. Poco después, se difundió un audio en el que un oficial explica —como si explicara cómo armar una mesa o preparar una tortilla— cómo matar a alguien sin dejar evidencia. Importante esto último, porque, por más que sea, las Naciones Unidas y las ONG están mirando. Por más que sea, hay un supuesto proceso de negociación en México por el que el régimen de Maduro quiere aliviar sanciones.

Como recuerdan Keymer Ávila y Manuel Llorens en un artículo para Caracas Chronicles, esas ejecuciones rondan las cuatro mil por año, según las cifras que a partir de fuentes oficiales maneja la oficina de la Alta Comisionada Michelle Bachelet. Claro, se sabe que estas cosas tienen historia. Que las ejecuciones extrajudiciales por “resistencia a la autoridad” han ocurrido siempre y que en la era chavista prosperaron, por ejemplo, los “grupos de exterminio” de policías en varias partes del país. Lo que sí es nuevo es la proporción de muertes a manos del Estado y el poder armado y territorial de las mayores bandas criminales y los grupos de civiles armados. 

Alguien que puede explicar con detalle los patrones detrás de estos fenómenos, porque lleva años investigándolos, es Verónica Zubillaga.

De zona de paz a zona de guerra

Profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar con un doctorado en Sociología de la universidad de Louvain en Bélgica, Zubillaga es cofundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, Reacin. Tiene tiempo diciendo que cuando se derrumba la capacidad del Estado para manejar la exclusión social, la conflictividad y el crecimiento de la criminalidad, el gobierno de Maduro opta por una respuesta de mano dura que termina fortaleciendo a los grupos criminales y torna al Estado en un agente fundamental de violación de derechos humanos. 

Es un círculo vicioso. Un Estado que no crea oportunidades de inserción educativa y económica para los jóvenes pobres, y que estimula las economías criminales, reacciona a la criminalidad con violencia extrema. Y las bandas criminales que absorben a esos jóvenes se arman para defender sus negocios ilegales y sus territorios con más violencia extrema. 

Esta investigadora ha conectado la teoría acumulada en el mundo sobre la relación entre gobiernos y grupos criminales —las muchas experiencias en América Latina de respuesta armada en nombre de la guerra contra las drogas que terminan intensificando la conflictividad y la exclusión que alimenta esa violencia— con el trabajo de campo en las comunidades, creando sus propios marcos de interpretación para nuestra realidad. De eso está lleno el libro que editó con Manuel Llorens en 2020, Dicen que están matando gente en Venezuela: violencia armada y políticas de seguridad ciudadana (Editorial Dahbar), que contiene historias de la gente que intenta sobrevivir en ese entorno de continuo sometimiento a quien lleva el rifle de asalto. 

Sobre el fenómeno de las megabandas y en particular de la de alias El Koki en el suroeste de Caracas, mucha gente cree que los gobiernos chavistas armaron a las bandas para reprimir o someter a la población, y ahora no hallan cómo controlarla, y otra gente cree que estas bandas fueron armadas por la oposición para resistir al gobierno. ¿Son mitos? 

Verónica Zubillaga dice que el crecimiento de las bandas es sobre todo producto de decisiones que se fueron tomando en el camino, no el producto de un plan sistemático del gobierno, y que ha ocurrido en otros países.

Las políticas de “Mano Dura” y “Mano Súper Dura” como las llamaron oficialmente en El Salvador contribuyeron al efecto no esperado de la reorganización y fortalecimiento de las maras. Y en México, la militarización de la “guerra contra el narco” estimuló actos de violencia extrema por parte de las bandas en su competencia interna o su conflicto con el Estado. 

En Venezuela, luego de una reforma policial inconclusa que incluyó un proceso de consulta con la población y las expectativas truncadas de al fin tener en este país una policía respetuosa de los derechos humanos, en 2009 comienza una fase de encarcelamiento masivo con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. Eran los tiempos en que el general Benavides decía que “el destino de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra”. En dos años se duplicó la población carcelaria, que alcanzó las cincuenta mil personas en 2012, y vino la pérdida de control de las prisiones, las bandas carcelarias, el nuevo vocabulario protagonizado por los “pranes”, y también la lógica económica, sumamente lucrativa, de las prisiones llenas de jóvenes que sabían que tarde o temprano llegarían a ellas y se venían preparando. “El Estado social se reduce y el Estado penal se amplía”, dice Zubillaga. “Una enorme población juvenil no tiene dónde insertarse, porque los jóvenes son los grandes huérfanos de la revolución: no hubo misiones para ellos en el período dorado de las misiones”. 

Zubillaga, con su colega estadounidense Rebecca Hanson, trabaja en la tesis de que mientras en El Salvador el experimento de las zonas de paz y los pactos con las maras requirieron la participación de varios actores del sector público y privado, nacionales e internacionales y lograron la reducción coyuntural de los homicidios, en Venezuela fueron la iniciativa de un solo sector del gobierno, sin ninguna coordinación con otros sectores, y generaron oportunidades para crear alianzas entre jóvenes que se pretendía alejar de la delincuencia. Según la investigadora, “aquí se cedió la soberanía territorial a estos grupos, sin seguimiento”. Los policías seguían entrando a las zonas de paz para actividades de extorsión. A las armas que ya tenían, las bandas sumaron las que provienen de la distribución de armas que se hizo entre algunos actores en las comunidades para defender al gobierno en caso de un alzamiento, con el pretexto de la amenaza de invasión extranjera, y las que llegaron mediante el mercado negro que ofrece municiones hechas en Cavim o pertenecientes a los cuerpos policiales. 

Cuando el plan de las zonas de paz fracasó y en 2015 el gobierno viró hacia la guerra con un nuevo operativo de seguridad cuyo nombre es prácticamente una declaración bélica, Operación de Liberación del Pueblo, las bandas de la zona centro-sur-oeste de Caracas crearon una alianza contra las fuerzas de seguridad. Sabían que tenían cómo defenderse.

La necropolítica: política de la muerte

La OLP se estrenó con una incursión en La Cota 905 que dejó 14 muertos y unos 200 detenidos. Luego siguió por el resto del país. “La OLP fue nefasta”, dice Zubillaga. “Dos años de policías invadiendo estas zonas, violando masivamente todo tipo de derechos. Hubo matanzas de jóvenes, robos masivos en las comunidades. Cuando en 2017 Luisa Ortega rompió con el gobierno, dijo que en 2016, el año más violento de nuestra historia, el 21 por ciento de las muertes violentas las habían causado agentes policiales. El concepto de necropolítica de Achille Mbembe me pareció más que sugerente: el mismo Estado decreta a parte de su población como enemigo interno y se dedica a matar sistemáticamente. La militarización de la seguridad, como una matriz para entender la realidad, dentro de la cual Maduro explica y activa la OLP como una forma de contrarrestar, dice él en su discurso, el paramilitarismo que atenta contra la revolución, es un claro ejemplo de necropolítica”. 

En el marco del lanzamiento de la OLP se etiqueta a estas comunidades como  “corredores de la muerte”, categoría estigmatizante con la que jefes chavistas como el expolicía Freddy Bernal definen esos laberintos de ciudad informal en los que operan las alianzas de las bandas para justificar que se trata de zonas a las que hay que entrar a matar. 

Ya no es aquella vieja policía que encarcelaba hombres pobres sin razón, en nombre de la ley de vagos y maleantes, ni siquiera del encarcelamiento masivo de los años previos: ahora van a ejecutar.

“Un policía me dijo que se había comenzado a eliminar porque se pensaba que las prisiones solo hacían que los delincuentes salieran de ahí más poderosos”, dice Zubillaga. En un artículo que escribió con Rebecca Hanson, Zubillaga describe este proceso como un paso del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: el gobierno decidió que no bastaba arrojar gente en masa a cárceles hechas para castigar; ahora había que matar en masa. 

La gobernanza criminal

En 2017 se hizo evidente el fracaso de las OLP para erradicar las bandas. En medio de la intensa conflictividad política de ese momento, se abrió un período de nuevos acuerdos entre sectores del gobierno y los jefes de la Cota 905. Pero esta vez, con otros funcionarios de gobierno y mayor unificación estatal, se logró forjar una cohabitación estratégica con las bandas de la zona centro-sur-oeste. “Una vez que pactaron con sectores del gobierno, dejaron de cometer crímenes espectaculares y que generan pánico social, como el secuestro, para concentrarse, con la tolerancia oficial, en actividades ilícitas que produjeron rentas importantes como el microtráfico de drogas o la extorsión. En ese contexto, el negocio floreciente del tráfico de drogas no generaba competencia entre bandas y los acuerdos con gente del gobierno también redujeron los enfrentamientos con la policía”. 

Durante la gobernanza de la banda, en la Cota 905 no se permitía robar al vecino ni el abuso sexual. “Las bandas regulan su propia violencia y la vida social en las comunidades. Los vecinos te dicen que en la Cota 905 o en el 23 no te roban como sí te roban en Altamira. Por eso hablamos de gobernanzas criminales por el poder real y la capacidad de regular la vida social en sus comunidades”. Desde entonces, las bandas y los grupos armados ejercen un tipo de dominación territorial y social, como la que decían tener los colectivos en el oeste de Caracas y antes de eso las guerrillas; una gobernabilidad forjada a punta de un despotismo armado, que hoy se aplica en varias ciudades venezolanas, y en regiones valiosas para el tráfico de oro, de drogas y de personas, en sitios tan diversos como El Callao, San Antonio del Táchira o el Alto Orinoco. Han aprovechado el retiro del Estado para controlar un territorio como base de operaciones de su economía criminal y espacio de protección, es decir, como un feudo. Ahí, las bandas son un poder que actúa en asociación coyuntural, o en confrontación con agentes del Estado. 

Mientras, tanto en la percepción de la gente como en las cifras, se advierte un descenso en los homicidios en Venezuela en relación con años anteriores. Pero ¿es a causa de las ejecuciones?

Verónica Zubillaga coincide en que, en efecto, desde 2017 han descendido las cifras anuales de muertes violentas, pero esta tendencia no es el producto de una política de seguridad ciudadana.

El primero de los factores es la migración, que ha extraído del país tanto dinero como jóvenes que podrían ser reclutados por las bandas. El segundo es la articulación y organización entre los grupos armados con jefaturas reconocidas, así como una racionalización de la violencia. “No es que la violencia haya desaparecido, sino que es una más organizada y dirigida. Por esto han disminuido los casos de ‘resistencia a la autoridad’, pero siguen siendo horrorosos como se ve en el video y el audio que circularon en días pasados. Los reportes internacionales de DDHH han hecho más visible la magnitud de la violencia policial en las comunidades de los sectores populares. Han contribuido a poner cierto freno, si se quiere. En vez de la OLP, hay una violencia igualmente letal, pero más apuntada como la de las FAES. Es más dirigida, no de tierra arrasada”.

Porque el colapso económico, la migración, la minería, la dolarización y el deterioro que se acumula por las sanciones, han alterado el mapa de las economías criminales. Negocios como el secuestro ya no son tan rentables, advierte Zubillaga, mientras que se pluralizan los actores armados organizados en la ciudad de Caracas: bandas libres, bandas carcelarias, grupos armados compuestos de militares o policías, o colectivos.

Mientras tanto, hay caraqueños desplazados por la violencia, zonas enteras controladas por las bandas en la costa mirandina o Paria, y una relativa, tensa y frágil calma en Petare o la Cota 905 que no sabemos cuánto puede durar. 

El quiebre de los pactos

Las bandas no se conformaron. Querían más tierra. Y el pacto colapsó. “Los intentos de expansión del control territorial por parte de la banda llevaron a enfrentamientos con bandas de otros sectores que no se quisieron doblegar, como en La Vega. La continua provocación por parte del liderazgo de las bandas de la Cota produjo la ruptura de los acuerdos con el gobierno”. Y así llegamos a la situación de hoy, que favorece esas batallas de días en la Cota 905 o en Petare, o en pueblos de los llanos y de Oriente, entre fuerzas de seguridad y bandas, con armamento de guerra. 

Fue el quiebre de los pactos entre las bandas y la policía lo que desembocó en la irrupción armada de la policía de julio, que arrasó con las comunidades y obligó al desplazamiento de los líderes. Por eso parece que alias El Koki está en Colombia. “Sin embargo —advierte la investigadora—, con la sola presencia policial y sin políticas sociales para atender a la población de esa zona tan golpeada, es predecible que surjan de nuevo bandas que se enfrenten entre sí. Es fundamental apoyar el trabajo de organizaciones que hacen vida en la comunidad para restituir el tejido social y otorgar oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes. Hay, además un gran trauma entre la población. El Estado debe pedir disculpas y reparar tanto daño causado”.

Verónica Zubillaga es clara: los factores que alimentan el círculo vicioso de rearme y enfrentamiento entre cuerpos de seguridad y bandas no han desaparecido. Y manda un mensaje que debería llegar a aquel hotel en México: “La cualidad y el horror de la violencia policial sigue allí. Por eso es urgente comenzar a pensar y a conversar sobre formas de justicia y reparación a las víctimas, punto además que actualmente forma parte de los acuerdos de entendimiento entre el gobierno y la oposición”.  

Keymer Ávila y Manuel Llorens: Katábasis, un retrato de las profundidades de nuestro infierno

“We lived happily during the war.

And when they bombed other people’s houses we,

protested,

but not enough, we opposed them, but not

enough.”

Ilya Kaminsky

Observamos un pasillo a unos diez metros de distancia. Funcionarios uniformados sostienen a un hombre por ambos brazos, su cuerpo cuelga. Es un pasillo sucio en un entorno precario. Lo vemos desde atrás. Unos metros más allá, lo que parece ser otro policía uniformado observa. Está frente a la cámara pero no sabe que lo están filmando. La mano que sostiene la cámara del teléfono tiembla. Después de unos segundos de suspenso, suena un disparo y el cuerpo se derrumba sobre sí mismo. Se ha ejecutado a un hombre frente a la cámara. Las imágenes son repugnantes. Es un asesinato premeditado, a sangre fría de un joven, aparentemente pobre, completamente rendido, cometido por un grupo de policías que dominan la escena.

Un asesinato que se asemeja a las miles de denuncias de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela. El informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, por ejemplo, utiliza distintas fuentes oficiales para concluir que las fuerzas de seguridad han ejecutado a miles de civiles al año (5.995 en 2016, 4.998 en 2017, 5.287 en 2018). Muchos de esos asesinatos fueron clasificados como enfrentamientos con la policía o “resistencia a la autoridad”, sin embargo, los testigos describen muchos episodios como el del video, donde los jóvenes fueron sacados arrastrados de sus casas y ejecutados a quemarropa frente a familiares y vecinos. Por su parte, el informe de la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, detalla página tras página actos aterradores y asesinatos flagrantes a sangre fía de jóvenes presuntamente delincuentes -y de otros que no lo eran-, realizados sin previo juicio, juez, ni pruebas.

Es difícil leer el informe, igual que lo es observar el video. Pero el descenso a los infiernos va un paso más allá, si leemos los comentarios de los ciudadanos comunes a los hilos de Twitter que reportan las ejecuciones. “No creo que los asesinados fueran ‘inocentes’. Mi respeto a los policías”; “en mi opinión es un malandro menos para la sociedad y perdóname pero no se puede pedir por sus derechos humanos”; “si fue una rata, entonces felicitaciones a esos nobles policías”, y así.

Informes del hecho reportaron que el ciudadano asesinado, de nombre Dimilson Guzmán, fue detenido por una comisión de la Policía Nacional durante un operativo en los Valles del Tuy, donde ha sucedido el mayor incremento de homicidios en los últimos años. Supuestamente, era miembro de una pandilla local. Los reportes iniciales describieron el evento, como suele ocurrir, como un “enfrentamiento”.

Unas horas más tarde, para empeorar todo, un ex-fiscal publicó en su cuenta de Twitter un audio de un oficial de policía comentando el video. En él, el presunto oficial describe con voz didáctica y tranquila, sus impresiones sobre los errores cometidos por la policía, no refiriéndose a su violencia, sino a su torpe manejo del procedimiento para encubrir las pruebas de la ejecución, sugiriendo la capacitación sistemática de agentes de seguridad en el asesinato de los detenidos.

El fiscal general, Tarek William Saab, informó de inmediato sobre la detención de los agentes de policía implicados en el asesinato. Aplaudiríamos la actuación veloz si no hubiese un déficit tremendo de investigaciones en casos previos. En diversos trabajos hemos denunciado cómo una tercera parte de los homicidios que ocurren en el país son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. ‘Monitor de Víctimas’, un proyecto que está recopilando los detalles de los homicidios, informa que los asesinatos cometidos por las fuerzas de seguridad son, de hecho, en la actualidad, la principal causa de asesinatos en Caracas. Si este fenómeno se contrasta con la situación de otros países de la región, Venezuela se encuentra entre los primeros lugares, teniendo más muertes por intervención de la fuerza pública, en números absolutos, que Brasil, que tiene siete veces más población.

Este es, lamentablemente, un evento bastante común en nuestro infierno. Es difícil no creer que esto haya conducido a una investigación y a arrestos porque la filmación llegó a las redes sociales. El número de asesinatos policiales es descomunal, al igual que la falta de respuesta institucional.

Vale la pena también contrastar la falta de indignación y hasta felicitación que realiza parte de la opinión pública en nuestro país, con la indignación y protestas colectivas surgidas a raíz de los asesinatos policiales en EE.UU y Colombia. Quizás así podemos entender lo mucho que la violencia se ha infiltrado en nuestra cultura, desensibilizándonos ante el sufrimiento ajeno. Mostrando como, no solo nuestras instituciones están pervertidas, sino que nuestra pérdida de coexistencia pacífica ha naturalizado el horror, de manera que minimizamos su gravedad con tres líneas de superioridad moral e hipótesis de mundo justo en una publicación por Twitter. Ciegos ante el hecho de que los molinos de viento del autoritarismo, el militarismo y los abusos de las fuerzas de seguridad son impulsados por el apoyo a estos actos cotidianos de horror.

El video tembloroso es un retrato de las profundidades de nuestro infierno. No es un espectáculo amable. Pero clama, venezolanos y ciudadanos del mundo, por nuestra indignación, nuestro horror, nuestra reacción.