Listado de la etiqueta: mano dura

Se presentó el tercer informe de Monitor de Uso de la Fuerza Letal en América Latina y el Caribe

El pasado 16 de abril se publicó el tercer reporte de Monitor de Uso de la Fuerza Letal en América Latina y El Caribe (MUFL). Se trata de una iniciativa que se propone medir el uso y abuso de la fuerza letal por parte del Estado en 9 países: Brasil, Chile, Colombia, El Salvador, Jamaica, México, Perú, Trinidad y Tobago y Venezuela. 

En un evento virtual que convocaba investigadores, académicos y prensa, diversos ponentes presentaban los datos de cada uno de los países mencionados.

Por Venezuela, fue nuestro investigador Keymer Ávila quien tuvo la responsabilidad de presentar en capítulo correspondiente del informe.

Entre la información presentada Ávila destacó que en Venezuela, el 2020 y 2021, fueron los años en que las muertes por intervención de la fuerza pública registradas en las noticias ocupan los porcentajes más altos dentro de los homicidios, 25% y 21% respectivamente.

“Que una cuarta parte de los homicidios los cometa el Estado es un claro indicio del uso abusivo de la fuerza. Esto es algo que no se ha observado en ningún otro país. Y estos casos son apenas un subregistro.”

Keymer Ávila

Ávila advierte que en el periodo mencionado los casos han disminuido. Sin embargo, no se plantea un panorama alentador: el número de casos continúa siendo muy alto en comparación con el histórico de casos nacionales. Agrega que “cuando se hacen los contrastes regionales, se puede apreciar que las cifras siguen siendo preocupantes”.

La merma de la vida social y económica, la reducción de la población producto del éxodo, la pandemia, la política interna que intenta aparentar normalidad en medio de un clima electoral, son algunas de las causas nuestro investigador numera para explicar la reducción de los casos.

Sin embargo, Ávila asegura que, si bien los indicadores de incidencia, que son los vinculados a las magnitudes en términos de población, número de agentes y riesgos a los que se enfrentan, han disminuido, los indicadores de abuso de la fuerza letal han aumentado.

Para descargar el informe haz clic a continuación:

Verónica Zubillaga en Tercera Dosis: “El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura”

En días recientes, nuestra investigadora Verónica Zubillaga dio una entrevista para Tercera Dosis, un medio chileno que busca difundir investigación periodística y académica.

La entrevista, con el nombre “El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura” y bajo la autoría de los periodistas Juan Pablo Luna y Juan Andrés Guzmán, la pueden leer a continuación.

El autoritarismo que emparenta a los gobiernos de Nayib Bukele y Nicolás Maduro lleva a las políticas punitivas a un nuevo nivel, dijo la investigadora Verónica Zubillaga. En Venezuela “permitió al Estado matar impunemente”, mientras que El Salvador está en la fase previa, la de la deshumanización de los presos. Pero de ahí a la matanza “hay un paso”, cree.

La semana pasada el columnista Axel Kaiser dijo que Chille necesitaba una política criminal de mano dura que “haga correr sangre”. Los que piensan de esa manera tal vez se sorprendan al saber que una de las políticas de seguridad que más ha hecho correr sangre en Latinoamérica la implementó Nicolás Maduro entre 2015 y 2019. Ante el alza de la violencia delictual que vivía Venezuela, y también para controlar la protesta social, el gobierno tuvo la misma idea que Kaiser, porque hacer correr sangre no es realmente una idea nueva ni tampoco es propiedad de un sector político.

En su momento mayor violencia, entre 2016 y 2018, las fuerzas de seguridad ocasionaron más de 4 mil muertes por año, de acuerdo con las cifras que entrega la socióloga venezolana Verónica Zubillaga. La investigadora estima que en ese periodo el Estado desplegó una “necropolítica” y pasó del encarcelamiento masivo a la “matanza sistemática”.

-Para tener una noción de la magnitud de la matanza digamos que en 2016 la policía de Venezuela mató a 4.667 personas mientras que la de Brasil mató 4.219 personas. El número es similar, pero Venezuela tenía entonces 29 millones de habitantes mientras que Brasil, al menos 200 millones-, explicó la investigadora a TerceraDosis.

¿Ese derramamiento de sangre hizo al país más pacífico? ¿Derrotó al crimen?

No.

En realidad, esta política hizo al crimen organizado más fuerte y violento. El encarcelamiento masivo, de hecho, es una de las causas del surgimiento del Tren de Aragua y de otros grupos de crimen organizado en Caracas. Peor aún, cuando el gobierno se dio cuenta de que no podía ganar ni tampoco seguir derramando sangre, pactó con las bandas una reducción de homicidios y secuestros a cambio de dejarlas gobernar numerosos territorios de la zona centro sur de la capital venezolana. En esta entrevista Zubillaga cuenta la compleja vida en eso barrios administrados por el crimen, fenómeno que la política comparada llama “gobernanza criminal”.

Verónica Zubillaga es doctora en Sociología por la universidad de Lovaina, investigadora en la Universidad Simón Bolívar en Venezuela y Profesora Visitante en la universidad de Columbia. El año pasado publicó, junto con David Smilde y Rebecca Hanson, el libro La Paradoja de la Violencia en Venezuela, un texto que explica cómo un país, que fue una democracia sólida en los 80s, quedó atrapado en una espiral de violencia criminal, pese a que durante los gobiernos de Hugo Chávez (2002-2013), Venezuela tuvo extraordinarios ingresos petroleros y se desplegaron masivas políticas redistributivas.


“Lo que se vivió con Maduro fue la mano dura en contexto autoritario, y esto implica un paso más. Porque en un contexto autoritario y con Estado de Excepción, se puede matar impunemente”


La espiral de violencia continúa hoy. Aunque las principales organizaciones criminales ya no gobiernan en Caracas, los ciudadanos se enfrentan a una extendida extorsión policial. “Hemos vuelto a una violencia más desorganizada en esas zonas. Algunos vecinos te dicen, ‘antes con la banda no te robaban, ahora los policías te roban y te cobran vacunas (coimas)’. Esa es una de las mutaciones actuales”, dice la investigadora.

La dolorosa experiencia venezolana hace que Zubillaga reaccione con crítica ante la ola de fans que tienen las políticas de Nayib Bukele en El Salvador. Sostiene que las acciones de Maduro y Bukele, pese a estar en veredas opuestas, se emparentan no solo por la extrema violencia que despliegan sus Estados sino porque se trata del uso de la mano dura en un contexto autoritario. Eso fue lo que permitió al Estado venezolano “matar impunemente” dijo la investigadora a Tercera Dosis. Al ver la deshumanización con que se trata a los presos en El Salvador, Zubillaga ve “como un horizonte verosímil” que en ese país “ocurra una mutación desde el actual punitivismo carcelario a una matanza sistemática”.

LA VIOLENCIA Y EL TREN DE ARAGUA

La investigadora identifica tres hitos que llevaron a que el crimen organizado se fortaleciera en Venezuela y que hicieron que la violencia se volviera una forma de relación social dominante. Este recuento es muy interesante para los latinoamericanos, porque la experiencia venezolana desafía varias creencias: no solo la idea de que la mano dura es una bala de plata sino también la idea de que las políticas redistributivas necesariamente tienen éxito.

El primer hito que destaca Zubillaga ocurrió en 1989 con la llegada al gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien ya había gobernado el país en la década de los 70s, durante el boom económico. A fines de los 80s Venezuela tenía problemas económicos debido a la caída del precio del petróleo, su principal exportación y muchos pensaron que, si reelegían al presidente que los había gobernado durante la bonanza, éste la traería de vuelta. Pensaron un poco como los chilenos que creyeron que el segundo gobierno de Sebastián Piñera repondría el crecimiento económico de los 90s. En ninguno de los dos países ocurrió lo que el votante esperaba. Pérez diseño un paquete de reformas neoliberales y la repuesta fue un estallido social con varios días de saqueos y represión conocido como el Caracazo en febrero de 1989, del mismo modo que el estallido social remeció a Chile mientras Piñera empujaba una reforma tributaria que rebajaba los impuestos a las empresas.

Zubillaga explica que en la década de los noventa “mientras avanzaban las medidas neoliberales, proliferaban el microtráfico y las armas, y comenzamos a tener una violencia parecida a la de Brasil. Pero nosotros no teníamos grandes grupos de crimen organizado como ellos. Lo que había eran bandas de jóvenes con mucho arraigo territorial, lo que la literatura llama ‘bandas de esquina’, que ejercían una violencia muy expresiva, muy vinculada a la masculinidad y al tráfico de drogas, pero con poca organización interna.”

Esos grupos dispararon las tasas de homicidios en ciudades como Caracas, Valencia o Maracaibo. “A mediados de los 90s tuvimos del orden de los 22 homicidios por 100.000 habitantes”, explica la investigadora.[1]

Un segundo hito es la llegada de Hugo Chávez al poder, cuya estrategia inicial para enfrentar el crimen fue usar el ciclo alcista del petróleo para desplegar un intenso programa de políticas redistributivas, conocidas como las “misiones sociales”. Sin embargo, las tasas de homicidio se dispararon, el acertijo que Zubillaga aborda en su reciente el libro.

La investigadora sostiene que tres factores contribuyeron a que la redistribución no tuviera efecto en la criminalidad. El primero es la pérdida de la capacidad del Estado de imponer el orden público.

-La revolución bolivariana fue un proceso eminentemente disruptivo dentro del Estado. Por ejemplo, entre 1999 y 2018 hubo 15 ministros de Interior y Justicia y eso hizo que las políticas públicas de seguridad no hayan tenido continuidad o fueran truncadas por disputas internas del chavismo, principalmente entre sectores civiles y militares. Eso, por ejemplo, truncó la reforma policial de Chávez que respetaba los derechos humanos y que contaba con una amplia legitimidad, pues había sido creada por una comisión en la que participaron representantes del chavismo y de la oposición, expertos de las universidades y representantes de la iglesia. Por otra parte, la polarización política también entorpeció la coordinación de actores estatales, por ejemplo, entre alcaldías de oposición y la gobernación chavista. Todo esto impidió tener políticas de seguridad eficaces.


“Uno de los éxitos del Tren de Aragua es su amplia cartera de negocios y el servicio que prestan a otras organizaciones criminales.”


Otro factor que limitó el efecto de la redistribución fue la práctica de entregar armas a los civiles. Esta política se implementó luego del intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002.

-A partir del golpe y percibiendo una continua amenaza, se comenzó a materializar una idea que Chávez repetía insistentemente: ‘la revolución bolivariana es pacífica, pero armada’. Así se formaron los llamados “colectivos”, grupos armados que se activan para lo que llaman “la defensa de la revolución” y que están compuestos por organizaciones que había antes de Chávez, grupos formados durante su gobierno, colectivos que tenían trabajo comunitario y otros más implicados en tráficos ilícitos. Como lo muestran los trabajos de José Luis Fernández-Shaw, se generó un incremento de la importación de armas ligeras. Y se sabe bien que las armas, que pueden introducirse por vía legal, las roban, se pierden y llegan a manos de las bandas o de los circuitos ilegales. Dicho sencillamente: más armas, más muertes.

Una última razón que limitó el efecto de la redistribución fueron las debilidades en el diseño de estas políticas.

-La redistribución fue muy intensa pero persistentemente dejó a la población juvenil afuera. Las misiones atendieron a madres, niños, agricultores, pero quedaron excluidos los jóvenes varones de sectores populares, que eran el grupo donde las bandas reclutaban. Por otro lado, estas políticas redistribuyeron ingresos, pero no lograron atender las desigualdades estructurales, que eran enormes. Entonces las poblaciones siguieron teniendo servicios urbanos muy precarios, educación de pésima calidad, etc. Así, mientras el precio del petróleo fue elevado, se distribuyó dinero y hubo un importante incremento del consumo; pero cuando el precio volvió a caer, Venezuela quedó pobre. Y como somos un país importador y con déficits de producción, si no hay dinero para importar, se genera una gran crisis. La baja del precio de 2013 y el colapso de la industria petrolera por pésima gestión, pérdida de personal calificado y corrupción, generó lo que llamamos el período de la emergencia humanitaria: hubo escasez de alimentos y hambre. El venezolano promedio y de sector popular perdió ocho kilos. Y allí se aceleró la migración a un nivel que se volvió visible en el continente.

Esa crisis forma parte del tercer hito que destaca la investigadora en la vía venezolana hacia la violencia.  En 2013 murió Chávez y Nicolás Maduro asumió el poder en un contexto de gran inestabilidad económica y con un aumento tanto de la protesta política como del crimen.

-Con Maduro entramos en una fase trágica, pues hubo un giro hacia la militarización de la seguridad con el objeto de combatir el crimen y también para reprimir la protesta. El 2015, que fue un momento delicado para el gobierno, pues hubo elecciones parlamentarias, se lanzó el “Operativo de Liberación del Pueblo” (OLP). Fue una política de seguridad terrible. Entre 2016 y 2018 las fuerzas policiales fueron responsables de ocasionar más de 4.000 muertes cada año. En los trabajos con Rebecca Hanson hablamos del giro de un punitivismo carcelario a una matanza sistemática. También dialogamos con el concepto de la ‘necropolítica’, porque en los barrios donde estuvimos trabajando, ser hombre joven, de piel morena, significaba que te podían matar con impunidad. La policía que participaba en los operativos usaba máscaras en forma de calaveras, lo que nos parecía una representación del poder de la necropolítica. En esta época tenemos las tasas de homicidio más elevadas en la historia del país: 70 homicidios por cien mil habitantes en 2016. La matanza fue tan escandalosa que, en 2019 Michelle Bachelet, en aquel momento Alta Comisionada de la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, hizo su primer informe sobre las miles de denuncias que llegaban y destacó, además de la criminalización de la protesta, las muertes perpetradas por las Fuerzas Especiales de la Policía en operativos anticrimen. Esto fue muy importante para visibilizar internacionalmente esta violencia. Luego, en 2020, hubo otro informe, de la Misión Independiente de Determinación de Hechos de las Naciones Unidas, de nuevo visibilizando la magnitud de la violencia policial. Las críticas llevaron a que los OLP fueran reemplazados por las Fuerzas de Acción Especial de la Policía, (FAES); y la violencia policial empezó a ser más racional y dirigida, y comenzamos a ver un descenso de las muertes violentas. Actualmente, todavía tenemos esta violencia letal de la policía, pero mucho más orientada hacia blancos específicos. Por último, es importante señalar que actualmente el gobierno de Maduro está siendo examinado por la Corte Penal Internacional.


“Llevo 30 años haciendo entrevistas con jóvenes varones de sectores populares y me consta que las redes de inclusión que tienen son las redes de economías ilícitas”


-En Chile, en Perú y en muchos lugares de Latinoamérica mucho de lo que se escucha de Venezuela tiene relación con el Tren de Aragua. ¿Cuál es tu visión respecto a su origen y a su expansión?

-El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura. Es un grupo de crimen organizado que se originó en la prisión de Tocorón cuando las políticas de encarcelamiento reunieron en ese lugar a muchos hombres jóvenes con experiencia profesional en armas. El gobierno perdió el control de esos recintos y los presos establecieron la gobernanza de las cárceles y extendieron su dominio en los sectores populares. El encarcelamiento masivo produjo procesos de mutación y organización interna en las bandas. En eso el Tren de Aragua sigue un itinerario similar al del PCC de Brasil o las Maras de El Salvador. Ahora, su expansión en el continente tiene que ver también con el proceso migratorio venezolano. Alrededor de un veinte por ciento de la población ha salido de Venezuela buscando mejores condiciones de vida: son 7 millones de personas, de acuerdo con los datos de Naciones Unidas. Entonces no solo ha salido el Tren de Aragua: han salido profesores universitarios, muchos de mis colegas, clases medias, trabajadores, sectores populares. Los trabajos de Andrés Antillano y la periodista de investigación Ronna Rísquez, evidencian la presencia del Tren de Aragua en Chile, Perú y en las fronteras con Colombia y Brasil. Pero creo que también hay un sobredimensionamiento de sus ramificaciones y un poco de sensacionalismo. Pienso que un joven venezolano que emigra y que está desprovisto de redes sociales y que no puede insertarse en la economía legal del país al que llega, puede decir que es del Tren de Aragua como una manera de presentarse y tener cierta identidad en las redes ilícitas en las que se tiene que mover. Por otra parte, las agencias policiales de los países receptores pueden tener intereses en fortalecer esta imagen de la extensión de esta banda criminal. Y los medios también contribuyen a esta situación de pánico moral, como apunta la clásica criminología crítica anglosajona. Pero también creo que algo que puede resultar muy desconcertante para ustedes es que las bandas criminales venezolanas han tenido una socialización en la violencia armada como respuesta a la violencia de Estado, que las diferencia de las tradiciones criminales a las que estaban acostumbrados en Chile.

-¿Existe todavía el Tren de Aragua, o está neutralizado, como ha sugerido el Presidente Maduro?

-Maduro hace referencia a la toma de la prisión de Tocorón en septiembre de 2023, un operativo militarizado que implicó al menos 11.000 funcionarios. En ese momento él escribió en su red social X que Venezuela quedaría “libre de las bandas criminales”. Las evidencias apuntan en el sentido contrario. El líder de la banda no fue aprehendido. Y sabemos que las redes criminales se adaptan con mucha facilidad porque los contextos en los que se desempeñan son siempre muy volátiles. Uno de los éxitos del Tren de Aragua es su amplia cartera de negocios y el servicio que prestan a otras organizaciones criminales. No hay que olvidar, además, que uno de sus negocios más importantes es la trata de personas, y son los propios venezolanos migrantes sus víctimas por excelencia.

-Para algunos analistas Venezuela se ha convertido casi en un narcoestado en cuanto a que pacta con el crimen organizado ¿Qué piensas de eso?

-Lo que hemos observado es que hay períodos donde ocurren lo que llamamos “gobernanza criminal”: asociaciones y colusiones entre las bandas y funcionarios o sectores del gobierno. En Venezuela esta colusión fue muy explicita. Por ejemplo, ocurrió con una banda de crimen organizado que fue una de las más famosas de Caracas: la banda de La Cota 905, también conocida como la banda del Koki. En 2017, año de intensa protesta social y luego del período sangriento de la OLP, el gobierno de Maduro se dio cuenta de que estos operativos no lograban bajar los homicidios, e hizo un pacto con estas bandas en términos de suspender la entrada de la policía a las zonas donde ellas operaban, que se denominaron “zonas de paz”. A cambio, las bandas se harían responsables de bajar los homicidios y secuestros y de controlar a la población. Entonces lo que vemos es “la gobernanza criminal clásica” que implica una soberanía territorial de las bandas. Aunque claro, como el Estado venezolano es muy fragmentado, aunque existía ese pacto, la policía continuaba entrando intermitentemente y las confrontaciones armadas se mantenían.

-Lo que estás diciendo lleva implícito un cuestionamiento a la distinción que tenemos entre democracias y regímenes autoritarios. Una de las características que tiene el autoritarismo clásico es control territorial. Y lo que muestras es que lo mismo que vemos en democracias como la brasilera, donde hay gobernanza criminal de las periferias, lo vemos en un contexto autoritario. Entonces, ¿esto es más un problema de Estado que un problema de régimen?

-Depende de cuál periodo se considere. En Venezuela ese tipo de pactos está claramente vinculado con un momento de mucha crítica a la legitimidad del gobierno. En 2017 de nuevo hubo mucha protesta en la calle y estos acuerdos se generaron tanto para controlar la protesta como para bajar los crímenes que causaban pánico social, como el secuestro. Entonces, estos tratos tenían que ver con el esfuerzo y la disposición de un Estado autoritario para garantizar control territorial y sobre todo la hegemonía y consolidación. Así se produjo la situación paradójica de que la oposición era enfrentada con una represión muy fuerte, mientras estas bandas criminales, como no pretendían tomar el gobierno, tenían permitido operar y controlar territorios. La lógica es que estos acuerdos garantizaban control territorial y la consolidación del gobierno autoritario. Por ello, tiendo a ver este fenómeno dentro de la mutación del gobierno de Maduro hacia un neopatrimonialismo más autoritario.

VIVIR GOBERNADO POR CRIMINALES

– ¿Cómo fue para los ciudadanos vivir en esas zonas donde el Estado permite al crimen organizado tener el control?

-Durante el pacto había fronteras precisas y las bandas estaban encargadas de mantener el orden en su territorio. Por ejemplo, si una mujer era golpeada por su marido, ella lo iba a denunciar con la banda y había una escala de castigos muy claros: la primera era una advertencia verbal, la segunda, un disparo en la mano, y la tercera vez se podía llegar al castigo letal. Cuando hacíamos las entrevistas, la gente se refería a estas organizaciones usando metáforas estatales. Decían ‘aquí la banda es como los tribunales’. Y para ciertas festividades, como el día de la madre o el día del niño, la banda distribuía regalos, hacía fiestas públicas. Entonces la gente decía, ‘bueno, es que ellos aquí son como los ministros’.

“En mis investigaciones hablé mucho con las mujeres y ellas vivían en estos “pactos” como sometidas a un poder despótico pero dadivoso. Era estremecedor. Una mujer contaba, ‘aquí vivimos como animalitos, como el monito que no puede ver, que no puede escuchar y que no puede hablar’. Esta situación tenía mucha resonancia con lo que Giorgio Agamben llama “la nuda vida”, es decir, la vida sin derechos, sin capacidad política, reducida casi a ser meramente un organismo biológico. Se vivía bajo un profundo miedo. Algunos vecinos, sin embargo, comentaban que tenían la tranquilidad de que no les iban a robar. Es decir, que las normas estaban claras. Pero se vivía con un profundo miedo frente a este despotismo armado”.

– ¿Por qué dices que este poder era también “dadivoso”?

-Porque como el grupo criminal necesita el silencio de los vecinos, también buscaba tener una buena relación con ellos. Entonces hacían regalos, organizaban fiestas enormes y a veces podían coordinar algún tipo de servicio como la distribución del agua. Durante la Pandemia, por ejemplo, distribuyeron mascarillas y estaban vigilantes de la cuarentena. Pero al mismo tiempo es un poder despótico, muy arbitrario. A una mujer que creían que los había delatado, la mataron y la quemaron a la luz del día. Fue un castigo-espectáculo que buscaba ser aleccionador: esto le pasa al que nos delata. Ese relato de la mujer quemada siempre salía en las historias de las mujeres, expresando el miedo con el que se vivía.

-En una investigación mostraste a un grupo de mujeres que lograban negociar con las bandas y reducían la violencia. ¿Cómo conseguían eso?

-Esa es una investigación muy  significativa que hicimos con Manuel Llorens y John Souto, y después con Rebecca Hanson. La llamamos “Gritos, Conversaciones, Murmullos y Chismes: las respuestas de mujeres ante los actores armados.”  Y en ella comparamos la experiencia de mujeres en dos barrios caraqueños: uno que tenía una tradición organizativa derivada de la presencia de grupos religiosos, comunidades de base cristiana, universidades; y otro que era una comunidad con precaria presencia de organizaciones y donde se llevaron los Operativos de Liberación del Pueblo. Las mujeres del barrio organizado llegaron a un pacto de cese al fuego con las bandas y constituyeron “comisiones de paz” para detener las confrontaciones armadas. La experiencia era muy llamativa también por las expresiones discursivas, es decir, por como las mujeres se referían a lo que habían logrado. Te decían ‘en esta comunidad una les habla como si fuera su madre, uno los regaña y los increpa: ‘mira, te estás saliendo de los pactos’”. Llamaba muchísimo la atención esa utilización estratégica del rol de la madre y cómo los jóvenes de las bandas respondían a eso. Y claro, esto se relacionaba con que la propia madre del jefe de la banda estaba allí y era una figura muy respetada en el barrio. Pero también funcionaba porque, desde el punto de vista instrumental, a la banda le convenía la situación, porque el negocio siempre florece cuando hay calma.

“Esto estaba en profundo contraste con la experiencia de las mujeres del otro barrio donde había una banda criminal organizada enfrentada a los operativos militarizados. En este barrio se vivía en una situación de alerta permanente. Ese era el barrio donde habían quemado a una mujer y en las entrevistas ellas murmuraban; ni siquiera se atrevían a pronunciar el nombre de los líderes de la banda. Era la experiencia del abandono, de la total orfandad de derechos. Lo que nos pareció muy llamativo de esta comparación fue, primero, que las políticas de mano dura secuestraban los recursos culturales y micropolíticos de las mujeres para lidiar y manejar la violencia en el vecindario. Y, segundo, que el fortalecimiento del tejido social, de las redes de solidaridad local, permitían a las mujeres increpar a los actores armados.”

– ¿Cómo evolucionó esa gobernanza criminal? ¿Sigue operando hoy?

-No. Esas reglas funcionaron entre 2017 y 2021. Pero cuando las bandas pretendieron ampliar el control territorial hacia otros barrios y comenzaron a desplegar de nuevo una violencia espectacular, el gobierno de Maduro, que ya estaba consolidado después de la pandemia, reaccionó con un operativo militarizado impresionante, en julio de 2021. Así se acabó la gobernanza criminal. Muchos de los líderes huyeron del país y el Koki, que era uno de los líderes más visibles, fue asesinado. Hoy ese territorio ya no está sometido a las bandas, sino más bien a la extorsión de policías. Hemos vuelto a una violencia mucho más desorganizada. A veces los vecinos dicen, ‘antes, con la banda no te robaban, ahora los policías te roban y te cobran vacunas (coimas).’ Esa es la mutación actual.

ARMAS Y FUTURO

-Algunos investigadores estiman que hay que pasar de combatir el tráfico de drogas a combatir el tráfico de armas. Tú estuviste en una comisión presidencial por el control de armas y desarme, durante Chávez. ¿Por qué tantas armas terminan en manos de la población joven?

-Las armas son un tema central en nuestra historia de la violencia. Estoy pensando, por ejemplo, en frases como “la revolución es pacífica pero armada” y el impacto que tuvo la entrada de las armas a la vida política y contemporánea de Venezuela. Haciendo relatos biográficos de hombres jóvenes, he visto cómo ellas marcan definitivamente sus trayectorias. Se utilizan, por supuesto, para llevar a cabo robos, o cobrar venganzas,  pero también forman parte de las solidaridades del grupo: es decir, una prueba de amistad entre jóvenes es que cada uno sabe dónde el otro esconde su arma. Y no solamente la utilizan para cometer venganzas u obtener dinero, sino que te decían ‘cuando tú tienes el arma, quieres salir a experimentar, a probarla, a probar la adrenalina’. Entonces es como que el arma abre horizontes “lúdicos” incluso, de salir a buscar aventuras. Por eso es importante que la población no tenga acceso a ellas.

“Cuando estaba en la comisión presidencial nos concentramos en las armas ligeras, porque son las que terminan entre la población común. El trabajo de José Luis Fernández-Shaw, que también participó en la comisión, muestra un incremento de la importación legal de pistolas. En mis trabajos empecé a advertir que las armas que eran distribuidas entre la población por razones políticas comenzaban a circular luego sin control, hacia las redes ilegales. Y allí las policías son muy importantes porque su tarea es incautar armas, pero también las distribuyen en los circuitos ilegales. Y los jóvenes, que dicen repetidamente que las municiones las consiguen con la policía. Venezuela no produce armas, pero sí municiones. Recuerdo que, en las discusiones en el marco de la Comisión para el Control de Armas, uno de los representantes de la Policía Nacional le dijo al representante militar “hay que comenzar por controlar las municiones”. La idea era traer la tecnología que se usaba en Brasil para marcar las municiones y así saber el origen de las fugas. Pero al sector militar nunca le interesó controlar el flujo de municiones, y frente a esa resistencia, no hubo manera de llevar ese programa a cabo. Así, en un contexto de profundísima conflictividad política, ocurrió que las armas legales se colaron hacia las redes ilícitas y a la población. Por eso es que siempre va a ser una pésima noticia para la población cuando se produce la liberalización del porte de armas, como proponía Bolsonaro o Milei.”

-Después de tus investigaciones, ¿en que política pones tu esperanza? ¿Crees, por ejemplo, que es viable la solución de una organización local como la de las mujeres que retan a los pandilleros?

-Si fuese la cuestión de construir una utopía, me gusta esto que contaban de dejar la guerra contra las drogas y movernos hacia la guerra contra las armas. Nuestros países que son tan desiguales, y han dedicado tanto dinero a las industrias militares y a las prisiones… Llevo 30 años haciendo entrevistas con jóvenes varones de sectores populares y me consta que las redes de inclusión que tienen son las redes de economías ilícitas. Entonces, cómo después de décadas de fracaso de la guerra contra las drogas y de persistente desigualdad estructural, insistimos en eso y no se tienen políticas masivas de inclusión juvenil. Para mi ese es uno de los grandes cuestionamientos para nuestro continente. Esos recursos deberían ir a mejor educación, mejor justicia, mejores programas de inclusión para los jóvenes, mejor atención sanitaria para consumidores de drogas.

“Cuando veo las millonarias inversiones en prisiones que ha hecho El Salvador, un país con tanta desigualdad, y veo las imágenes de las mujeres y de los familiares de los hombres que están presos, esperando, sin tener noticias fuera de las prisiones, me parece un horror; y tiene tanta resonancia con las imágenes de las madres y mujeres en Venezuela fuera de las prisiones. Pienso que es cuestión de tiempo para que El Salvador vea los resultados dañinos y no esperados de la política de mano dura. Y creo que hay un giro que es importante destacar en lo que estamos viendo allí. Porque conocemos las políticas de mano dura tradicionales en el continente, pero me parece que estamos ante una nueva fase, pues ocurre bajo un gobierno autoritario, como lo es ahora el de El Salvador. Eso es lo que vivimos en Venezuela. Lo que se vivió con Maduro fue la mano dura en contexto autoritario, y esto implica un paso más. Porque en un contexto autoritario y con Estado de Excepción, se puede matar impunemente. Entonces, veo como un horizonte verosímil para El Salvador, que ocurra una mutación desde el actual punitivismo carcelario a una matanza sistemática. De hecho, si se pone atención a cómo hablan los funcionarios policiales y de las prisiones de los pandilleros encarcelados en los muchísimos reportajes, se percibe la deshumanización total. Las imágenes que el mismo Bukele transmitió en su Twitter revelan la deshumanización radical: estas centenas de hombres, casi desnudos, en ropa interior, con la cabeza rapada, agachados, en filas y en humillación pública. Me parece que, de allí a tener una matanza, hay un paso. En Venezuela ese discurso de deshumanización y de justificación de la matanza estuvo tan institucionalizado que incluso entre algunos sectores de la población sigue estando legitimado que los malandros merecen morir.”


RECUADRO

La influencia del Castro-Chavismo en Chile

-En Chile se habla mucho de la alianza castro-chavista. Se ha dicho, por ejemplo, que el estallido chileno fue instigado por esta alianza. Y ahora se ha planteado que la orquestación del secuestro y asesinato del exmilitar venezolano Ronald Ojeda viene de Venezuela. ¿Cuál es la capacidad del gobierno de Maduro de hacer eso?

-Creo que asociar a grupos venezolanos a los eventos del 2019 es quitarles protagonismo y agencia a las protestas de los propios chilenos en su país. La verdad es que me parece más como una teoría conspirativa. Me parece que la envergadura de la protesta y de los reclamos está vinculada con la propia historia y actuales clamores de ustedes. Desde afuera uno siente que hay unas heridas en la historia chilena que quizás no se han procesado. Entonces, el 2019 fue como… caramba, los chilenos se dan cuenta que tienen esas heridas, o como dice esa expresión en inglés ‘esos esqueletos en el closet’. Creo que el proceso chileno tiene profundas razones y no le hace bien vincularlo con Venezuela. Ahora, puede ser, por supuesto, que hubiera y que haya todavía bandas de gente agitadora, eso es muy probable. Pero a los venezolanos los están usando como agitadores para todo. Por nuestra amplia migración, ahora somos considerados los agentes externos en el interior de sociedades con sus propios conflictos y esto nos convierte en los chivos expiatorios ideales. En 2019 en Bogotá también escuché que los venezolanos eran los autores de las protestas. Si los venezolanos fuésemos tan eficaces… (Risas).

Lo que sí parece claro es que, en esta época de elecciones en Venezuela, cuando tanto Gustavo Petro como Lula Da Silva han manifestado críticas a Maduro, el único respaldo ha venido desde Nicaragua. Y pensándolo en términos geopolíticos, creo una de las causas para que llegáramos a esa situación fueron las sanciones de Estados Unidos contra Venezuela. Tuvieron un pésimo efecto. Por una parte, terminaron por legitimar al gobierno de Maduro frente a sectores del chavismo. En 2019 casi nadie apostaba por él, sin embargo, la manera en que maniobró frente a las sanciones, lo validó entre sus pares. ¿Y qué hizo Maduro? Tejió alianzas con países autoritarios como Rusia, China, Turquía e Irán. Hay un vuelco hacia asumirse un gobierno frontalmente autoritario, a tener socios autoritarios, y en ese sentido hoy los apoyos latinoamericanos incondicionales son Cuba y Nicaragua. Es decir, hemos dado un giro hacia la consolidación de un gobierno claramente autoritario, en el cual permanentemente se están violando leyes, acuerdos y los derechos de la población. En este periodo preelectoral, por ejemplo, hay una avanzada de una tendencia extremadamente represiva donde se observa una falta de pudor con el autoritarismo. Ha habido un recrudecimiento de la persecución política impresionante. Hoy tenemos una compañera, Rocío San Miguel, que es investigadora del tema militar, que está en prisión. También personajes muy cercanos a la candidata política María Corina Machado fueron detenidos a la usanza de las dictaduras del Cono Sur: la agarraron en la calle y las grabaciones son terribles. Es evidente que el gobierno de Maduro, junto con el de Nicaragua, son gobiernos autoritarios que tienen cada vez menos recato en ejercer este autoritarismo impúdico violando todos los derechos de la gente.

¿Cuál dirías que es la situación de Venezuela en términos de la inserción del país en mercados ilícitos regionales? Estoy pensando particularmente en lo que ocurre en las fronteras que tienen con Colombia y Brasil.

-En estos momentos estamos tratando de pensar a Venezuela y a Colombia de manera relacional, porque hay importante presencia de grupos armados colombianos en Venezuela, por ejemplo, el ELN, en la zona de frontera y de El Tren de Aragua en Colombia, entre la variedad de grupos que se mueven en esa zona. Eso genera unos flujos muy importantes de economías ilegales y de personas. Entonces, pensar sobre la paz total en Colombia implica obligatoriamente pensarla en diálogo con Venezuela.

-En esa frontera no solo hay tráfico de drogas, sino de personas y minería. Funcionan varios mercados.

Claro, en el sur del país hay minería ilegal. Y ahí está el ELN, pero también hay fuertes indicios de presencia del PCC de Brasil. Y lo que se advierte es una suerte de colusión entre el sector militar y las bandas armadas para posibilitar la extracción, allí los trabajos de Andrés Antillano son significativos. Por eso me parece que el desafío para nosotros, pero también para Colombia, enrumbada en ese proceso que ha denominado como “la paz total”, es precisamente cómo incluir a Venezuela en la conversación. Hoy varios colegas estamos tratando de resolver cómo pensar en esta propuesta de paz total relacionalmente, primero porque la frontera entre Colombia y Venezuela es amplísima y luego por este flujo de población y de rentas. También, porque los dos países tenemos tanto que aprender e intercambiar en término de nuestras historias de violencias, pero también en relación con los esfuerzos de construcción de paz y búsqueda de justicia. Entonces, es un desafío importante. Es un desafío muy complejo.

El FAES no depende de nadie

La violencia como práctica sistemática promovida desde el Estado, a través de sus cuerpos de seguridad, ha sido un tema transversal en nuestro trabajo investigativo.

Este mismo año hemos publicado La Muerte Nuestra de Cada Día, libro bajo el sello de la Editorial de la Universidad del Rosario en el que confluyen las miradas de distintos investigadores dedicados de la violencia armada en Venezuela. Lo que incluye, entre otros tópicos, la reforma policial y el uso de la fuerza letal en la Venezuela post-Chávez.

Esta vez, nuestro investigador Keymer Ávila, trae un trabajo que en palabras de Jorge Rosell Senhenn, Magistrado Presidente Emérito de la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia “no es una denuncia, sino una dramática evidencia de las muertes que han generado las FAES y otros cuerpos policiales (…) en donde resalta la «tolerancia institucional», que no es más que la impunidad que cubre estos crímenes”.

Para descargar la investigación, hacer click en el siguiente enlace.

Manuel Llorens en Papel Literario: secuelas culturales de la violencia crónica

“Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura”

A comienzos de julio Caracas estuvo sometida a enfrentamientos armados que detuvieron la ciudad, cerraron la circulación por distintas zonas y mandaron a la gente en estampida, a buscar refugio. No mucho antes, en abril, bombardeos y enfrentamientos, entre grupos disidentes de la FARC y las Fuerzas Armadas venezolanas, fueron reportados en la frontera de Apure con Colombia.

Entre las imágenes que circularon por redes sociales los días de zozobra, pudimos observar mujeres con bolsos improvisados e hijos pequeños en los brazos tratando de huir de los enfrentamientos. A su vez, en dos semanas se reportaron hasta 5.000 personas que cruzaron apuradamente la frontera hacia Colombia desde Apure, intentando salvar sus vidas. Se trata de comunidades resquebrajadas por miedo, impotencia y dolor.

A los pocos días del enfrentamiento, en medio de las incursiones de la policía en el barrio, reportajes describieron a la Cota 905 como un vecindario fantasma, con algunos hogares vacíos, abandonados por familias que salieron despavoridas, así como casas habitadas pero silenciosas, esperando aterrados que un escuadrón tumbara sus puertas. Los que se atrevieron a hablar con la prensa lo hicieron en susurros. El ambiente es de terror sigiloso. El tiroteo terminó, pero la amenaza de la policía –la misma que ha ejecutado extrajudicialmente a miles de jóvenes en estos años–.


Se ha informado que, de aproximadamente 60 fallecidos a partir de los tiroteos, solo 6 han sido confirmados como miembros de las bandas delictivas. Los reportes de ejecuciones por parte de la policía a jóvenes en sus propios hogares, se asemeja a las múltiples denuncias detalladas en los informes de la Comisión de las Naciones Unidas. Pero además de la suma de horror estatal y el horror delincuencial, llama la atención las respuestas que publican las personas en respuesta a estas denuncias. Respuestas que minimizan el horror de las ejecuciones extrajudiciales acusando a distancia de que “seguramente eran malandros, no los vengan a defender ahora”. Algunos aplauden y aúpan la retaliación indiscriminada.

Interesa atender a la violencia venezolana no solo por los episodios terribles y las consecuencias más evidentes. Interesa comprender las consecuencias que esa violencia generan en la conformación de nuestra manera de vivir, de relacionarnos entre nosotros, sus efectos en la cultura.


En las investigaciones que venimos realizando uno de los focos ha sido comprender cómo la violencia crónica afecta a las comunidades, cómo transforma nuestros estilos de vida.

En una serie de estudios etnográficos realizamos observación y entrevistas en tres comunidades que han sido afectadas gravemente por la violencia. En primer lugar, trabajamos en Los Valles del Tuy, que es la zona en que aumentó a más velocidad el homicidio en los últimos años. En segundo lugar, investigamos la serie de linchamientos que sucedieron en la urbanización de Los Ruices a partir del 2015 y, finalmente, un sector de La Vega acosado por la violencia

Si bien es cierto que en cada caso las expresiones de violencia fueron muy distintas, hay semejanzas en varias consecuencias del funcionamiento de las comunidades. En Los
Ruices los vecinos nos contaron su impotencia y hastío ante la cantidad de robos que han padecido. Con ambivalencia hablaron del horror de presenciar linchamientos en las cuadras donde vivían tanto como la justificación de entender que era una reacción a la sensación de desprotección.

El desamparo vivido, acentuado luego de las protestas de 2014 en que la Guardia, junto a los colectivos armados, intimidaron a los residentes de la zona, aumentó la cohesión interna de Los Ruices y la desconfianza en las autoridades. Un grafiti apareció en la pared de una construcción que advertía: “Los Ruices se respeta”. Lo que condujo a que algunos miembros de la comunidad se organizaran y ejecutaran acciones de linchamientos. Un grupo se armó con bates y palos, movidos por la convicción de estar haciendo justicia, dispuestos a salir ante la señal de robo, para descargar su impotencia y frustración en el cuerpo del presunto victimario.

En La Vega, compartimos por tres años con varias comunidades que sufrían el acoso de varias pandillas rivales que ocupaban espacios contiguos en la zona. Los vecinos nos contaron el asedio constante, las muchas veces que se vieron atrapados entre fuego cruzado, las invasiones de las bandas de un sector a otro buscando venganza, la sensación continua estar vigilados por los grupos armados que colocan gariteros en las entradas y salidas del sector. Un vecino nos dijo, “yo trato de no saber mucho, no escucho, no veo”, para explicar como cualquier pedazo de información puede conducir a que se le señale de traidor o “sapo”.

En ese ambiente paranoico, la gente habla en susurros y mira de reojo, tratando de continuar con la vida. Una escuela maravillosa, conducida por unas monjas, funge de espacio de tregua e intenta negociar un poco de aire para respirar. En ocasiones se hacen los velatorios allí, para evitar que la banda contraria aproveche el ritual para asesinar a sus contrarios.

Pero aún más significativa es el hecho de que, como en Los Ruices, las opiniones de los vecinos sobre los jóvenes violentos son ambivalentes. A pesar del temor continuo que imponen, en un lugar carente de instituciones, un conocido violento, dispuesto a morir por proteger su sector, puede representar la versión más concreta de seguridad. En algunas de las conversaciones con niños que pudimos registrar, nos explicaban, refiriéndose a los malandros de su sector: “ellos nos cuidan, son buenos con nosotros,
nos dan comida”. La policía no hace mucho por cambiar estas percepciones. Los registros de continuas incursiones violentas que atropellan a justos por pecadores son reportados por todas las comunidades.

En Los Valles del Tuy registramos situaciones aún más dramáticas, de bandas terriblemente violentas que tienen acosada a la población, al punto de haber invadido algunas por completo y obligado a los residentes a abandonar sus casas. Una persona nos contó en una entrevista, “ya no tenemos vecinos, ya que todos decidieron huir”. Muchos espacios están controlados por alcabalas improvisadas que restringen las salidas y entradas. Todos refieren sentirse continuamente vigilados y temerosos de los actos de horror con que las bandas intimidan a todos. Una mujer desplazada de su sector nos contó que diez hombres armados llegaron a su casa, uno con una granada: “Estaba con mi esposo y mis hijos. Entré al cuarto y les dije ‘ay, hijos, nos vinieron a matar’”. Las comunidades nos transmitieron el terror continuo en que viven.

Viven en un péndulo constante entre la guerra y la paz. Por un lado, viven aterrados y desarrollan estrategias de sobrevivencia como las de un país en guerra, por otra, intentan continuar con sus rutinas como si todo fuera normal.

Pero los impactos en la convivencia y el funcionamiento de las comunidades son dramáticos. El miedo que hace que la gente hable en susurros y esté continuamente alerta a cualquier señal de amenaza, los cambios de horarios y rutinas para evitar los lugares y horas de riesgo, el aislamiento dentro de los hogares, el esfuerzo por enseñar a los hijos a desconfiar y a protegerse, el escepticismo en la bondad de los otros y la absoluta desconfianza en el Estado, así como la decisión de tomar la justicia en las propias manos apoyando los violentos locales, configuran patrones de vida que alteran profundamente la cultura.

Ignacio Martín-Baró, psicólogo social y sacerdote jesuita que estudió el impacto en la población de la Guerra Civil en El Salvador lo describió como trauma psico-social. El término subraya que los daños no se evidenciaban solamente en los individuos sino también en el tejido social. De todas las consecuencias nefastas que venimos describiendo, subrayemos dos particularmente preocupantes.

En primer lugar, Martín-Baró habló de la “militarización de la mente”. Se refería a las actitudes y creencias que se instalan en aquellos que crecen en lugares donde la violencia es la norma. Se refiere a la conclusión de que, solo recurriendo a la fuerza, solo respondiendo a la violencia con más violencia, se pueden resolver los conflictos. Una creencia que se expresa en la idealización del hombre fuerte, la exaltación de las armas, la celebración de la guerra. Lo militar termina arropando lo civil. El militarismo, que no se refiere al aparato militar, sino a las actitudes que sostienen una sociedad que enfatiza lo militar, se instala en la exaltación de la fuerza sobre la razón, el clamor por cuerpos de seguridad cada vez más férreos, el clamor de “ojo por ojo”, sobre la ética del cuidado.

Paradójicamente, el crecimiento de lo militar, no va de la mano de la instalación del orden que la fantasía militarista pregona. Como ha sucedido en otros países latinoamericanos y africanos, lo militar más bien va de la mano con el deterioro del estado de derecho y el abandono de amplias zonas del país. Es precisamente la lógica militarista la que deteriora la institucionalidad y deja al país a la deriva, dividido en feudos comandados por diversas fuerzas oficiales o paraestatales. Venezuela es prueba fiel del fracaso estrepitoso que ha representado la lógica militarista. Es la mano dura y no su falta la que nos metió en este lío.

Finalmente, la violencia conduce a la deshumanización. Los comentarios que alientan los operativos de violencia indiscriminada de la policía desprecian el terrible sufrimiento de los miembros de esas comunidades, colocando a todos sus miembros en el mismo saco estigmatizado. Provocan una herida doble, a la de sufrir los horrores de la violencia le suman la deshumanización de desconocer las injusticias padecidas.

Estas consideraciones, que podrían lucir lejanas de una publicación cultural, no lo son ya que la lucha por la palabra, es una tarea de resistencia, una apuesta a una cultura basada en la ciudadanía, es un esfuerzo crucial para rehumanizarnos y resistir al militarismo que nos han impuesto. El arte es el cultivo de la imaginación, de la posibilidad de pensar el mundo desde ojos ajenos, puede ser un ejercicio de empatía. Ante estos ciclos terribles de violencia que se han instalado en nuestra cultura, necesitamos de ciudadanos, escritores y políticos como Andrés Eloy Blanco, que, confrontado con los horrores de la violencia y el militarismo que padeció en carne propia, respondió con su
“Canto bajo el olivo”:

Por mí, ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí,
no derramar ni la sangre
que cabe en un colibrí,
ni andar cobrándole al hijo
la cuenta del padre ruin
y no olvidar que las hijas
del que me hiciera sufrir
para ti han de ser sagradas
como las hijas del Cid.

El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país

Desde nuestra red, gracias al trabajo de nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga, y en alianza con Paz Activa, publicamos El poder reparador de lo simbólico. Reflexiones para nuestro país. Un documento que se concentra en el valor de lo simbólico en el marco de un proceso de reparación marcado por la violencia y la pérdida.

El trabajo, que contiene comentarios de Cristian Correa del Centro Internacional de Justicia Transicional, se forma sobre la base de testimonios de mujeres, cuyos hijos han sido víctimas de operativos policiales, y del registro que se ha hecho en esas mismas comunidades que han sido blanco de estas acciones sostenidas de violencia.

En Reacin, el uso desproporcionado de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado y las terribles consecuencias que estas dinámicas generan en la sociedad, han sido foco central de nuestra acción investigativa. En diversos artículos de opinión y entrevistas para medios, nuestros investigadores han alertado sobre la urgencia de gestar políticas públicas que incidan directamente en el respeto sistemático de los Derechos Humanos, y por extensión, en la no normalización de la violencia.

Esta vez, este trabajo nos ha ofrecido la oportunidad de seguir reflexionando sobre la posición de la víctima, sobre el sosiego que buscan a través de la justicia.

Descarga el documento a continuación:

Presentación del libro La muerte nuestra de cada día

El pasado mes de febrero se llevó a cabo, de manera online, la presentación de nuestro libro La muerte nuestra de cada día, de la mano de la Editorial de la Universidad del Rosario.

Se trata una reedición de Dicen que están matando gente en Venezuela, presentado en el 2020 bajo el sello de Editorial Dahbar. 

La muerte nuestra de cada día, contiene dos capítulos adicionales con autores de lujo:  Roberto Briceño León y Luis Gerardo Gabaldón.  Nuestros investigadores Keymer Ávila, Rebecca Hanson, Manuel Llorens, Francisco Sánchez, Chelina Sepúlveda, John Souto y  Verónica Zubillaga, conservan sus capítulos relacionados con la violencia armada y las políticas de seguridad ciudadana en el país.

El libro reúne a un equipo de investigadores que han venido estudiando, muy de cerca, la violencia armada en el país desde hace años. En sus páginas se intenta ofrecer una mirada amplia y diversa que recorre desde las secuelas íntimas en la vida concreta de los implicados, los impactos de la exacerbada militarización en el país, hasta los retos cuantitativos de medir la violencia, pasando por sus efectos en la convivencia.

El encuentro virtual estuvo hilado por los pertinentes comentarios de los profesores Arlene Tickner, Michael Reed-Hurtado. Ambos en compañía de nuestros investigadores y también editores académicos del libro Verónica Zubillaga, Manuel Llorens y Francisco Sánchez.

A continuación el link del registro de la presentación.

Presentación La muerte nuestra de cada día

Monitor Fuerza Letal: “Uno de cada tres homicidios que ocurre en Venezuela es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado”

El pasado miércoles 26 de enero se llevó a cabo el lanzamiento de la segunda edición del Monitor Fuerza Letal.

Se trata de un informe que reúne el trabajo de diversos investigadores y organizaciones, y que contiene cifras del uso de la fuerza letal por parte de cuerpos de seguridad del Estado, en 8 países de la región.

El evento virtual, que convocó a miembros de la sociedad organizada, organizaciones no gubernamentales, estudiantes, académicos, entre otros, presentó resultados por país, promoviendo la comprensión del fenómeno de la fuerza letal de cara a prevenirlo.

Entre los resultados del capítulo dedicado Venezuela, orquestado bajo el trabajo de nuestro investigador Keymer Ávila, destaca que uno de cada tres homicidios registrados es perpetrado por el uso armas de fuego por parte de la Fuerza Pública.

Este dato ubica a Venezuela como el país con la mayor cantidad de casos extremos de abuso.

Para reparar en más detalles, los invitamos a descargar el PDF con el informe.

Verónica Zubillaga en Cinco 8: La guerra con las bandas no ha terminado

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció recientemente una entrevista al portal digital Cinco 8, sobre la lógica bélica con la que se ha asumido la gestión de la seguridad en el país.

Las redes sociales son útiles para denunciar cosas pero también sirven para otros propósitos, y los gobiernos lo saben, así como los delincuentes y los que cometen crímenes con uniforme y credencial. En Venezuela se ha vuelto frecuente que se viralicen videos de delincuentes exhibiendo su poder de fuego, y al día siguiente imágenes en las que esos mismos hombres aparecen muertos, con la etiqueta de “abatidos” encima. Es fácil constatar cómo los cuerpos de seguridad reciben elogios en los comentarios, y no necesariamente de bots o trolls en nómina, sino de ciudadanos comunes que aplauden a los oficiales por aplicar lo que la legislación venezolana no permite: la pena de muerte.

Eso ocurrió con el video reciente de una ejecución, hecho con celular por una persona oculta tras un muro, en el que se ve con claridad brutal cómo dos agentes con pasamontañas ejecutan a un joven encadenado en un barrio. Hubo más aplausos que condena. Poco después, se difundió un audio en el que un oficial explica —como si explicara cómo armar una mesa o preparar una tortilla— cómo matar a alguien sin dejar evidencia. Importante esto último, porque, por más que sea, las Naciones Unidas y las ONG están mirando. Por más que sea, hay un supuesto proceso de negociación en México por el que el régimen de Maduro quiere aliviar sanciones.

Como recuerdan Keymer Ávila y Manuel Llorens en un artículo para Caracas Chronicles, esas ejecuciones rondan las cuatro mil por año, según las cifras que a partir de fuentes oficiales maneja la oficina de la Alta Comisionada Michelle Bachelet. Claro, se sabe que estas cosas tienen historia. Que las ejecuciones extrajudiciales por “resistencia a la autoridad” han ocurrido siempre y que en la era chavista prosperaron, por ejemplo, los “grupos de exterminio” de policías en varias partes del país. Lo que sí es nuevo es la proporción de muertes a manos del Estado y el poder armado y territorial de las mayores bandas criminales y los grupos de civiles armados. 

Alguien que puede explicar con detalle los patrones detrás de estos fenómenos, porque lleva años investigándolos, es Verónica Zubillaga.

De zona de paz a zona de guerra

Profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar con un doctorado en Sociología de la universidad de Louvain en Bélgica, Zubillaga es cofundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia, Reacin. Tiene tiempo diciendo que cuando se derrumba la capacidad del Estado para manejar la exclusión social, la conflictividad y el crecimiento de la criminalidad, el gobierno de Maduro opta por una respuesta de mano dura que termina fortaleciendo a los grupos criminales y torna al Estado en un agente fundamental de violación de derechos humanos. 

Es un círculo vicioso. Un Estado que no crea oportunidades de inserción educativa y económica para los jóvenes pobres, y que estimula las economías criminales, reacciona a la criminalidad con violencia extrema. Y las bandas criminales que absorben a esos jóvenes se arman para defender sus negocios ilegales y sus territorios con más violencia extrema. 

Esta investigadora ha conectado la teoría acumulada en el mundo sobre la relación entre gobiernos y grupos criminales —las muchas experiencias en América Latina de respuesta armada en nombre de la guerra contra las drogas que terminan intensificando la conflictividad y la exclusión que alimenta esa violencia— con el trabajo de campo en las comunidades, creando sus propios marcos de interpretación para nuestra realidad. De eso está lleno el libro que editó con Manuel Llorens en 2020, Dicen que están matando gente en Venezuela: violencia armada y políticas de seguridad ciudadana (Editorial Dahbar), que contiene historias de la gente que intenta sobrevivir en ese entorno de continuo sometimiento a quien lleva el rifle de asalto. 

Sobre el fenómeno de las megabandas y en particular de la de alias El Koki en el suroeste de Caracas, mucha gente cree que los gobiernos chavistas armaron a las bandas para reprimir o someter a la población, y ahora no hallan cómo controlarla, y otra gente cree que estas bandas fueron armadas por la oposición para resistir al gobierno. ¿Son mitos? 

Verónica Zubillaga dice que el crecimiento de las bandas es sobre todo producto de decisiones que se fueron tomando en el camino, no el producto de un plan sistemático del gobierno, y que ha ocurrido en otros países.

Las políticas de “Mano Dura” y “Mano Súper Dura” como las llamaron oficialmente en El Salvador contribuyeron al efecto no esperado de la reorganización y fortalecimiento de las maras. Y en México, la militarización de la “guerra contra el narco” estimuló actos de violencia extrema por parte de las bandas en su competencia interna o su conflicto con el Estado. 

En Venezuela, luego de una reforma policial inconclusa que incluyó un proceso de consulta con la población y las expectativas truncadas de al fin tener en este país una policía respetuosa de los derechos humanos, en 2009 comienza una fase de encarcelamiento masivo con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. Eran los tiempos en que el general Benavides decía que “el destino de todo delincuente es la cárcel o bajo tierra”. En dos años se duplicó la población carcelaria, que alcanzó las cincuenta mil personas en 2012, y vino la pérdida de control de las prisiones, las bandas carcelarias, el nuevo vocabulario protagonizado por los “pranes”, y también la lógica económica, sumamente lucrativa, de las prisiones llenas de jóvenes que sabían que tarde o temprano llegarían a ellas y se venían preparando. “El Estado social se reduce y el Estado penal se amplía”, dice Zubillaga. “Una enorme población juvenil no tiene dónde insertarse, porque los jóvenes son los grandes huérfanos de la revolución: no hubo misiones para ellos en el período dorado de las misiones”. 

Zubillaga, con su colega estadounidense Rebecca Hanson, trabaja en la tesis de que mientras en El Salvador el experimento de las zonas de paz y los pactos con las maras requirieron la participación de varios actores del sector público y privado, nacionales e internacionales y lograron la reducción coyuntural de los homicidios, en Venezuela fueron la iniciativa de un solo sector del gobierno, sin ninguna coordinación con otros sectores, y generaron oportunidades para crear alianzas entre jóvenes que se pretendía alejar de la delincuencia. Según la investigadora, “aquí se cedió la soberanía territorial a estos grupos, sin seguimiento”. Los policías seguían entrando a las zonas de paz para actividades de extorsión. A las armas que ya tenían, las bandas sumaron las que provienen de la distribución de armas que se hizo entre algunos actores en las comunidades para defender al gobierno en caso de un alzamiento, con el pretexto de la amenaza de invasión extranjera, y las que llegaron mediante el mercado negro que ofrece municiones hechas en Cavim o pertenecientes a los cuerpos policiales. 

Cuando el plan de las zonas de paz fracasó y en 2015 el gobierno viró hacia la guerra con un nuevo operativo de seguridad cuyo nombre es prácticamente una declaración bélica, Operación de Liberación del Pueblo, las bandas de la zona centro-sur-oeste de Caracas crearon una alianza contra las fuerzas de seguridad. Sabían que tenían cómo defenderse.

La necropolítica: política de la muerte

La OLP se estrenó con una incursión en La Cota 905 que dejó 14 muertos y unos 200 detenidos. Luego siguió por el resto del país. “La OLP fue nefasta”, dice Zubillaga. “Dos años de policías invadiendo estas zonas, violando masivamente todo tipo de derechos. Hubo matanzas de jóvenes, robos masivos en las comunidades. Cuando en 2017 Luisa Ortega rompió con el gobierno, dijo que en 2016, el año más violento de nuestra historia, el 21 por ciento de las muertes violentas las habían causado agentes policiales. El concepto de necropolítica de Achille Mbembe me pareció más que sugerente: el mismo Estado decreta a parte de su población como enemigo interno y se dedica a matar sistemáticamente. La militarización de la seguridad, como una matriz para entender la realidad, dentro de la cual Maduro explica y activa la OLP como una forma de contrarrestar, dice él en su discurso, el paramilitarismo que atenta contra la revolución, es un claro ejemplo de necropolítica”. 

En el marco del lanzamiento de la OLP se etiqueta a estas comunidades como  “corredores de la muerte”, categoría estigmatizante con la que jefes chavistas como el expolicía Freddy Bernal definen esos laberintos de ciudad informal en los que operan las alianzas de las bandas para justificar que se trata de zonas a las que hay que entrar a matar. 

Ya no es aquella vieja policía que encarcelaba hombres pobres sin razón, en nombre de la ley de vagos y maleantes, ni siquiera del encarcelamiento masivo de los años previos: ahora van a ejecutar.

“Un policía me dijo que se había comenzado a eliminar porque se pensaba que las prisiones solo hacían que los delincuentes salieran de ahí más poderosos”, dice Zubillaga. En un artículo que escribió con Rebecca Hanson, Zubillaga describe este proceso como un paso del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: el gobierno decidió que no bastaba arrojar gente en masa a cárceles hechas para castigar; ahora había que matar en masa. 

La gobernanza criminal

En 2017 se hizo evidente el fracaso de las OLP para erradicar las bandas. En medio de la intensa conflictividad política de ese momento, se abrió un período de nuevos acuerdos entre sectores del gobierno y los jefes de la Cota 905. Pero esta vez, con otros funcionarios de gobierno y mayor unificación estatal, se logró forjar una cohabitación estratégica con las bandas de la zona centro-sur-oeste. “Una vez que pactaron con sectores del gobierno, dejaron de cometer crímenes espectaculares y que generan pánico social, como el secuestro, para concentrarse, con la tolerancia oficial, en actividades ilícitas que produjeron rentas importantes como el microtráfico de drogas o la extorsión. En ese contexto, el negocio floreciente del tráfico de drogas no generaba competencia entre bandas y los acuerdos con gente del gobierno también redujeron los enfrentamientos con la policía”. 

Durante la gobernanza de la banda, en la Cota 905 no se permitía robar al vecino ni el abuso sexual. “Las bandas regulan su propia violencia y la vida social en las comunidades. Los vecinos te dicen que en la Cota 905 o en el 23 no te roban como sí te roban en Altamira. Por eso hablamos de gobernanzas criminales por el poder real y la capacidad de regular la vida social en sus comunidades”. Desde entonces, las bandas y los grupos armados ejercen un tipo de dominación territorial y social, como la que decían tener los colectivos en el oeste de Caracas y antes de eso las guerrillas; una gobernabilidad forjada a punta de un despotismo armado, que hoy se aplica en varias ciudades venezolanas, y en regiones valiosas para el tráfico de oro, de drogas y de personas, en sitios tan diversos como El Callao, San Antonio del Táchira o el Alto Orinoco. Han aprovechado el retiro del Estado para controlar un territorio como base de operaciones de su economía criminal y espacio de protección, es decir, como un feudo. Ahí, las bandas son un poder que actúa en asociación coyuntural, o en confrontación con agentes del Estado. 

Mientras, tanto en la percepción de la gente como en las cifras, se advierte un descenso en los homicidios en Venezuela en relación con años anteriores. Pero ¿es a causa de las ejecuciones?

Verónica Zubillaga coincide en que, en efecto, desde 2017 han descendido las cifras anuales de muertes violentas, pero esta tendencia no es el producto de una política de seguridad ciudadana.

El primero de los factores es la migración, que ha extraído del país tanto dinero como jóvenes que podrían ser reclutados por las bandas. El segundo es la articulación y organización entre los grupos armados con jefaturas reconocidas, así como una racionalización de la violencia. “No es que la violencia haya desaparecido, sino que es una más organizada y dirigida. Por esto han disminuido los casos de ‘resistencia a la autoridad’, pero siguen siendo horrorosos como se ve en el video y el audio que circularon en días pasados. Los reportes internacionales de DDHH han hecho más visible la magnitud de la violencia policial en las comunidades de los sectores populares. Han contribuido a poner cierto freno, si se quiere. En vez de la OLP, hay una violencia igualmente letal, pero más apuntada como la de las FAES. Es más dirigida, no de tierra arrasada”.

Porque el colapso económico, la migración, la minería, la dolarización y el deterioro que se acumula por las sanciones, han alterado el mapa de las economías criminales. Negocios como el secuestro ya no son tan rentables, advierte Zubillaga, mientras que se pluralizan los actores armados organizados en la ciudad de Caracas: bandas libres, bandas carcelarias, grupos armados compuestos de militares o policías, o colectivos.

Mientras tanto, hay caraqueños desplazados por la violencia, zonas enteras controladas por las bandas en la costa mirandina o Paria, y una relativa, tensa y frágil calma en Petare o la Cota 905 que no sabemos cuánto puede durar. 

El quiebre de los pactos

Las bandas no se conformaron. Querían más tierra. Y el pacto colapsó. “Los intentos de expansión del control territorial por parte de la banda llevaron a enfrentamientos con bandas de otros sectores que no se quisieron doblegar, como en La Vega. La continua provocación por parte del liderazgo de las bandas de la Cota produjo la ruptura de los acuerdos con el gobierno”. Y así llegamos a la situación de hoy, que favorece esas batallas de días en la Cota 905 o en Petare, o en pueblos de los llanos y de Oriente, entre fuerzas de seguridad y bandas, con armamento de guerra. 

Fue el quiebre de los pactos entre las bandas y la policía lo que desembocó en la irrupción armada de la policía de julio, que arrasó con las comunidades y obligó al desplazamiento de los líderes. Por eso parece que alias El Koki está en Colombia. “Sin embargo —advierte la investigadora—, con la sola presencia policial y sin políticas sociales para atender a la población de esa zona tan golpeada, es predecible que surjan de nuevo bandas que se enfrenten entre sí. Es fundamental apoyar el trabajo de organizaciones que hacen vida en la comunidad para restituir el tejido social y otorgar oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes. Hay, además un gran trauma entre la población. El Estado debe pedir disculpas y reparar tanto daño causado”.

Verónica Zubillaga es clara: los factores que alimentan el círculo vicioso de rearme y enfrentamiento entre cuerpos de seguridad y bandas no han desaparecido. Y manda un mensaje que debería llegar a aquel hotel en México: “La cualidad y el horror de la violencia policial sigue allí. Por eso es urgente comenzar a pensar y a conversar sobre formas de justicia y reparación a las víctimas, punto además que actualmente forma parte de los acuerdos de entendimiento entre el gobierno y la oposición”.  

Keymer Ávila y Manuel Llorens: Katábasis, un retrato de las profundidades de nuestro infierno

“We lived happily during the war.

And when they bombed other people’s houses we,

protested,

but not enough, we opposed them, but not

enough.”

Ilya Kaminsky

Observamos un pasillo a unos diez metros de distancia. Funcionarios uniformados sostienen a un hombre por ambos brazos, su cuerpo cuelga. Es un pasillo sucio en un entorno precario. Lo vemos desde atrás. Unos metros más allá, lo que parece ser otro policía uniformado observa. Está frente a la cámara pero no sabe que lo están filmando. La mano que sostiene la cámara del teléfono tiembla. Después de unos segundos de suspenso, suena un disparo y el cuerpo se derrumba sobre sí mismo. Se ha ejecutado a un hombre frente a la cámara. Las imágenes son repugnantes. Es un asesinato premeditado, a sangre fría de un joven, aparentemente pobre, completamente rendido, cometido por un grupo de policías que dominan la escena.

Un asesinato que se asemeja a las miles de denuncias de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela. El informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, por ejemplo, utiliza distintas fuentes oficiales para concluir que las fuerzas de seguridad han ejecutado a miles de civiles al año (5.995 en 2016, 4.998 en 2017, 5.287 en 2018). Muchos de esos asesinatos fueron clasificados como enfrentamientos con la policía o “resistencia a la autoridad”, sin embargo, los testigos describen muchos episodios como el del video, donde los jóvenes fueron sacados arrastrados de sus casas y ejecutados a quemarropa frente a familiares y vecinos. Por su parte, el informe de la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, detalla página tras página actos aterradores y asesinatos flagrantes a sangre fía de jóvenes presuntamente delincuentes -y de otros que no lo eran-, realizados sin previo juicio, juez, ni pruebas.

Es difícil leer el informe, igual que lo es observar el video. Pero el descenso a los infiernos va un paso más allá, si leemos los comentarios de los ciudadanos comunes a los hilos de Twitter que reportan las ejecuciones. “No creo que los asesinados fueran ‘inocentes’. Mi respeto a los policías”; “en mi opinión es un malandro menos para la sociedad y perdóname pero no se puede pedir por sus derechos humanos”; “si fue una rata, entonces felicitaciones a esos nobles policías”, y así.

Informes del hecho reportaron que el ciudadano asesinado, de nombre Dimilson Guzmán, fue detenido por una comisión de la Policía Nacional durante un operativo en los Valles del Tuy, donde ha sucedido el mayor incremento de homicidios en los últimos años. Supuestamente, era miembro de una pandilla local. Los reportes iniciales describieron el evento, como suele ocurrir, como un “enfrentamiento”.

Unas horas más tarde, para empeorar todo, un ex-fiscal publicó en su cuenta de Twitter un audio de un oficial de policía comentando el video. En él, el presunto oficial describe con voz didáctica y tranquila, sus impresiones sobre los errores cometidos por la policía, no refiriéndose a su violencia, sino a su torpe manejo del procedimiento para encubrir las pruebas de la ejecución, sugiriendo la capacitación sistemática de agentes de seguridad en el asesinato de los detenidos.

El fiscal general, Tarek William Saab, informó de inmediato sobre la detención de los agentes de policía implicados en el asesinato. Aplaudiríamos la actuación veloz si no hubiese un déficit tremendo de investigaciones en casos previos. En diversos trabajos hemos denunciado cómo una tercera parte de los homicidios que ocurren en el país son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. ‘Monitor de Víctimas’, un proyecto que está recopilando los detalles de los homicidios, informa que los asesinatos cometidos por las fuerzas de seguridad son, de hecho, en la actualidad, la principal causa de asesinatos en Caracas. Si este fenómeno se contrasta con la situación de otros países de la región, Venezuela se encuentra entre los primeros lugares, teniendo más muertes por intervención de la fuerza pública, en números absolutos, que Brasil, que tiene siete veces más población.

Este es, lamentablemente, un evento bastante común en nuestro infierno. Es difícil no creer que esto haya conducido a una investigación y a arrestos porque la filmación llegó a las redes sociales. El número de asesinatos policiales es descomunal, al igual que la falta de respuesta institucional.

Vale la pena también contrastar la falta de indignación y hasta felicitación que realiza parte de la opinión pública en nuestro país, con la indignación y protestas colectivas surgidas a raíz de los asesinatos policiales en EE.UU y Colombia. Quizás así podemos entender lo mucho que la violencia se ha infiltrado en nuestra cultura, desensibilizándonos ante el sufrimiento ajeno. Mostrando como, no solo nuestras instituciones están pervertidas, sino que nuestra pérdida de coexistencia pacífica ha naturalizado el horror, de manera que minimizamos su gravedad con tres líneas de superioridad moral e hipótesis de mundo justo en una publicación por Twitter. Ciegos ante el hecho de que los molinos de viento del autoritarismo, el militarismo y los abusos de las fuerzas de seguridad son impulsados por el apoyo a estos actos cotidianos de horror.

El video tembloroso es un retrato de las profundidades de nuestro infierno. No es un espectáculo amable. Pero clama, venezolanos y ciudadanos del mundo, por nuestra indignación, nuestro horror, nuestra reacción.

Voces en cuarentena: habitar el miedo

El miedo es nómada. Va y viene. Nos acompaña cual sombra, con la diferencia de que siempre está, con luz o sin ella. 

Nos habita, pero también lo habitamos. Habitarlo nos transforma, cava heridas profundas, nos corroe. La impotencia también hace lo suyo. La impotencia de saber que aquello que lo genera está haciendo mucho daño. 

El testimonio de Juan, un vecino de La Vega con quien conversamos sobre los acontecimientos de extrema violencia policial perpetrados en la comunidad a principios de año, lo confirma. Porque además en sus palabras se halla el miedo de muchos, la impotencia de todos. 

La intervención del Fuerzas de Acción Especial de la Policía -FAES- en La Vega se justificó como una respuesta a la acción de la banda armada liderada por “El Coqui”, quien domina la Cota 905, y pretendía ampliar el territorio controlado. Fue así como el barrio caraqueño se convirtió, en palabras del mismo Juan, en “un campo de guerra”. 

Los vecinos se ocultaban en sus casas, sus muros fueron su resguardo. Muchos no podían llegar. Y es que después de cierta hora, las calles vacías anunciaban más muertes. Una ráfaga de tiros era la música de fondo. 

“Los primeros días yo no pude subir a mi casa, por ejemplo. En esos días en los que hubo plomo trancado, recuerdo llamar a mi papá para ver cómo estaba, y escuchaba los plomazos de fondo, pues”. Este era el miedo de Juan, al teléfono, al saber a su papá desprotegido, lejos de él. Pareciera no haber guarida inmune a su furia. 

Nuestra labor se redimensiona en un país que cada vez más demanda espacios de convivencia. De diálogo, de entendimiento. Después de todo, la mejor manera de combatir la violencia es continuar en el esfuerzo sostenido de encontrarnos en las coincidencias, en lo que padecemos sin ningún distingo.