Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga en SIC: la expresión trágica de la mano dura y sus contradicciones estructurales en la Cota 905

En días recientes nuestros investigadores Francisco Sánchez y Verónica Zubillaga compartieron sus ideas y reflexiones para la Revista SIC, sobre los hechos de extrema violencia que tuvieron lugar en la Cota 905, La Vega, El Paraíso y zonas aledañas.
Compartimos este análisis, escrito a cuatro manos, y hecho sobre la base de estudios e investigaciones gestados en nuestra red.

Para muchos habitantes del oeste de Caracas, el 7 de julio quedará grabado como uno de esos hitos trágicos que la violencia armada ha impreso a la fuerza en la memoria. Los estruendosos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad del Estado venezolano y los integrantes de la banda de crimen organizado arraigada en la Cota 905 irrumpieron en la precaria cotidianidad de la ciudad sembrando la zozobra, el pánico y la muerte. No era el primer enfrentamiento que tomaba por asalto la rutina diaria de los habitantes de zonas como La Cota 905, El Paraíso, El Cementerio, Quinta Crespo o La Vega. Pero esta vez algo parecía haber cambiado. Ya no era la banda haciendo un performance de su poder de fuego retando al Estado. En efecto, algo cambió ese día. Aún cuando la masacre de la Vega precedió esta operación, esta vez las fuerzas del orden, bajo el comando de la ministra Meléndez, tomaron masivamente al barrio, demostrando en su turno su abrumador poder de fuego en lo que días después conoceríamos como “operación Gran Cacique Guaicaipuro”.

Un nuevo operativo que tendría resultados similares a los que tuvo justo cinco años antes, el operativo conocido como Operación de Liberación del Pueblo (OLP), en julio del año 2015, también en la Cota 905: una nueva masacre perpetrada por el Estado, esta vez con un mayor número de víctimas y la evasión de los líderes de la banda de crimen. De nuevo expresiones como: “elementos hamponiles neutralizados”, “paz recuperada”, “influencia paramilitar eliminada”. Pero, ¿por qué luego de 5 años el Estado decide entrar nuevamente en La Cota? ¿No era La Cota una zona de soberanía recuperada sujeta a los cuadrantes de Paz? ¿Qué ocurrió en el trascurso de 5 años para que una banda armada tomara el control de diferentes barrios de la ciudad?

La mano dura y sus contradicciones estructurales

El 7 de julio fuimos testigos, una vez más, de la ferocidad y el elevado costo humano de los constantes enfrentamientos en la Cota 905. Solo en este año se han presenciado al menos cinco enfrentamientos que reportan heridos y muertos, ya sea directamente por participar en los enfrentamientos o por las balas perdidas. Este espectáculo y esta zozobra vivida nos puede hacer pensar que estamos sumidos en “un estado de descomposición único en la región”. Pues bien, una mirada a la región nos revela que el fenómeno del fortalecimiento y control territorial y armado de las bandas de crimen organizado se encuentra en numerosos países. De la revisión de algunas de estas experiencias podríamos aprender a comprender nuestro malestar como único y a su vez compartido por otros, así como otras lecciones.

Algunos de los ejemplos más dramáticos de este dominio territorial ocurren en países como Brasil y El Salvador, países que como Venezuela han aplicado políticas de mano dura. En Brasil encontramos una de las más significativas expresiones de lo que científicos sociales han denominado gobernanzas criminales: “la imposición de reglas o restricciones sobre el comportamiento de la gente por una organización criminal”a manos del Primer Comando do Capital (PCC). El PCC es una compleja y sofisticada red criminal originada en las prisiones de Sao Paulo. El dominio y control que el PCC ha logrado instaurar en ciudades como Sao Paulo, y luego su extensión hacia otras regiones del Brasil, especialmente en las favelas, ha llegado a hitos significativos de demostración de poder como la reducción de los homicidios en la ciudad, anunciado por ejemplo paros armados o severas sanciones para criminales que se propasen de su dominio.

Un itinerario similar lo ha vivido el Salvador. El fortalecimiento de los grupos criminales conocidos como “las Maras” se vincula también, como en Venezuela y Brasil, con las políticas de mano dura que comprendieron el encarcelamiento masivo, la pérdida de control de las prisiones y la conformación de grupos criminales de organizaciones más sofisticadas2. En este país también se hicieron públicas las negociaciones que el gobierno, con participación de la Iglesia y el apoyo de la Organización de Estados Americanos sostuvo con representantes de la Mara Salvatrucha (MS13) para reducir las muertes violentas en las principales ciudades del país centroamericano. El pacto, si bien polémico, de hecho, logró reducir de manera significativa las muertes. Este pacto se vio truncado posteriormente por el cambio de autoridades, pero dejó muchas lecciones y abrió posibilidades.

En Venezuela, pasamos de una etapa de encarcelamiento masivo, llegando a tener elevadas cifras de encarcelamiento de poblaciones jóvenes y empobrecidas, que terminó por generar fenómenos como las sofisticadas organizaciones criminales en los centros penitenciarios. Los reclusos se organizaron cada vez más para obtener recursos –rentas– armas y poder construir operaciones más sostenibles, en confrontación, pero también con la colaboración de agentes de las fuerzas del orden quienes resultan socios en la distribución de armas, municiones y ganancias.

En el año 2015, como hemos mencionado, con la OLP, la política de seguridad dio un viraje al pasar el encarcelamiento masivo a matar impunemente3. El perfilamiento de las víctimas fue similar: hombres jóvenes, morenos, de sectores populares, con antecedentes penales. En este viraje también se perfilaron y definieron territorios con una mayor carga estigmatizante para poder invadirlos y saquearlos impunemente: Los “corredores de la muerte” fue el nombre atribuido a toda esta cadena de barrios que, precisamente en días pasados fue de nuevo tomada. Ante esta avanzada del Estado, el mundo criminal también reaccionó. El Estado se convirtió en enemigo. Así surgieron bandas fortalecidas, con vínculos con el mundo carcelario, a través de pactos internos en diferentes barrios para hacer frente al “enemigo”.

Las políticas llevadas a cabo intermitentemente, conocidas como “Zonas de paz”, fueron una mala puesta en escena de pactos con las bandas para su pacificación. Estas políticas, si bien pueden ser prometedoras en términos de producir una reducción sustantiva de homicidios, en el marco de un Estado fragmentado, fueron un fracaso. Primero porque tolerar a las bandas criminales y ceder espacios para el establecimiento de sus “gobernanzas criminales”, implicó una renuncia por parte del Estado a la soberanía territorial y a sus obligaciones en términos de políticas sociales y de seguridad humana hacia la población ¿cómo explicamos que grupos armados impongan toques de queda, repartan alimentos e, incluso, impongan medidas de cuarentena si no es a partir de esta renuncia del Estado de asumir sus funciones más básicas? Segundo porque con fuerzas policiales y militares fragmentadas y enfrentadas entre sí, las bandas de crimen organizado siguieron proveyéndose de municiones y armas pesadas por parte de elementos de las fuerzas del Estado, y agentes de estas fuerzas persistieron en sus incursiones de extorsión a las mismas bandas.

Vistos en su conjunto, las políticas de mano dura revelan sus contradicciones estructurales. Así como Marx, digamos de manera casi jocosa y muy simplificada, decía que el capitalismo llevaba de manera inherente una profunda contradicción, puesto que, al reunir al proletariado hambriento en fábricas, esta reunión y la toma de conciencia de su situación e identidad, les llevaría inevitablemente a la revolución, la mano dura también conlleva esa contradicción en sus entrañas. Con esta misma lógica dialéctica, la concentración en prisiones de hombres empobrecidos y entrenados en armas, sin alternativas para vidas alternativas y de respeto, les llevará a su alianza y rebelión armada frente a los gobiernos que los encarcelan, cuyos policías corruptos facilitarán las armas para esa rebelión. Rebelión que, de paso, no tiene visos políticos: las bandas no quieren tomar el Estado, quieren tener el control territorial para el manejo e incremento de sus rentas. Las políticas de mano dura, una y otra vez demuestran su fracaso y sus trágicas contradicciones en el continente.

Injusticia estructural y zozobra: un país que clama por convivencia pacífica y la recuperación del Estado social y de derecho

Fuente: Federico Parra / AFP

En el tratamiento discursivo de los enfrentamientos por parte de voceros del Gobierno operan unos mecanismos que, inicialmente, buscan negar toda la responsabilidad estatal, no solo en la negligencia histórica en la búsqueda de responsables en el seno del Estado por la fuga de municiones producidas por las industrias militares venezolanas, o por armas como granadas que terminan en la dotación armada del grupo criminal, sino también en la desatención histórica de los jóvenes de los sectores populares. Desatención por la cual la pertenencia a una banda armada sigue siendo una alternativa para los jóvenes. Se presentan los enfrentamientos como producto de una eventualidad espontánea y no como resultados de la cadena de decisiones estatales que producen los malestares sociales que se simbolizan en un joven de 14 años disparando un fusil.

Por otro lado, observamos nuevamente, tal y como ocurrió con los operativos OLP en el año 2015, que más allá de los operativos policiales militarizados no existió ninguna política de seguimiento a los hechos ocurridos. ¿Mejoró la presencia del Estado en las zonas “recuperadas” en principio por la OLP? ¿Se siente la población realmente más incluida en una sociedad más justa y equitativa? Luego de la militarización de La Cota 905 hemos contemplado la extensión de la militarización de la ciudad, siendo testigos, una vez más, de relatos de abuso policial y uso excesivo de la fuerza letal contra la población.

Esta ambivalencia del Estado para con los sectores populares, caracterizada por una presencia ausente: presencia policial y ausencia de políticas sociales, sigue afirmándose como el patrón histórico de relación entre el Estado venezolano y las poblaciones cada vez más precarizadas, en un contexto de emergencia humanitaria compleja acentuado además por la imposición de las sanciones económicas.

¿Cómo dar respuesta a la injusticia estructural que no es incorporada como prioridad de Estado? Si bien muchos venezolanos vieron en la elección de Hugo Chávez una posibilidad de saldar esas deudas, el escenario actual es de una profunda fragmentación de la presencia del Estado en los sectores medios y populares, con el aumento de las brechas para alcanzar mínimos de igualdad social.

Las políticas para lidiar con la violencia estructural que se traduce en la violencia institucional concentrada en los sectores populares, así como las consecuencias de la prevalencia de las armas de fuego en la sociedad venezolana deben girar en diferentes órdenes. En el diseño de estas políticas también podemos aprender de las experiencias de otros países para adaptarlas a nuestras particularidades: la instauración de procesos de justicia transicional; la desactivación del enfoque y las políticas de mano dura; programas de desarme, desmovilización y reintegración para los más jóvenes; las posibilidades de reparación a las víctimas de la violencia; los escenarios de búsqueda de justicia y verdad en un contexto de violencia armada.

¿Puede un país volver a una senda de pacificación con los actores armados y de recuperación de las garantías democráticas? ¿Hacia dónde ir con los actores armados estatales y no estatales?

Este viraje en el enfoque implicaría comenzar por reconocer el nefasto impacto de las políticas de mano dura, que, junto con la corrupción de las fuerzas policiales y militares, han contribuido a la alianza y mayor armamento de los grupos criminales para responder a la guerra. Aprender asimismo de las políticas de reducción de daños, que apuntan a fortalecer el tejido social e introducir oportunidades de inclusión en las comunidades para evitar que más jóvenes se integren a estas bandas, así como una mayor profesionalización de la policía. Esto último implicaría colocar el foco en el mejoramiento sustantivo de la investigación criminal y la intolerancia contra los crímenes más graves como el homicidio. Exigiría además el mejoramiento de las condiciones laborales, así como la premiación a los agentes por la reducción de homicidios en las zonas bajo su vigilancia, como fue la política del Pacto por la Vida en Pernambuco Brasil.

El desmantelamiento de las políticas de mano dura, implica también el examen profundo de la tradición de abuso sistemático de la fuerza letal por parte de la policía, de ahí la pertinencia de apostar por procesos de justicia transicional. Originados en contextos post-autoritarios4, los procesos de justicia transicional intentan hacer frente a los abusos del pasado, al tiempo que generan mecanismos para evitar su repetición. La investigación comparativa5 destaca la importancia de los procesos de justicia transicional para garantizar la seguridad ciudadana en los países que pasan de regímenes autoritarios a democracias. Muestran que en los países donde no hubo un proceso serio de justicia transicional que abordara a los grupos violentos que permeaban o que eran tolerados por el Estado, se produjeron epidemias de violencia al mantenerse estos grupos articulados y romperse los acuerdos básicos que contenían la violencia. Este fue el caso de Brasil, El Salvador y México. En cambio, Bolivia, Chile y Perú ­–donde se establecieron sólidas comisiones de la verdad– presentan los índices más bajos de muertes violentas de la región.

La consideración sobre los actores armados no estatales es relevante para la construcción de la convivencia pacífica. Los actores armados son sujetos que han logrado ciertos capitales simbólicos a través del ejercicio de la violencia. Cualquier iniciativa orientada a la reducción de daños debe reconocer este poder de los actores armados en sus territorios. El Estado a través de un proceso institucionalizado de penetración de programas sociales de inclusión que impliquen la coordinación de educación, fomento de actividades productivas y de salud debe recuperar su presencia social en las comunidades. Los programas de desarme, desmovilización y reintegración han sido implementados en otros países, son apuestas complejas que implican la coordinación interna en el Estado, la participación de las comunidades y la reflexión sobre las propias identidades armadas. Pero ello sólo puede llevarse a cabo en un contexto donde existan pactos institucionales por la coordinación entre las instancias del Estado; la abdicación de la militarización de la política (y de la vida social en su conjunto) y la renuncia a la exaltación del uso de las armas, con miras a la recuperación de los valores democráticas, así como el establecimiento del valor de la vida y de la integridad física de las personas como prioridad. Las organizaciones sociales y el tejido social comunitario tenemos un intenso desafío al apostar por este fortalecimiento de nuestros lazos en un contexto de militarización extendida, pero esta sería la apuesta para estar preparados y “enredados” en un tejido social más sólido para cuando ocurra una transición formas democráticas de convivencia.

La consideración sobre las víctimas de la violencia será un insumo relevante para la reconstrucción del tejido social fracturado y la recuperación de la confianza en las instituciones. En un Estado cuyas fuerzas policiales han sido responsables de masivos abusos y la industria militar es la encargada de producir las balas y municiones, las víctimas necesitan en su historia personal el esclarecimiento de la verdad sobre su pérdida y la posibilidad real de reconstruir su vida. Los procesos de reparaciones a víctimas en América Latina dan testimonio de la necesaria tarea de recomponer el tejido social para alcanzar la convivencia política y social.

Para la consolidación de una convivencia pacífica será necesaria la incorporación de estas tareas de Estado con la participación de la sociedad en su conjunto en la discusión pública. La construcción de una política partiendo de lugares compartidos, de exámenes de verdad y justicia, y de la incorporación de los habitantes a la ciudadanía, en lugar de la aniquilación, tendrían que ser las discusiones centrales y existenciales de los factores políticos para la recuperación democrática.

Dinámicas criminales

Seminario Dinámicas criminales y grupos armados en Venezuela: lógicas, patrones y reconfiguraciones

Hace semanas atrás llevamos a cabo el seminario Dinámicas criminales y grupos armados en Venezuela: lógicas patrones y reconfiguraciones. Todo dentro del marco de la formación, como uno de los ejes transversales de nuestro trabajo.
El encuentro estuvo moderado José Manuel Roche, de la Universidad de Oxford. Dentro de los expositores estaban nuestra investigadora Verónica Zubillaga. Además de José Luis Fernández; Annette Ilder, de la Universidad de Oxford; y Andrés Antillano de la Universidad Central de Venezuela.
A continuación, compartimos la relatoría del seminario.

Foto por Leo Ramirez

– Presentación de los ponentes por parte de José Manuel –

– Verónica: gracias por la introducción, así como el saludo cordial. REACIN es un grupo de investigadores que desde hace décadas colaboramos juntos. Realizamos investigaciones etnográficas sobre diversos temas en relación a la seguridad ciudadana, como por ejemplo estrategias en la búsqueda del desarme. También somos investigadores buscando incidir.

1. Primer ponente: José Luis. Sociólogo, quien coloca énfasis en sistematizar los datos de la violencia en Venezuela.

– José Luis: ahora les mostraré algunos gráficos que recogen la tasa de muertes por armas de fuego. Generalmente arriba veremos el comportamiento estructural y abajo el coyuntural. Si observamos las cifras desde finales del siglo XX encontramos que desde 1989 no ha existido otro cambio o pico tan drástico en las cifras de muertes. También se ve que a partir del 2005 la tasa se estabilizó considerablemente. Esto último nos permite contrastar con la idea de que la violencia es un fenómeno indetenible. Más bien hay un elemento coyuntural que la permite y después se estabiliza. La idea fundamental que les quiero transmitir es que la violencia no es inevitable.

Por otro lado, a inicios del siglo XXI se había llegado a un consenso: que la violencia era un fenómeno principalmente urbano, sobre todo en el área metropolitana. Sin embargo, en las últimas investigaciones he visto, siendo la cifra proporción de muertes por armas de fuego, que al inicio la misma si era mayor en la geografía urbana en comparación con la rural, pero con el pasar del tiempo lograron intersectarse estas líneas y ahora la proporción es más alta en sectores rurales.

Adicionalmente, hay que entender que, en dichos sectores rurales, así como los urbanos, la violencia se comporta de forma distinta. Esto quiere decir que no es posible hacer uso de las mismas políticas públicas para intervenir el problema de la violencia en Caracas, que las que se usen para el Arco Minero.

A través de datos del Monitor de Víctimas también encontramos un comportamiento particular de la violencia desde el 2017 hasta el 2021, donde visualizamos tres pendientes. La última, es en el tramo de la cuarentena, donde al inicio la letalidad sube, pero luego baja y se estabiliza. En ese sentido, parece que hay un desplazamiento de las economías ilícitas. También permite, de nuevo, ver que el comportamiento de la violencia varía de acuerdo a las distintas circunstancias, no es un fenómenos lineal y progresivo.

2. Annette Idler. Universidad de Oxford.

– José Manuel le pregunta por lo que vio en su trabajo de campo en la frontera colombo-venezolana –

– Annette: he visto la presencia de distintos grupos armados. Por lo menos ahora, con los enfrentamientos en Apure que comenzaron el 21 de marzo. Allí es posible ver disidentes de la FARC, policías venezolanos, civiles o personas que forman parte de las comunidades allá. En esa problemática, hasta ahora han fallecido 9 guerrilleros, 8 policías y 5000 civiles han huido a la frontera de Colombia. Con esto, podemos visualizar una lógica transfronteriza de manera histórica. Con la FARC, ELN, los grupos paramilitares, etc. Luego en los años 90 se ven relaciones entre ELN, FVL y las comunidades aledañas. Trabajaban de manera transfronteriza.

Estas formas de operar en realidad le convienen a los actores armados, ya que es un nicho perfecto para la impunidad y, de la mano con esto, la entrada y continuación de las economías ilícitas.

Ahora, se establecen tres formas de orden entre los grupos que operan entre la frontera: de amistad, que implica que entre distintos grupos armados hay una coexistencia pacífica; rivalidad, donde las alianzas entre dichos grupos son frágiles; por último, de combate, donde hay una franca problemática entre los grupos, como es el caso de la Fuerza Armada y las disidencias de la FARC en este momento.

Esta relación transfronteriza, más cuando se tratan de relaciones de rivalidad o combate, tiene impactos significativos en las comunidades aledañas. En primer lugar, hay un aumento en las tasas de violencia del sector y, por ende, mayores desplazamientos. En segundo lugar, es susceptible a la violencia selectiva, siendo un ejemplo de esto el sicariato. Esto a su vez aumenta la desconfianza entre personas de la comunidad y una erosión del tejido social a largo plazo, si bien a corto plazo puede fungir como “un acuerdo”.

En tercer lugar, menor capacidad por parte de los integrantes de la comunidad de actuar libremente, ya que los grupos que dominan la zona generan una especie de contrato de seguridad ciudadana. En éste, los grupos armados pueden prestar seguridad, respeto, entre otros a la población local, pero luego han de poner sus reglas y la población debe obedecer.

Por último, al cerrar la frontera puede generarse una doble crisis que impacta a las comunidades: la de la emergencia humanitaria y la de la inseguridad. Cerrar la frontera amplía la violencia y la impunidad, sobre todo en el caso de las mujeres. Deben pasar por vías informales, como las trochas, y eso más bien genera mayor inseguridad en sus vidas.

– Promoción del libro de Annette, el cual será publicado en mayo: “Fronteras rojas”-

Foto por Leo Ramírez

3. Andrés Antillano.

– Andrés Antillano: ocurre una mutación de las bandas criminales y hay cuatro grandes cambios para entender lo que sucede actualmente en el delito:

1. Cae de forma significativa el delito predatorio, ya que son más los riesgos que trae que los beneficios. Había alto riesgo de detección y punición por parte de la policía, así como pocas oportunidades económicas. Hay mayores mercados ilícitos, extorsión y acuerdos entre bandas. Lo único que aumentaron fueron los feminicidios.

2. Se da un cambio en la geografía del delito, tal como planteaba José. Se manifiesta en otras zonas e incluso de forma predominante en la ciudad.

3. Ocurre un cambio en la organización del delito. Ya no es uno de grupos pequeños, sino que se genera el delito organizado, el cual puede lidiar con la violencia policial.

4. Hay un cambio de lógica. Inicialmente había una racionalidad expresiva, donde había una lógica guerrera y se buscaba reputación o que el sujeto armado se reafirmara en su exclusión. Se pasa a una lógica empresarial, la cual está orientada a aumentar el lucro y el control.

Ahora, hay tres variables que contribuyen a estos cambios:

1. La violencia policial crece en el 2014. Con esto es importante realizar actividades ilícitas menos visibles, que brillen menos, fortalecer las articulaciones entre bandas, así como acuerdos entre actores estatales. Aquí se ve cómo la mano dura transformó el delito.

2. La contracción económica que surge en el país. Se reducen los blancos atractivos y esto hace que el delito convencional mengue y actividades inelásticas se creen. Allí entra el mercado de drogas o el de alimentos. Aumenta la extorsión, secuestro de personas con alta nivel socioeconómico, así como el control fronterizo. Esto a su vez requiere y, por ende, genera mayor organización.

3. La transformación del lumpen. Las personas que se encontraban en la periferia ahora son centrales y es lo más atractivo.

4. Verónica Zubillaga.

– Verónica Zubillaga: hablaré sobre el impacto que tienen las políticas militarizadas en la forma como se organizan las comunidades y su relación con los actores armados. Para esto, voy a comparar dos comunidades que están en Caracas. Una de éstas recibió sistemáticas políticas de mano dura, lo cual generó que se reorganizaran de una manera mucho mejor planificada y contundente. Caso distinto es el de otra comunidad que queda en el centro de la ciudad. No se manifestaron estas políticas de manera sistemática y de la mano con esto, tampoco un reordenamiento de los grupos armados.

Un elemento comparativo fundamental es el papel de las mujeres en la comunidad. En el primer caso donde hay una gobernanza criminal establecida, es decir, un régimen armado claramente instituido que permea o mueve la vida social y económica, los niños y las mujeres conviven con esto y allí se instaura una ley del silencio. Esto quiere decir que hay unas normas claras y castigos severos para quienes violenten dichas normas. De hecho, los vecinos usan metáforas como: “tienen las reglas, tienen la ley”.

Por ejemplo, está prohibido: robar, los abusos sexuales o la violencia doméstica. En este sentido, si surge una problemática de este tipo, hay una jerarquía en la que estos asumen las funciones del Estado, son los tribunales, son las dádivas de la comunidad. En este espacio, las mujeres se encuentran sometidas. No hay espacio para negociar.

Por otro lado, en la segunda comunidad las mujeres pudieron juntarse para realizar comisiones de convivencia que permitiesen el cese al fuego. En este sentido, hacen un trabajo en redes que posibilita frenar la violencia a través de parte de su poder local como: su rol de madre, el chisme, regular las bandas. Esto contrasta de manera drástica con la otra comunidad, donde parece que la reorganización del grupo criminal más bien posibilita una situación de guerra que secuestra los recursos cotidianos que tienen las mujeres para regular la violencia. Aquí se ve claramente el daño que generan las políticas militarizadas en la vida cotidiana de las comunidades.

-Soluciones:

-José Luis: primero, para pensar en soluciones hay que entender que lo que origina o lo que se asocia a la violencia no es igual para todas las regiones geográficas. Así, habría que crear constelaciones de la violencia. Eso es lo que quiero crear con mi nuevo trabajo, 5 o 6 tipos de constelaciones de la violencia y, con esto, también ver su mutación. El malandro vivaz ya caducó. No se expresa así, ahora es una lógica mucho más burocrática. Creo que sería valioso ver cómo formalizar indicadores para ver cómo se llega de una violencia a la otra; de la culebra a una violencia mucho más organizada.

-Verónica: hay dos tipos de soluciones: las que son desde arriba y las que son desde abajo. Las primeras son las que vendrían desde el Estado. Actualmente hay conflictividad dentro del mismo, no sólo entre civiles. A su vez, un truncamiento de las políticas. Se generó una reforma policial y luego una contrareforma que es la FAES. Lo mismo pasa con políticas de regulación de armas. Allí se registra la conflictividad y las contradicciones de las “revolución pacífica, pero armada”. Ahora ¿qué clamamos? Una reforma policial, procesos de justicia transicional, entre otros aspectos.

Luego están las soluciones por debajo, donde está el cómo incidir en que jóvenes varones logren encontrar un nicho fuera de las bandas armadas. Este aspecto ha sido olvidado o abandonado por el Estado. La idea es fortalecer las redes comunitarias, tanto para jóvenes como para mujeres.

-Annette: el primer problema es el cierre de la frontera. En la relación entre Colombia y Venezuela se denota la dificultad para el intercambio de la información. El caso de Apure es un gran ejemplo. Este cierre también acentúa la violencia en estos sectores porque las trochas se vuelven más importantes, y les da mayor poder a los grupos que controlan.

En el contexto de Ecuador, por ejemplo, se formalizaron algunos cruces que facilitaron la economía legal. Por otro lado, las economías ilícitas serían por medio de la frontera. Por lo que hay que invertir en mayor desarrollo e infraestructura en estas áreas, así como más incentivos en la economía legal.

-Andrés: en el 2015 las mujeres operaban dentro de los mercados ilícitos. La policía había matado a todos los jóvenes, por lo que las mujeres sustituyeron a sus parejas. Pero ahora no creo que sea así. Se establecen nuevas estructuras muy masculinizadas. Ya la mujer no está dentro de los negocios, sino que es una ficha de cambio, una especie de trofeo o de medalla. Hay una conversión de la mujer.

Por otro lado, está el tema de las zonas de paz, donde en realidad la policía no dejó de ir a las comunidades. Siguió yendo, pero ahora extorsiona. Se constituye un ciclo en el que hay encarcelamiento masivo y políticas de mano dura. Con esto viene un cambio en la expectativa. Antes el malandro tenía el trabajo lícito dentro de sus expectativas, pero ya no. Ahora es en lo ilegal, ya que en el momento en el que tiene el poder económico, también tendrá el político. Se generan soberanías que cumplen funciones del Estado.

Foto por Leo Ramírez

-Pregunta-

-Anette: la expansión de la guerrilla ha sucedido históricamente. Pero desde el 2016, con el proceso de paz en Colombia, las guerrillas movilizaron a sus familias para protegerlos. Dicho proceso de paz y el de crisis ha sido clave para expandirse.

Pero allí emerge un reclutamiento de adolescentes, como venezolanos en la frontera, a los que le dan incentivos como: motos, celulares, estatus, entre otros, pero también ocurre trata de personas.

-Zubillaga: hay un problema de disponibilidad y falta de control de armas de fuego. Esto afecta la vida de las mujeres en las comunidades. Ellas también comienzan a tener armas de fuego y reciben los conflictos previos. O también son víctimas, encuentran un arma y viven con la fantasía de que vengarán a su hijo asesinado.

-Andrés: tenemos que acabar con la visión mecanicista de que hay un cartel más grande afuera que viene aquí a controlar. Una globalización o redes globales del delito.

Por otro lado, no migraron los malandros. Existe una salida en general que permite que los efectos de la crisis se alivien y luego esto tiene un efecto en las comunidades.

Por último, como ya se ha dicho, en la década pasada existió una excesiva encarcelación que se les escapa de las manos y tratan de resolverlo con políticas de mano dura. Esto fue problemático. De las acciones de la policía se generaron mecanismos informales, pero sumamente organizados para controlar los territorios.

-José: como ya dije, hay una violencia que es estructural y otra que es coyuntural. Por ejemplo, en el Arauca están los dos lados. Cuando eres un hombre joven en un sector popular estás prácticamente destinado a incorporarte en la dinámica de la violencia. Eso es estructural. Ahora, lo coyuntural es complejo, no porque sea difícil, sino porque son elementos que no van a variar de acuerdo al contexto. Entonces en Arauca será distinto a lo que sucede en Caracas.

Las ausencias del Estado venezolano: vulnerabilidad e indefensión de los lesionados por balas en Caracas.

En Venezuela, las víctimas no-fatales de la violencia armada son invisibles frente a la mirada y acciones del Estado. Este, por un lado, no asume las responsabilidades pertinentes hacia las personas que fueron afectadas por la ausencia de políticas de control de armas y municiones; y por el otro, no protege a las víctimas luego de que la bala hizo estragos en los cuerpos de las personas.

La invisibilidad llega a al punto en que ni siquiera existe una estadística sanitaria oficial que muestre un panorama sobre los heridos de bala en el país y sus contextos. Como se señaló en un texto previo publicado para este portal, esto es definitorio, ya que constituye la diferencia entre “existir” o no frente al Estado.

Las vulnerabilidades y carencias exacerbadas.

Las balas no solamente se llevan por delante los cuerpos, sino también las metas y sueños de aquellos a los que hiere, marcando las trayectorias de vida de las personas. Esto ocurre con mayor intensidad cuando la bala genera algún tipo de discapacidad, para lo cual las personas deben reconstruirse como tal, aprender a manejar un cuerpo nuevo en entornos que pueden ser bastante hostiles, especialmente en lo urbano.

A esto debemos sumarle la crisis socioeconómica y de infraestructura que se vive en el país. Imagine entonces, pasar de la noche a la mañana a un nuevo cuerpo en un contexto en donde los servicios sanitarios y de rehabilitación están bastante limitados, o en donde la calidad ha disminuido. En donde el acceso a los insumos médicos —como sondas, cojines y anti escaras— y a las medicinas es limitado, y debe ser financiado por la persona. Un contexto en el que el acceso a las ayudas técnicas desde las instituciones del Estado —como sillas de ruedas, muletas y andaderas— implica largas listas de espera que pueden llevar años. En una ciudad hostil para las personas con discapacidad; con un transporte público que limita el acceso día con día —metro sin escaleras eléctricas, ascensores sin funcionar, etc.— entre otras muchas cosas. Las líneas de este texto se me podrían acabar escribiendo todas las dificultades y obstáculos a los que quedan expuestas las personas con discapacidad en el país.

Aunque en Venezuela se cuenta con una “Ley para las personas con discapacidad” desde 2006, y se espera una reforma de esta para el año 2021, la protección desde el Estado que allí se contempla, en términos de políticas sociales y de inclusión, es prácticamente inexistente. En el trabajo de campo realizado entre 2018 y 2019 en Caracas, pude ser testigo de cómo las personas heridas por balas y con algún tipo de discapacidad difícilmente logran abrirse espacio en el mercado laboral formal, llegando a depender de la informalidad y sus importantes condiciones precarias de inestabilidad y la vulnerabilidad frente amenazas en la calle y las limitaciones para la movilidad en la ciudad. O bien, a depender de grupos de apoyo y familiares para su sustento y la adquisición de medicinas, insumos, ayudas técnicas, etc.

Algunas de las personas con discapacidad que conocí durante mi trabajo de investigación reciben una especie de pensión de la llamada “Misión José Gregorio Hernández”, focalizada en personas con discapacidad con bajos recursos y localizadas en sectores no urbanos del país (MPPEFCE, 2021). Esta es pagada a través de la plataforma Patria, previa aprobación del Consejo Nacional para Personas con Discapacidad (CONAPDIS). Para mayo de 2021, este monto es de Bs. 1.080.000 mensuales, lo cual se traduce en $USD 0,37 teniendo como referencia el tipo de cambio publicado por el Banco Central de Venezuela (BCV), el día 17 de mayo de 2021.

Esta breve descripción del panorama la he hecho con la idea de dimensionar los niveles de precariedad, carencia y vulnerabilidad a los que esta población está expuesta, en medio de la desidia e invisibilización de las que son víctimas desde el Estado.

Los no “contados”

Como se mencionó anteriormente, en Venezuela no existen registros oficiales publicados sobre los heridos por bala; solamente existe el registro administrativo hospitalario, pero que no es sistematizado para la construcción de una estadística que haga visibles a estas víctimas de la violencia.

Por tal razón, dentro del trabajo de investigación que realicé, desarrollé una arista cuantitativa con la idea de construir estadísticas parciales sobre esta situación, como un haz de luz en medio de la desinformación y la invisibilización. Esta tarea la realicé sistematizando los registros administrativos de dos importantes hospitales de la ciudad de Caracas en el año 2019. Allí, logré registrar información de heridos por bala, armas blancas y agresión fundamentalmente, entre los años 2017 y 2019.

Asimismo, pude obtener información del ingreso de personas heridas por bala con algún tipo de discapacidad (temporal o permanente) en un centro de rehabilitación de Caracas, entre 2016 y 2018.

En el caso de los registros hospitalarios, aunque los datos para los años 2017 y 2019 fueron parciales, se logró registrar 6.132 casos, de los cuales 41% fueron por herida de bala, 30% por agresión y 29% por armas blancas. Y, en el centro de rehabilitación, entre 2016 y 2019 se registró el ingreso de 219 personas heridas por balas.

Los heridos, en ambos registros, eran hombres (92% para el centro de rehabilitación y 86% en los hospitales) con edades comprendidas entre los 15 y 34, siguiendo las mismas tendencias que pueden encontrarse para el caso de los homicidios.

Por otro lado, es importante mencionar que las mujeres son las principales víctimas de heridas por arma blanca, con una tendencia que inicia a los 10 años. Además, las agresiones empiezan a superar en frecuencia a las balas y armas blancas a partir de los 40 años, siendo la forma de violencia principal utilizada hacia las personas de la tercera edad.

Para la localización geográfica de la ocurrencia de heridos por bala, se logró calcular una tasa (por cada 100.000 habitantes) a nivel parroquial; allí se posiciona en el primer  

lugar de ocurrencia El Junquito (51,3), seguido por Catedral (44.3), La Vega (32), Macarao (27,1) y Antímano (21,8), para completar el ranking de las cinco parroquias con mayor incidencia.

Además, se identificó que en estos dos hospitales, no sólo trataban de emergencia a personas que residían en Caracas, sino también de estados aledaños como Miranda y Vargas, y estados con mayor lejanía como Zulia, Táchira, Trujillo, Falcón, Lara, Yaracuy, Portuguesa, Cojedes, Carabobo, Aragua, Guárico, Bolívar, Monagas y Sucre.

Luego de este brevísimo recorrido por la situación de las personas lesionadas por balas y al dimensionar las magnitudes de ocurrencia del fenómeno, solamente queda pensar en los niveles de precariedad y vulnerabilidad a los que el Estado venezolano expone a estas personas a través de la negación e invisibilidad de la problemática de las víctimas no-fatales de las armas de fuego. El Estado está ausente y deslindándose de las responsabilidades que, por ley, debe asumir.

Todo este panorama convierte a estas víctimas invisibles en no-ciudadanos, por lo que se hace urgente la generación de sistemas estadísticos nacionales para el registro de víctimas fatales y no fatales de la violencia y políticas públicas que, por un lado, atiendan a las personas lesionadas por balas para su inclusión en la vida social como sujetos de derecho, y por el otro, limiten y controlen la presencia de armas y municiones en las calles.

Las madres no se rinden: las mujeres de Orfavideh y su búsqueda de justicia y reparación

Desde Reacin hemos trabajado en este cómic que está basado en una investigación, coordinada por nosotros, en el marco del proyecto “Entradas y salidas a la violencia armada: economías ilícitas, actores armados estatales y no estatales, víctimas y perspectivas de reparación”.

El cómic ha sido realizado en un trabajo conjunto por Francisco Sánchez, Verónica Zubillaga y Manuel Llorens, investigadores de nuestra red, así como por el narrador, ilustrador y comunicador visual Lucas García.

¿Qué hacemos con tanto dolor?

Los relatos aquí presentados de forma visual fueron recogidos y elaborados a partir de un proceso de investigación-acompañamiento-acción con mujeres que perdieron a sus hijos producto de la violencia policial. Lo que aquí se narra y grafica son sus historias y luchas.

Contar con las voces de las propias personas afectadas se hace necesario para restituir el tejido social herido y buscar unos mínimos de compasión en una sociedad que está constantemente asediada por múltiples expresiones de violencia, pérdidas, duelos no elaborados, pero también luchas.

El escritor albanés Ismail Kadaré en un hermoso trabajo sobre la tragedia griega se pregunta por el origen de este género fundacional para el mundo occidental. Kadaré se alienta a imaginar qué pasaría en la mente y contexto de aquellos escritores para escribir de esa manera y sobre esas tribulaciones, y llega a una singular conclusión: los griegos fueron la primera civilización en aceptar la culpa/responsabilidad por la destrucción de toda una civilización, a saber, Troya. La tragedia, para Kadaré, no tiene origen en los cantos o fiestas dionisiacas, sino por el contrario, nace en los rituales creados alrededor de los entierros balcánicos, donde el dolor podía tener un lugar compartido, un lugar común.

Nada más cercano para nosotros que nos vemos diariamente confrontados con la infame pregunta ¿qué hacemos con tanto dolor?

El dolor no es necesariamente un movilizador de acciones. Mucho menos en la ausencia y detrimento de lugares comunes para hacerlo compartido. Esto ha sido bien estudiado por el sociólogo francés Didier Fassin quien, trabajando con víctimas y afectados por diferentes violencias en el mundo, acuña el término anestesia política. El dolor puede anestesiar al cuerpo político, inmovilizarlo, castrarlo, des agenciarlo y hacer que los señalamientos se conviertan en dagas internas, anulando las posibilidades de transformación y acercamientos en contextos donde, sin lugar a dudas, la población comparte problemas comunes.

Por eso creemos que sí, que es necesario conocer en mayor profundidad las diferentes latitudes de nuestros dolores compartidos, de nuestras tragedias, para, como nos invita la antropóloga colombiana Miriam Jimeno, buscar constituir una comunidad emocional y poder acogernos y sanar juntos; es decir, un lugar común emocional. Así como Kadaré, contemplar, imaginar, integrar. Este registro visual de testimonios esperamos se convierta en una herramienta para condolernos con las pérdidas de las madres y familiares. Es un sentido testimonio de las luchas cotidianas para levantar una voz que exclama: existimos y seguimos. Es también una muestra de la batalla de estas mujeres por recuperar la dignidad y los derechos lacerados.

Nos corresponderá entonces imaginar horizontes donde los diferentes dolores puedan tener lugares comunes. Así como hermanos países latinoamericanos que han transitado caminos largos, dolorosos,

buscando y develando verdades y responsabilidades con la esperanza de justicia. Al fin y al cabo, ese es el rol de la política, acercar a los polos antagónicos en una pugna que no pierda el sentido de la dignidad humana. Que el dolor no nos inmovilice y nos reste el sentido de la historia que vivimos y tenemos que poder superar. Así como las valientes mujeres que prestaron testimonio para el cómic, reconocernos como una sociedad herida es clave para reconstruir la comunidad política, así como también formas de reparación y sanación a todo el dolor que la violencia ha provocado.

Descarga el cómic en el siguiente enlace:

“El Arauca todo lo puede dar y todo lo puede quitar”: un relato etnográfico en la frontera.

El Arauca es así, todo lo puede dar y todo lo puede quitar; así mismo es la vida en la frontera, de un lado puedes encontrar todo y del otro lado puedes perderlo. Siempre ha sido así para nosotros.”

Estas palabras me las compartió Ramiro, un apureño que me guio por algunos recorridos en el río Arauca. Nuestro primer encuentro fue en Guasdualito, esa importante ciudad del estado Apure. Ramiro parecía tranquilo, se mostraba seguro de lo que me decía, pero con una profunda desconfianza hacia mí; cuando le dije que no era necesario que hablara de algo con lo que no se sintiera cómodo,  

supongo que en todo el país es así, pero nosotros nos criamos sintiéndonos vigilados. Sin saber con quién hablar, este puede ser miliciano, paraco, compa, camarada… nunca sabemos quién es quién. Crecimos con ese cuidado”,

Respondió.

El Arauca es así, todo lo puede dar y todo lo puede quitar

Me dijo una vez más; subimos a su moto y tomamos la carretera hacia el sur de estado, rodamos cerca de media hora y llegamos a El Amparo.

Era un día caluroso y el viento parecía haberse quedado sin ese sentido refrescante al que siempre estuve acostumbrado. Pasamos por un puñado de alcabalas de militares y policías. Todos éramos requisados. La mayoría tenía que pagar para seguir con sus caminos. En este lado de la frontera todos los caminos llevan al Arauca– pensé en ese momento.

Pareciera que los guardias huelen el apuro

A duras penas pude oír el comentario, el viento soplando en mi oído por la velocidad de la moto me dificultaba seguirle el hilo a la conversación. Comencé a ver el rostro de las personas en las siguientes alcabalas. Era así como decía Ramiro, parecía haber mucha urgencia. Luego entendí algo que se me hacía extraño, podía ver el rostro de las personas, nadie usaba tapabocas.

El paisaje era hermoso y desolador. Si intentaba fijarme en el horizonte, cada vez se me hacía más borroso. El calor y la humedad nublaban la carretera. Sentí en ese momento que estaba viviendo una metáfora que me describía el destino del país. Acalorado, con necesidad de salir de allí, sin horizonte y con la esperanza de llegar a algún destino.

Llegamos a El Amparo. Una de las capitales de lo que podríamos llamar las cartografías históricas del horror en Venezuela. Le pregunté a Ramiro por la masacre que allí ocurrió, me respondió que no estaba seguro de cuál le estaba hablando, pues en sus casi cincuenta años de vida ha escuchado mucho plomo en el monte. No indagué más.

Llegamos al pequeño puerto para cruzar el río. En ese momento pasó algo inesperado, las personas comenzaron a ponerse los tapabocas.

– “Ya te puedes imaginar quiénes cuidan el lugar. Han exigido que se use tapabocas”

Me dijo Ramiro mientras poníamos los cascos en la moto y él se ponía su sombrero de cuero e´ vaca.

– “Aquí no va a pasarles nada”

Agregó refiriéndose a los cascos

– “pero me gusta dejarla guardada para que no lleve tanto sol.”

Al salir de guardar su moto en un garaje, una joven pareja llenaba botellas plásticas de litro con gasolina,

“fíjate

Refunfuñó

– “antes la llevábamos a Colombia ahora la traemos y la vendemos de a litro”  

Decía mientras movía la cabeza en señal reproche.

En el puerto las personas hacían filas y otras se sentaban en unas banquitas de cemento; algunos parecían estar en una rutina del día a día: ir a Arauca para hacer las compras del día, surtir la bodega o ir a trabajar en el sector comercial. Otros, tal y como yo, teníamos una pinta de venir del interior del país. Al menos eso me hizo sentir Ramiro, para los nacidos en la frontera todos los que vienen del centro y de la capital vienen del interior del país. Los de la pinta de ajenos traían grandes maletas, bolsas y cualquier cosa que sirva para guardar ropa. Las dejaban cerca del pequeño puerto y algunos jóvenes se las echaban al hombro y las subían en las canoas.

“¡Esta hija de puta sí pesa!”

Gimió uno de los chamos mientras levantaba la maleta, Ramiro se rio mientras decía con su acento llanero pausado

“muchacho, lo que llevan ahí es la vida.”

¿Puede caber una vida en una maleta?

Nadie hacía preguntas. Nadie hablaba. Todos sabían lo que había por hacer: pagar, cola y silencio.

“El río está bajito”

Dijo Ramiro. El canoero asintió moviendo la cabeza. El motor de la lancha zumbaba y el agua lavaba nuestras caras. No podía diferenciar si era agua o eran lágrimas lo que corría por el rostro de las personas. Fue un cruce de tal vez dos minutos. Al bajarnos Ramiro me vio y dijo:

– “Y de verdad hay muchos que en esa maleta llevan todo ¿cuánto se recuerda en ese ratico?”

Sentí que Ramiro entendía mi propósito allí. Yo quería saber cómo se construye y gestiona la vida en el paso fronterizo de Arauca. ¿Quiénes están haciendo vida en la frontera? ¿De qué viven las personas en el paso fronterizo? ¿Cómo se vive con la presencia de los grupos armados?

Al llegar al “otro lado” había un pequeño puesto, nos cobraron por el cruce en canoa y seguimos nuestro camino ¿Quiénes cobran el paso, Ramiro? Le pregunté mientras caminábamos.

“Ese es el tipo de cosas que todos sabemos, pero no queremos decir en voz alta. Eso se sabe

Me respondió de inmediato. Caminamos algunos metros más y nos increparon muchos chamos, descalzos o en cholas, comprando oro o dólares. Todos venezolanos. Al pasar la playa Ramiro calmó el paso y me preguntó:

– “¿Viste algún arma? ¿Alguien te paró o te dijo qué hacer?”

A lo que respondí moviendo la cabeza de un lado a otro: no.

– “Eso es el control aquí. Nadie se atreve a dudar de eso. Eso se sabe. Por eso las cosas aquí funcionan. No se necesita ver a alguien armado para saber eso

Y aceleró el paso.

El departamento de Arauca ha sido una zona con presencia histórica de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN). En medio de una guerra que se ha extendido por más de 50 años, estos grupos se disputaron el control territorial de algunas zonas. En otros casos, coexistían manteniendo actividades en un mismo territorio. En la actualidad, luego del acuerdo de Paz del 2016 y la desmovilización de las FARC-EP, el ELN fortaleció su presencia y control armado. Sin embargo, algunas estructuras armadas de las FARC no apegadas al acuerdo de paz, conocidas como disidencias, siguieron operando en algunas zonas con una debilitada pero histórica presencia. La gente lo sabe. La ausencia de políticas de seguridad efectivas tanto de Colombia como de Venezuela lo corrobora.

La frontera funciona como un espacio donde los grupos armados se mueven de un lugar a otro con fluidez, de tal manera que establecen controles de un lado y de otro. Estas soberanías u órdenes territoriales muchas veces se negocian entre los actores armados Estadales y no Estadales. El imaginario construido desde los centros de poder invita a pensar en la frontera como en una película del viejo oeste, con mercenarios y empistolados enfrentados todos los días; en su lugar, ese orden se vive en mucho silencio, con un día a día que transcurre sin notar que cada norma es impuesta y los Estados, de alguna manera, parecieran colaborar con esto.

En algunas circunstancias que parecieran excepcionales, se destapan conflictos y el estruendo de los fusiles rompe el silencio. Esto pareciera traer muchos más rumores que explicaciones a lo que ocurre: tiroteos en los puentes fronterizos, enfrentamientos en los pueblos, movilizaciones de ejércitos, bombardeos. Para la gente la única alternativa que les queda es buscar refugio de un lado u otro del río.

Pasé el resto del día en Arauca, un pueblo con afanes de convertirse en ciudad. Comercios abiertos abarrotados de compradores. Jóvenes en las afueras de los comercios ofreciendo cargar las compras y maletas hacia el río:

“Patrón, le llevo la mercancía pal´ río”

“No, pana, tranquilo, no llevo nada” le respondí.

“Deme dos mil pesos y le llevo las bolsas… rescátame con algo, que está jodida la vaina.”

Accedí y caminé hasta el río con ese joven, iba junto con su pareja, una muchacha mucho más joven que él. Ambos vestían shorts con sandalias. El calor era agobiante. Conversamos por algunos minutos.

“aquí hay que estar revolucionándola todo el tiempo, no te puedes parar”

Venían de Valencia y decidieron quedarse en Arauca. Les era más fácil enviar algo de dinero a su familia desde allí y mantener una cercanía en caso de querer regresar a casa.

“Esto es como un penal abierto… todo está controlado”

Me dijo él mientras se miraba los pies y lanzaba unas piedritas a la calle.

“No te puedes comer la luz sino amaneces en el río.”

Él levantó su mirada al ver que llegó una camioneta con mercancía para pasar a Venezuela. De un brinco cruzó la calle y ofreció sus servicios. Ella le siguió el paso. Levantó un bulto de cebolla que podía ser más pesado que él mismo y siguió su camino hacia la playa para montar la mercancía en las canoas. Esa era la mercancía que más se movía, legumbres, hortalizas, refrescos y papel higiénico.

“Esos deben ser del interior, del centro, de Caracas o Valencia”

Me dijo Ramiro con un tono de molestia.

“Muchos vienen aquí y han dañado la zona. No sólo en Colombia, también del otro lado”

refiriéndose a los pueblos en Apure

“vienen acostumbrados a una vida de tomar lo que no es de ellos. Por eso es que los han matado. Pero igual siguen haciendo lo malo, esa es la gente que viene del interior.”

Ramiro me mostraba que para el migrante venezolano los estigmas no están fuera de sus fronteras, sino también “de este lado” del río.

Al escuchar a Ramiro recordé el término que utilizan en Táchira para nombrar a muchos de estos jóvenes migrantes: “Los caraqueño-valencianos”. Son jóvenes de sectores populares que han decidido buscar alternativas fuera del país. Al conversar con la joven pareja sentí la gran carga de estigma que cargan encima, además de los pesados bultos de verduras. La mayoría trabajan como cargadores, los que recogen desperdicios, las que limpian a destajo y, en muchos casos, son las que tienen que vivir con el comercio de su cuerpo o los que son reclutados por los grupos armados.

En efecto, medios colombianos han reportado la muerte de numerosos jóvenes venezolanos por manipulación de explosivos. En voz de algunas personas ellos pasan a ser la primera línea de combate de los grupos, pues se ven expuestos a tareas que les cuesta la vida como colocar explosivos, a un muy bajo costo, pues en la frontera ¿a quién le importa la vida de un veneco?

Ramiro me dejaba ver las insuperables barreras simbólicas del joven migrante. Primero, el estigma que le propicia su propio país al no generar oportunidades, para luego entrar a Colombia a vivir en un sustrato donde la ciudadanía parece ser una fantasía de los más pudientes. Existen unos claros límites entre lo que podrán y no podrán hacer los migrantes. Estas barreras no son nuevas para muchos, pues viene arrastrando con ellas desde sus viviendas en Venezuela.

Al tomar un mototaxi dentro de Arauca noté que el mototaxista evadía los puntos donde había policías:

“lo ven a uno y lo joden.”

Entendí que era un venezolano. Conversamos en el trayecto y me preguntó por cómo estaba Caracas:

“Ahí… echando vaina”

Le dije en tono de broma

“Siempre estoy pendiente de lo que pasa. Prefiero estar aquí. Aquí veo a un paco y me meto por otro lado, allá no te le escapas a un FAES.”

Me dejaba claro que cada quién migra no solo por motivos personales, sino también por razones que sobrepasan la voluntad personal.

Regresamos a El Amparo y le pedí a Ramiro que nos quedáramos en la orilla del río.

¿Quiere ver cómo vive la gente del río?

Fue una pregunta retórica, pues no me dio tiempo de responderle cuando ya subíamos a la canoa nuevamente.

– “Así les toca vivir, ahí tienen a los niños… en medio de todo el río les da de comer.”

Decía Ramiro con seriedad, sin titubear. Era estoico a lo que veíamos.

“Aprenden a pescar, guindan hamacas y viven así, como tirados ahí”

Como tirados ahí, me pareció una metáfora dolorosa pero acertada para ejemplificar cómo viven los migrantes en este pequeño tramo de la realidad fronteriza. En la franja del Arauca me encontré con aquellos que son expulsados de ambos países, viven en una zona gris sin apoyo de ningún Estado, pero con controles armados rígidos de los grupos armados que regulan la vida, lo que se debe hacer y lo que no, las consecuencias de saltarse estas normas son claras, el castigo y luego la muerte.

En los días de mi visita explotó un artefacto en una vereda cercana al río. En el hecho falleció un funcionario policial colombiano y un civil venezolano. Buscando las noticias, lo único que encontré sobre el venezolano es que estaba en el lugar y el momento equivocado. No hubo más registro. Esa no es cualquier muerte, es una muerte en el silencio.

La tranquilidad del río al final de la tarde me hacía pensar en el agotamiento de los chamos que hacen su vida aquí. Bajaban de las canoas y se sentaban, se quitaban los zapatos y la ropa. Lavaban y hablaban entre ellos. Algunos comenzaban a pescar. Cuando no sacaban nada con la tarraya los demás se reían

“¿así pescabas en tu rancho? ¡puro bagre es lo que eres tú!”

Yo tampoco pude evitar reír al escucharlos.

El río, la trocha, la carretera serpenteante, el calor, la plaga, los puentes cerrados, la violencia, todos son puntos comunes en las narrativas de quienes pasan por la

frontera o deben quedarse haciendo la lucha en los pueblos cercanos. Cada objeto tiene un sentido para regular el tránsito. El Estado venezolano y colombiano lo saben. La frontera es mucho más que la mezcla de dos países. Es como si el mismo territorio tuviera su propia agencia, y los Estados se valen de esto para regular algunos tránsitos y permitir muchos otros.

“Hace como quince o veinte años era al revés, venía muchísimo colombiano a vivir aquí. Eran los obreros, los que hacían el trabajo pues. La guardia los trataba mal. Ahora son los venezolanos allá. Por aquí pasan muchos de los que van caminando… la vida aquí es el paso.”

Me decía Rodrigo, a lo que le respondí: ¿puede un joven de estos irse cuando se le dé la gana? Su silencio me hizo pensar que la frontera no es solo tránsito y salida; para la vida de tantos y tantas jóvenes, es también una zona de confinamiento. El río puede fácilmente ahogar cualquier chance de estabilidad y progreso.

Verónica Zubillaga en Provea: “El fracaso de la reforma policial condujo a la implantación de una necropolítica”

Nuestra investigadora, Verónica Zubillaga, ofreció en días recientes una entrevista a Provea, a propósito de cumplirse 15 años de la creación de la Conarepol (Comisión Nacional para la reforma policial) que, bajo el objetivo de instaurar un nuevo modelo policial, constituyó un espacio heterogéneo y con incidencia de diversos sectores del país.

Pero esta iniciativa que, en primera instancia, permitió vislumbrar un camino de progreso, terminó por ser un proyecto fallido.

Zubillaga, en el trabajo a continuación, repara en las razones del fracaso de la Conarepol, y en la manera en que ha mutado el contexto desde su creación hasta la actualidad: un país en el que urge la implementación de políticas públicas que permitan efectos sostenidos en materia de seguridad ciudadana.

A 15 años de creada la Comisión Nacional para la Reforma Policial, no solo hay que hablar de su aborto, sino de una terrible regresión e incluso vigorización de la tradición militarista. Para Verónica Zubillaga, profesora de la USB, investigadora social y miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), el mayor desafío actual lo representa la imbricación de las instituciones oficiales con grupos armados para-estatales.

Crear consenso social en materia de seguridad ciudadana y, en consecuencia, generar políticas públicas que se sostengan más allá de los vaivenes partidistas, es un desafío en muchos sentidos mayor que el enfrentado, por ejemplo, en otros asuntos trascendentes como la salud o la educación. Es así porque, al hablar de temas como la delincuencia, los expertos tienen que enfrentar dificultades y resistencias especialmente refractarias, ya sea para persuadir a los políticos y provocar la necesaria voluntad política, como para hacerse comprender en muchos sectores de la población.

Poco importa, por ejemplo, que la criminología ofrezca todas las pruebas de que una política enfocada en la “mano dura” contra el delito haya demostrado ser ineficaz, y que incluso resulte contraproducente al propiciar que las bandas criminales crezcan en tamaño, organización y pertrechos. La noción de que el problema es una guerra y que por tanto solo se puede ganar a cañonazos, siempre estará allí, más aún en países que como Venezuela lastran una tradición militarista, ahora repotenciada. Otro tanto podría decirse del falso dilema que para muchos existe entre un régimen garantista de los derechos humanos y la capacidad de Estado para ofrecernos servicios eficientes de seguridad pública.

Pero puede ocurrir que circunstancialmente algunos factores se conjuguen para crear un clima propicio al avance de la civilidad, la democracia y los derechos humanos. Son oportunidades de oro que hay que cazar al vuelo, y eso fue lo que ocurrió –o pareció ocurrir- hace 15 años cuando prosperó la idea de realizar una reforma profunda del modelo policial vigente y nació la CONAREPOL.

Estas dificultades son bien conocidas por Verónica Zubillaga. Como investigadora o activista, siempre datos en mano, ha figurado entre quienes denuncian la escalada de la violencia en Venezuela, en particular de aquella que se perpetra desde posiciones de fuerza, privilegio e impunidad. Doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina, es miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN), integró la Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme, y formó parte de la ola de esperanza y entusiasmo que la CONAREPOL generó en su momento.

Un precedente valioso

Zubillaga, como tantos de los que participaron o siguieron atentamente a la CONAREPOL, rescata más allá de toda duda el valor de una experiencia donde privó la preeminencia de las voces expertas, pero también la inclusión, la pluralidad y la disposición a escuchar todas las opiniones :

“Aquello fue un proceso realmente progresista, donde por primera vez se abordaban con amplitud y seriedad asuntos clave como el uso de la fuerza y el problema que representa una estructura policial históricamente militarizada. Y fue mucho más que una reunión de expertos: se realizó una consulta muy amplia en todo el país. Además se trajeron expertos internacionales de altísimo nivel, incluyendo a alguien tan reconocido como la brasilera Jacqueline Muniz, de un país como Brasil con problemas similares a los nuestros en cuanto a un abuso sistemático de la fuerza policial sobre la población más vulnerable. Todo ello significa un aprendizaje, una referencia y un precedente valioso para, por ejemplo, un posible proceso de justicia transicional en Venezuela. Tal como se propuso la CONAREPOL, la justicia transicional inicia por procesos de consulta muy estructurados y razonados con los distintos tipos de víctimas y en general con todos los involucrados sin excepciones”.

“En un contexto de posiciones aparentemente irreconciliables, la CONAREPOL logró producir grandes consensos. Si algo especialmente valioso tuvo fue su pluralidad. Puso a conversar a responsables del ejecutivo con representantes de la iglesia, del empresariado y, por supuesto, con académicos realmente expertos en el tema. Se instala en el año 2006, veníamos de un proceso muy conflictivo tras el golpe de estado y el paro petrolero, pero con todo llegó un momento de cierta pacificación o apaciguamiento, de rebajamiento de tensiones, que abrió una pequeña ventana. Paralelamente, se produjo una serie de casos criminales que sensibilizaron mucho a la población y generaron presión sobre el gobierno. Hubo tres crímenes muy sonados como lo fue el de los estudiantes del barrio Kennedy, seguidamente el de los hermanos Faddoul y finalmente el secuestro y muerte del empresario Sindoni, todos ellos con el común denominador de la participación de agentes de las fuerzas policiales. Esto escandalizó e hizo pensar que era ineludible un cambio profundo del modelo policial”.

Las razones del fracaso

Que la CONAREPOL fue finalmente un proyecto fallido es algo que hoy todos reconocen. Y pese a lo esperanzador de sus inicios, muy pronto se evidenció la debilidad de sus principios y de su espíritu civilista en un contexto de creciente autoritarismo:

“Hay una confluencia de factores que atentan y finalmente truncan las propuestas de la CONAREPOL. Más allá de la polarización política que todos conocemos, hubo un proceso de fragmentación y luchas internas dentro del Estado. Por una parte había confrontaciones teóricas, ideológicas, estratégicas, entre el sector civil que venía del mundo de las organizaciones de derechos humanos, por ejemplo de la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, y el mundo militar o afín al pensamiento militarista. CONAREPOL nace con Jesse Chacón como ministro de Interior y Justicia; luego es desplazado y llega Pedro Carreño afirmando que es un proyecto de derecha y que se suspende; posteriormente designan a Rodríguez Chacín, con una postura algo más tolerante pero sin muchos efectos prácticos. Solo con Tarek El Aissami, en 2009, se retoma en serio el proyecto después de muchas idas y venidas. Obviamente esa altísima rotación de responsables, por demás típica a todo lo largo de las últimas dos décadas, es un obstáculo enorme para lograr la continuidad que requiere cualquier política pública en materia de seguridad ciudadana”.

“La implantación del nuevo modelo comienza pues en 2010. Pero paralelamente, y prácticamente al mismo tiempo que nacía la PNB, se inaugura la funesta serie de operativos militarizados con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad. De esta manera, lo que el gobierno hacía en la dirección progresista en cuanto a derechos humanos con una mano, lo desbarataba con la otra. Además, pronto vendrá la muerte de Hugo Chávez, el colapso de los precios del petróleo y de la industria petrolera, lo que nos dejará con un presidente como Nicolás Maduro, sin presupuesto y sin el carisma de su predecesor. Maduro le da prioridad en su discurso al tema de la seguridad, pero muy pronto vemos que su postura va a contracorriente del espíritu de la CONAREPOL. Directamente declara que a la Policía Nacional Bolivariana lo que le falta es disciplina militar, y consecuentemente coloca a uniformados al mando. Lo mismo hace sistemáticamente con otros civiles responsables de instituciones derivadas de la reforma, incluyendo profesionales y expertos reconocidamente competentes.”.

La muerte como política

“Luego vendrían los trágicamente famosos Operativos de Liberación del Pueblo (OLP), con sus abusos extremos contra la población, marcando el inicio de lo que hemos terminado por calificar como un proceso de matanza sistemática, o de necropolítica, siguiendo al filósofo camerunés Achille Mbembe. El primer OLP ocurrió en La Cota 905, con un saldo de 14 muertos según los reportes en prensa, y de más de 20 según los propios vecinos que lo sufrieron. Hablamos de funcionarios encapuchados, violando hasta los mínimos parámetros internacionales y nacionales en materia de estado de derecho, invadiendo domicilios y aprovechando para robar sin ningún pudor lo que encontrasen”.

“No es solo, pues, el aborto y fracaso del proceso de reforma, sino una regresión terrible, que inaugura en nuestro país la tragedia de las violaciones masivas de derechos humanos. La dimensión de la masacre se revela, por ejemplo, en el año 2016 cuando la entonces fiscal general Luisa Ortega Díaz informa que hubo 21.752 mil muertes violentas, de las cuales 4.600 fueron a manos de las fuerzas policiales. Una auténtica barbaridad. Basta señalar, como lo hemos hecho tantas veces, que ese mismo año en Brasil, con sus más de 200 millones de habitantes y una policía legendaria por sus excesos, se registraron 4.200 muertes a manos de las autoridades. Este tipo de política no haría más que escalar hasta llegar a la creación de las FAES, muchas de cuyas actuaciones ya los ponen en el terreno de los grupos de exterminio, como los describen los vecinos a quienes hemos entrevistado”.

Un desafío mucho mayor

“Pero eso nos es todo. La situación diagnosticada en el momento de la CONAREPOL se ha complicado peligrosamente. La violencia se dispersó, dejó de ser típicamente urbana y concentrada en nuestras grandes ciudades, y ahora tienes nuevos focos muy fuertes: en la frontera norte costera con el narcotráfico, al sur con la minería, al occidente con una diversidad de grupos armados muy compleja y, para colmo, sin que podamos trabajar en coordinación con el gobierno colombiano”.

“Al mismo tiempo tienes un fenómeno muy preocupante: la creación de vínculos e incluso la imbricación de las instituciones del Estado con colectivos armados de diverso tipo. Esto se puso de relieve, por ejemplo, en el operativo contra Óscar Pérez, donde hubo participación directa de uno de estos grupos codo a codo con las autoridades. Hay colectivos de orientación más política, con larga trayectoria y raíces históricas en las luchas de los años 60, y otros más recientes que son más bien grupos vigilantistas, orientados a lo que ellos llaman la lucha contra el hampa. Sean del tipo que sean, la experiencia de otros países nos dice que desmantelarlos es muy difícil. Las perspectivas no son nada alentadoras, porque una vez que se instalan estos grupos en el seno del Estado, se generan situaciones muy complejas de criminalidad, impunidad y abuso sistemático de derechos humanos”.

¿Cuál sería, entonces, la salida?

“Pienso que en algún momento tendremos que abordar la situación con mucha firmeza y creatividad. Es posible. Allí está, por ejemplo, la experiencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, como una instancia independiente de apoyo a la fiscalía, con apoyo internacional, para afrontar una situación similar en cuanto al impacto conjunto de la corrupción, el abuso de derechos humanos y el crimen organizado, que es lo que está ocurriendo en Venezuela. La nueva reforma, para ser exitosa, exigirá la creación de una nueva arquitectura institucional”.

Francisco Sánchez en La Vida de Nos: ¿De cuánto se ha perdido Yajaira?

Recientemente, nuestro investigador Francisco Sánchez publicó un trabajo especial para el portal La Vida de Nos, un relato sobre el dolor que viven las familias de la víctimas de la violencia en manos de cuerpos de seguridad del Estado.

Sánchez —en su trabajo como psicólogo con incidencia en las comunidades, y en su necesidad de generar registros— nos habla sobre la elaboración del duelo. Sobre la manera en la que Yajaira, madre de un joven asesinado por la policía mientras estaba en su casa, aborda la pérdida.

El testimonio de Yajaira es, al mismo tiempo, el testimonio de muchas madres que, con el infierno en la memoria, emprenden una búsqueda incasable de justicia.

Ilustraciones por Ivanna Balzán

La mañana del 14 de marzo de 2013 unos policías echaron abajo la puerta de la casa de Yajaira Martínez, persiguieron a su hijo hasta la platabanda de la vivienda y allí le dispararon. Han pasado exactamente ocho años y un mes, un tiempo en el que ella no ha hecho más que concentrarse en tratar de hallar justicia: una búsqueda que la ha llevado a callejones vacíos y sin salida.

Como la de muchas mujeres de los barrios de Venezuela, la vida de Yajaira Martínez se tejía alrededor de temores y preocupaciones: cómo llevar comida a casa, cómo encontrar los productos que escaseaban cada vez más, cómo trabajar y no descuidar a los hijos, cómo mantenerlos alejados del peligro y de que no se metieran en vainas. Pero el 14 marzo de 2013 su cotidianidad se llenó de más que miedos y preocupaciones: se vio envuelta por una neblina, esa que aparece cuando la angustia se apodera de la realidad. 

El comentario de que la policía estaba entrando a las casas “haciendo desastres” era el centro de las conversaciones en el barrio. Esa mañana, la familia se preparaba para un día común: ¿en dónde hacer la cola?, ¿hasta qué lugar del este de Caracas podrían llegar con el dinero en efectivo que tenían para pasajes?, ¿a las personas con qué terminal de número cédula de identidad les tocaba comprar ese día? Yajaira siempre les inculcó a sus hijos que la escuela debía ser su prioridad. Pero a veces les permitía faltar para que la acompañaran a las colas. Mejor cuatro personas que una, decía, porque de ese modo podían hacer hasta dos colas a la vez, y por lo tanto, comprar más productos.

Entonces vino la escena que, como todas las escenas de terror, es entrecortada.

Los policías doblaron y destrozaron la puerta de latón de la entrada. Después, entraron en la casa. Encontraron a Yajaira en la cocina y a Matilde y a Darío, sus hijos, en la sala. Ella de 9 años y él de 18. Los apuntaron con sus bichas. Matilde y Darío corrieron a la platabanda y dos funcionarios los persiguieron. Sonaron sus botas por las escaleras de cemento. Yajaira gritaba en la cocina, pedía auxilio. La mandaron a callar a fuerza de un arma apuntándole al rostro. En la platabanda Darío separó a su hermana: la alejó, empujándola al suelo. La salvó. A él lo tenían apuntado. Intentó lanzarse a un callejón y fue cuando los policías escupieron fuego de sus armas. No hubo palabras. Él cayó al callejón y desde arriba siguieron disparando. La ventana de la cocina da con ese callejón, así que Yajaira escuchó todo. Matilde quedó tendida en la platabanda, ensordecida con el estruendo, solo una ráfaga. Cubrió sus oídos, pero no tapó sus ojos.

La imagen sigue viva.

La recuerda cada 14 de marzo, aunque sus sueños la repiten con arbitrariedad.

La vida perdió sazón, recuerda Yajaira, la vida perdió sazón.

Los cumpleaños dejaron de ser celebraciones y se convirtieron en rituales para recordarse no decaer. Las fotografías ya no son recuerdos de los encuentros familiares, pasaron a ser evidencia recogida, hojas guardadas en una carpeta amarilla manchada con café. El cuarto de Darío se convirtió en un templo de oración en el que mantienen sus cosas intactas: la ropa, el rosario, un par de zapatos, una mesa de noche llena de los pequeños objetos. Todo como buscando evitar lo inevitable: el paso del tiempo. 

Algunas velas encendidas dan color a un pequeño altar al lado de la puerta de entrada. Imágenes y flores como ofrendas. Allí están algunos recortes de prensa, algunas imágenes de él de niño, de chamo, de adolescente. “No más muertes, salvemos la vida”, se lee en una hoja de papel pegada con cinta al pie del altar.

Nos repetimos hasta el cansancio que la muerte es parte de la vida y que solo se necesita tiempo para sanar. Hay muertes que paran la vida, la mutilan y la rompen en pedazos. Y la labor de recomponer estas piezas requiere algo más que tiempo.

Yajaira vive con su familia en la otra Venezuela. No la petrolera. No la de la sabrosura y lo chévere. No la de las playas y la naturaleza espectacular. No la del rojo y el azul en riña perpetua. Tampoco aquella de los recuerdos de opulencia. Ella nació, creció y formó su hogar en Coche, en el suroeste Caracas. Trabajando en casas de familia y ayudando en cocinas de escuelas encontró el sustento. Sus hijos nacieron en una Venezuela donde la materia prima son las balas.

Hablar sobre la muerte es difícil, dice ella, pero más difícil es todo lo que viene después de la muerte. Las patrullas rodeando la cuadra. Los vecinos asomados murmurando sin preguntar qué pasó. El frío de las comisarías y las eternas horas esperando. El dolor del entierro anticipado. El miedo a la profanación de la tumba. Los policías y sus preguntas que entran como cuchillos al corazón:

—Señora, ¿pero usted sabía que su hijo era un malandro?

—Pero él se enfrentó a la comisión, señora, ¿cómo nos dice que no?

—¿No será que usted lo defiende por ser su mamá?

Una muerte nunca es solo una cifra, nunca es solo un cuerpo. Una muerte como la de Darío es una herida pensada. Con una muerte así, la pregunta “¿por qué nos hacen esto?” pareciera no tener respuestas.

—Fue tanto mi dolor —cuenta Yajaria— que tuve que salir de la casa a buscar respuestas. No sabía qué era eso de los derechos humanos, pero aprendí que debo luchar por lo mío; que teníamos derechos y nos los quitaron; que había muchas otras como yo; que a tantas otras mujeres les pasaría esto. Por eso busco la forma de parar tanta muerte.

Decir que la vida cambia después del asesinato de un hijo es poco.Para intentar recomponer su vida, Yajaira comenzó a buscar justicia.

—Recomponer mi vida pasa por restaurar el nombre de mi hijo. No tenían que matarlo. No era malandro. No es verdad.

Así emprendió esta lucha que lleva ocho años. Ocho años que se dicen con una velocidad que niega lo vivido. Tantas visitas al Ministerio Público, a fiscalías, a la Defensoría del Pueblo, a ONG que defienden derechos humanos. Buscando justicia se ha visto en callejones vacíos y sin salida.

No volvió a tener un trabajo fijo. Cada intento de trabajar era interrumpido por un llamado de urgencia: hay que llevar fotocopias a la fiscalía, la ONG pidió una reunión, cambiaron al fiscal de nuevo.

El miedo a que se repitiera otra muerte se apoderó de la familia. Su hijo mayor, que tenía 22 años cuando asesinaron a Darío, se fue del país. La menor, que tenía 9, cumplió 16 viviendo entre la sombra que la policía sembró en casa aquel día de marzo. El marido acompaña todas las locuras que se le ocurren a ella: perseguir la justicia, apoyar a otras víctimas, crearse una cuenta de Twitter.

En esa búsqueda nos conocimos.

Yajaira quería llevar su caso a instancias que pudieran dar alguna respuesta y también llevar su mensaje a otras mujeres que estaban pasando por lo mismo. Era 2014. En Venezuela vimos cómo policías con máscaras de calaveras bajaban de los barrios, con cuerpos amontonados como los muertos por una peste.

Yo comenzaba a investigar sobre los familiares de aquellos que eran asesinados por armas de fuego en Venezuela. Mi trabajo como psicólogo me abría las puertas para escuchar las historias de los estragos de la violencia en el país. Sentía la necesidad de registrar estos testimonios de horror, pero también de resistencia de muchas mujeres que se hacían cargo de sus familias luego de los asesinatos.

Nos conocimos en una pequeña protesta. Me acerqué a donde estaba ella con otras mujeres recortando fotos de sus hijos y pegándolas en una cartulina negra. Aquel día conversamos mucho. A partir de entonces comenzamos a vernos. Supe que su vida transcurría entre las oficinas policiales y gubernamentales. Me di cuenta de que Yajaira tenía un conocimiento de las leyes y de todos esos agotadores temas penales que resultaría envidiable a muchos especialistas.

Ella me hablaba de todo, pero evitaba hablar de su familia, al menos de la que le quedaba con vida. Sus días transcurrían mientras esperaba. La espera por otra respuesta negativa de la fiscalía, por otro recurso denegado, por otro reclamo sin eco en las cavernas del Estado venezolano.

Comenzamos un trabajo conjunto: buscamos en muchas comunidades a otras personas que vivieron situaciones similares a la de ella. Nuestros encuentros servían para que ella volviese la mirada hacia atrás, para hablar de su dolor, para conocer a otras víctimas y documentar todo ese presente que vivíamos.

A Matilda, el estruendo de las ráfagas del 14 de marzo no solo le arrebató a su hermano, sino también el tiempo de su madre. No le era fácil verla tan concentrada únicamente en esas diligencias burocráticas. A partir de entonces, Matilda dejó de ser la consentida. Las panquecas en la mesa del domingo en la mañana fueron cambiadas por archivos policiales, recortes de periódicos amarillentos y muchos nombres de jóvenes asesinados. Las conversaciones por teléfono de su madre ya no fueron con sus tías o vecinas. No había quejas por las cosas de antes y, en su lugar, entró el discurso de los derechos humanos. La gente que visitaba la casa también cambió: ahora era común levantarse y ver a periodistas, a activistas o a otras víctimas hablando sobre sus vidas.

Matilda comenzó a tener otros anhelos. No visitar fiscalías, morgues, ni estar en rezos. Al contrario: quería bailar y cantar.

Hace un año, el 14 de marzo de 2020, nos encontramos para visitar la tumba de Darío en el Cementerio General del Sur. Estábamos en los albores de la cuarentena por la pandemia de covid-19; no teníamos idea de lo que estaba por comenzar.  

—El traslado de la tumba hasta un lugar más cercano a la entrada costó mucho, pero da mucha tranquilidad saber que puedes cuidarla —me dijo Yajaira.

Allí estábamos Matilde, su padre, Yajaira y yo.

Matilde acomodaba algunas cosas sobre la tumba del hermano: un papel bond con un “Feliz cumpleaños. Te extrañamos”una velita encendida y una foto de él sonriendo.

Yajaira vestía una franela con el rostro de su hijo estampado, reproducción de una vieja fotografía donde él sale sonriente. La usa en todas las actividades importantes en honor a su hijo. No éramos los únicos ese día en el cementerio. De fondo se escuchaba salsa, olía a sancocho, a empanadas y ron. Era como ver a un colectivo de limpieza y acomodo en varias tumbas.

Se acercaron unos conocidos en una moto. Se abrazaban. Se consolaban. Yajaira dice que las víctimas se reconocen de lejitos y por eso se apoyan. Uno de los hombres gritó: “¡Ponte una salsa ahí que está llegando la tristeza!”. Y tenía razón, todo parecía una triste celebración a la vida en medio de la muerte.

Quise tomar una fotografía a la familia, pero Matilde se negaba. Retratarse en esas circunstancias no le hacía gracia. La madre insistió e insistió hasta que la muchacha accedió. Allí quedó la imagen. No era una fotografía de un acto, de un trabajo, de un encuentro de activistas: era un retrato familiar. Íntimo.

Luego de algunas horas de estar en el cementerio, nos despedimos y cada uno tomó su camino.

Al conversar por teléfono unos días después, Yajaria me pidió la fotografía. Al verla, enmudeció por algunos segundos. Luego suspiró. Estaba sorprendida, incrédula de ver a la mujer que estaba a su lado.

—En la espera por la justicia se me ha pasado la vida —dijo—. Ya no solo la mía, se me pasó también la vida de ella. ¡Mírala cómo ha crecido! ¿De cuánto me he perdido…?

Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido cambiados para proteger sus identidades.

El registro sanitario de las víctimas invisibles de la violencia armada: los lesionados por armas de fuego. Un testimonio de investigación

El contexto y situación de los lesionados por arma de fuego en el país

En Venezuela, la violencia armada se vive, se padece, y cega muchísimas vidas, aunque no se sabe con precisión cuántas y de qué manera. Como tampoco se sabe la cuantía de armas en el país, su uso, situación y ubicación.

No se saben detalles de las víctimas de la violencia armada porque ésta ha dejado de ser noticia -con algunas excepciones, dependiendo de las dimensiones del hecho o quizá de quién sea la víctima-. Ni siquiera se puede conocer con precisión cuántas víctimas, pues desde hace más de una década no es posible acceder a estadísticas policiales oficiales, específicas y confiables que nos permitan, primero, entender cómo están construidos esos datos —qué categorizaciones hay detrás de ellas—; y segundo, entender las dimensiones de este fenómeno y consecuencias que genera.

Esta situación se intensifica cuando queremos indagar sobre las personas que son lesionadas por armas de fuego en el país. No existen estadísticas oficiales que nos permitan definir el número de personas que son alcanzadas por balas en un año, como tampoco podemos dimensionar las consecuencias que esos disparos tuvieron en el cuerpo y trayectorias de vida de esas personas.

En nuestro país, no podemos contar a “los que quedan vivos” luego de que la violencia armada hace su aparición. Esta ha sido mi preocupación en los últimos años.

Para que se pueda entender por qué estoy preguntando por los lesionados por armas de fuego en Venezuela y por qué he dedicado mi investigación doctoral al tema, es conveniente que haga referencia a las estimaciones que se hacen sobre este tema en relación a contextos de violencia armada:

“Se calcula que, por cada joven muerto a consecuencia de la violencia, entre 20 y 40 sufren lesiones que requieren tratamiento.” (Organización Mundial de la Salud, 2002).

“…se estima que por cada fallecimiento hay al menos 3 heridas incapacitantes.” (Lichte et al. 2010).

Ahora, hagamos el ejercicio. Siguiendo las estimaciones que propone la OMS, si deseamos vislumbrar un rango de personas lesionadas por armas de fuego en Venezuela entre el año 2000 y 2017, este iría, a grandes rangos, entre 4,5 millones y 9 millones de personas, dependiendo de la fuente que utilicemos para la aproximación (Observatorio Venezolano de la Seguridad o Anuarios de Mortalidad). Esto significaría que entre un sexto y un tercio de la población podría haber sufrido una lesión por armas de fuego.

Estas personas heridas por balas, pueden tener diversas consecuencias en sus cuerpos a partir del hecho, siendo las más extremas la presencia de algún tipo de discapacidad que genere limitaciones en la movilidad o en la cognición.

A esto, debemos sumarle que las víctimas de las lesiones sigue la misma tendencia que se registra para las muertes violentas ocasionadas por armas de fuego: los afectados en mayor proporción son varones con edades comprendidas entre los 15 y 44 años (con mayores tasas entre los 15 y 24 años). Justamente, las edades que pueden considerarse fundamentales para formarse y de productividad, en todos los sentidos, en la vida de una persona. Así, la lesión llega para modificar las vidas, cuerpos y posibles trayectorias de los jóvenes venezolanos, e incluso más, la economía del país al trágicamente perder esta capacidad productiva.

Después de precisar la relevancia que tiene esta problemática en el país, quisiera explicar cuál ha sido uno de los grandes desafíos y hallazgos del trabajo de investigación que he llevado a cabo.

Foto por Francisco Sánchez

Un testimonio del rastreo de información

Para poder entender el contexto de las lesiones ocasionadas por armas de fuego, el primer paso fue buscar estadísticas oficiales, que como ya he mencionado, no existen. Este es el primer hallazgo de esta investigación. Esta inexistencia habla de la invisibilidad de las víctimas frente a un Estado que no reconoce su situación como problema; que no las registra y que no genera políticas públicas para mejorar sus condiciones de vida, bastante vulnerables y precarias como los pude constatar en mi trabajo de campo.

A partir de allí, me propuse construir estadísticas que mostraran un panorama, así fuera parcial, de lo que ocurre con esta dinámica. Así, investigué cuáles eran los hospitales en los que se atienden y refieren a los lesionados por armas de fuego (por disponibilidad de insumos médicos principalmente). Identifiqué dos de los centros sanitarios más importantes de la ciudad y luego de semanas de gestiones, pude tener acceso a dos tipos de registros administrativos: los libros de entrada de emergencia de politraumatismos en uno, y a las historias médicas de pacientes, en el otro.

Ambas fuentes de información administrativa son registradas de forma rudimentaria, evidenciando duramente la precariedad sanitaria en el país: el registro se hace a mano, en papel, muchas veces reciclado, como alternativa a la falta de materiales de oficina. Se lleva sin mayores criterios de estandarización para el asentamiento de la información. Algunas veces se registran algunos datos del paciente, en otras no. Sin embargo, lo importante estaba allí: la causa de la herida o el traumatismo, la edad, el sexo del paciente y la fecha de ingreso.

Este trabajo artesanal, me permitió construir un contexto estadístico (parcial) para entender qué ocurre en Caracas en relación con los lesionados por balas, armas blancas y agresiones. Pero además, con ello pude realizar observación etnográfica del registro del dato estadístico, ya que día a día, al asistir a los hospitales para hacer mi propio registro de la información, pude observar dinámicas interesantes en relación al paciente, el trabajo administrativo, el manejo de la crisis dentro de las actividades cotidianas del hospital, entre otras.

En este sentido, no sólo logré contar con números que me permitan comprender y comunicar esta problemática, sino que pude entender que la trayectoria del dato estadístico de la lesión por bala, es corta, coyuntural y limitada. No llega a constituirse como una estadística sino se trata simplemente de un dato administrativo registrado y almacenado en cajas en los archivos, susceptibles a degradarse de los hospitales.

Foto por Francisco Sánchez

Ese dato administrativo no se digitaliza, transcribe, sistematiza, procesa, analiza o publica. Es un número más registrado en los “cuadernos” para el manejo del hospital, que no llega a constituirse en evidencia que pueda ser insumo para hacer visibles a las víctimas no letales de la violencia armada, y en consecuencia, constituirlas como foco de políticas públicas o simplemente, establecerlos en el centro del debate e interés público.

La presencia o ausencia de estadísticas oficiales producidas por las entidades oficiales constituye la diferencia entre “existir” (o no) frente al Estado. En el caso de los lesionados podría definirse como inexistencia total, constituyéndose así como “víctimas invisibles” y no debatibles de la violencia armada.

Al no existir, no sólo se niega la definición de ellos como víctimas sino además, se les niega la posibilidad de poder ser apoyados por políticas para su recuperación (y la vida posterior) al ser alcanzados por balas de armas de fuego sin control. En este sentido, se hace urgente y necesario el registro sistemático y periódico de los heridos por armas de fuego para visibilizar su situación y la gravedad de la dinámica de la violencia armada presente en el país.

John Souto y Francisco Sánchez en Runrunes: no hizo falta una guerra para desatar la violencia armada en Venezuela

John Souto Rey y Francisco Sánchez, de nuestro staff de investigadores, dieron esta entrevista al medio digital Runrunes, a propósito del lanzamiento de nuestro libro Dicen que están matando gente en Venezuela.

En la entrevista se repara en cómo el libro fue gestado a partir de la necesidad de abordar la violencia desde una perspectiva no reduccionista. ¿Qué hay detrás de la tan frecuente afirmación de que Venezuela es un país violento?, ¿qué otras aristas tiene el problema de la violencia?, ¿cómo lo enfrenta la gente?

Desde el libro se observa la violencia como un fenómeno social estructural, que responde a unas dinámicas que se han instalado en nuestra realidad desde hace mucho tiempo. Y justamente el análisis, el registro y la reflexión que confluyen en el libro, están orientados a incentivar el diseño y aplicación de políticas públicas que den solución al problema que nos aqueja.

Por Valeria Pedicini

Cristina estaba lavando cuando policías entraron a su casa y mataron a su hijo; 10 meses después, asesinaron al segundo. Vecinos de Los Ruices que, desgastados por la delincuencia en la zona y la desprotección de las instituciones, hacían guardias para salir a linchar. Rafael, a quién le mataron a su hermano y él mismo fue secuestrado, mató a dos mesoneros que intentaron robarle dinero. Yarelis y Orlanda se unieron para apoyar a otras víctimas de operativos policiales, como ellas.

Todas estas personas tienen algo en común: sus vidas están atravesadas por la violencia que se vive en Venezuela. Un país que era la excepción de Latinoamérica y que actualmente es considerado de los más peligrosos del mundo. Sin guerras, pero con la llegada al poder del chavismo.

“Dicen que están matando gente en Venezuela. Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana” de la Editorial Dahbar es el libro de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) que recoge estas historias para, desde una mirada amplia, profunda y variada, contar la violencia armada que ha marcado el país desde hace años. 

¿Un país violento?

Todos lo dicen y las cifras lo confirman: Venezuela es un país violento. Pero desde Reacin no quisieron quedarse en las expresiones institucionales del fenómeno, sino profundizar en cómo la violencia ha marcado las relaciones, los espacios, la cotidianidad, la individualidad. 

“Quisimos poner la mirada sobre cómo pensar esa violencia desde otros lugares, cómo la viven y la subjetivan las personas que están formando parte de ese círculo. Esa es una aproximación que también nos hace ver no solo la violencia en sí misma, sino nos hace ver otro tipos de expresiones. Por ejemplo: cómo hace la gente para sobreponerse a la violencia”, cuenta Sánchez. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no es una alegoría a la violencia, sino un texto que busca rescatar la humanidad de las personas que han construido sus vidas en medios violentos. 

Para Sánchez, la perspectiva desde la que se analiza Venezuela como país violento cambia. En donde no hay una sola violencia, sino distintas violencias, heterogéneas pero parte de un mismo lugar. 

John Souto, por su parte, considera que el tema de la violencia permite conjugar muchos aspectos de lo que le sucede a la sociedad venezolana. “Nos permite conjugar el sufrimiento que se genera más individual en cada uno de nosotros y a la vez en lo social. Es un fenómeno social que permite hablar desde lo más privado y lo más íntimo hasta lo más público o lo externo”. 

El libro no se centra en decir que Venezuela es violenta. Permite, a pesar del carácter crudo y desgarrador de la violencia, hacer un análisis más amplio con otros conceptos sociales. “Eso es lo que lo diferencia de otros materiales que se publican sobre violencia, que no solo está centrado en ver lo que la violencia nos define, sino también sus salidas, su comprensión más compleja. Esas grandes diferencias de violencia era tratar de ofrecer una mirada que no fuera simplificada sino una mirada más compleja, que tuviera varias facetas ”, continua Souto.

El psicólogo explica que no quedarse en la simplificación del país violento permite hacer una memoria y registro más justo de lo que sucede en Venezuela. Además de que esa mirada permite romper con los moldes que la polarización ha generado. “Es comprender que no están sucediendo cosas porque dos o tres personas sean malas, sino que hay unas dinámicas que nos han acompañado por mucho tiempo y que no van a retirarse de nuestras vidas al retirar dos o tres personas malas señaladas, como a veces pensamos cuando se piensa en soluciones”.

El lado humano de la violencia

Jóvenes, madres, vecinos, maestros, niños. ¿Cómo viven la violencia y a pesar de ella? ¿Cómo los ha afectado, individual y colectivamente? ¿Cómo resisten y buscan salidas al horror?

Ahí la diferencia y una de las particularidades de “Dicen que están matando gente en Venezuela”: las historias humanas. En cada capítulo, los investigadores cuentan cómo se aproximaron de forma metodológica a la violencia en los distintos grupos y comunidades. Estos registros, documentación y estudio han llevado años de trabajo de los investigadores.

“En la mayoría de los trabajos hay mucho acercamiento etnográfico. Es decir, estamos con la gente”, explica Sánchez. “Hacemos parte de la cotidianidad de las personas, intentamos acceder a cómo se vive el fenómeno desde ahí para poder pensar justamente sus implicaciones o las posibles alternativas”. 

Sánchez, quien trabajó con madres que habían perdido a sus hijos en operativos policiales violentos, cuenta cómo para él también las investigaciones fueron un proceso de transformación individual. 

“Yo soy psicólogo clínico comunitario e inicialmente los primeros acercamientos que tuve en mis primeras experiencias estaba muy vinculado al consultorio”. Una vez que se acercó al fenómeno, las cuatro paredes fueron insuficiente para comprender la realidad en la que se estaba involucrando”. “Todo este trabajo de las mujeres hubiese sido imposible si las mujeres no hubiesen querido que yo estuviese ahí. Fue un trabajo complejo que requiere de mucha elaboración. Relatos muy enriquecedores e impactantes, pero luego de compartir con este grupo de mujeres uno también se empieza a cundir de las fortaleza que ellas tienen. Tienen un fortalecimiento increíble para poder sobrellevar todo estos procesos”, asegura Sánchez.

Souto, quien estuvo por meses en La Vega, San Agustín o Los Valles del Tuy, define la experiencia más importante de toda su carrera como psicólogo e investigador: cambió su mirada del trabajo en comunidad. 

“Apenas llegamos a La Vega ocurrió un evento que fue como lo previo a la instauración de las OLP, la comunidad fue tomada como dos meses entre luchas de dos bandas y cuerpos de seguridad. Fue un momento complicado y después continuamos ahí y los adolescentes nos contaban los daños que hicieron, las personas que fueron eliminadas, los que fueron detenidos injustamente”.

Resistir y buscar salidas a la violencia

Yarelis y Orlanda se organizaron para apoyar a otras víctimas de los operativos extrajudiciales en Venezuela. Sabían de qué se trataba porque cada una perdió a sus hijos de esa forma. “¿Cómo hacen para buscar justicia en medio de todo lo que han vivido?”, se pregunta Sánchez en el libro. 

Esa pregunta lo llevó a enfocar su investigación para contestar esa pregunta. Y descubrió que esa resistencia a vivir en la violencia y a pesar de la violencia se manifestaban en sus rutinas, en sus luchas y sus vivencias familiares. 

“Dicen que están matando gente en Venezuela” no solo se plantea contar las múltiples miradas de la violencia, sus defectos o su destructividad. Sino las soluciones que permitan salir de ese círculo. “Esa fue siempre la finalidad de la Red, del trabajo que hicimos en Reacin. Poder tener un poco de incidencia, poder hacer memorias, poder hacer registros y poder levantar datos para poder pensar políticas públicas”, afirma Sánchez.

Convivir con ellas y su dolor de la pérdida también sirvió para conocer cómo podían resistir. Desde las alianzas, asociaciones. 

En sus años de investigaciones en las comunidades, Souto cuenta cómo la gente no solo sufría la violencia, sino que buscaban vías de salida o para conseguir recursos.

“Esa parte del impacto que tenía la violencia, pero al mismo tiempo no desgarraba totalmente las relaciones sino que también era un esfuerzo por continuar viviendo, cambió mucho mi mirada sobre cómo gestionan estas poblaciones la violencia. 

Estos acercamientos a los grupos de ambos investigadores también permitió conocer la relación de escepticismo que tienen con la justicia. La idea de que todos los cuerpos policiales son delincuentes o mujeres que no denuncian la violencia de los efectivos de seguridad porque no creen que sirva de algo. 

Asimismo, el libro también muestra el camino de búsqueda de reparación por lo que estas personas han sufrido en entornos violentos; así como la ausencia de justicia, reconocimiento o memoria. 

“Es imposible que un grupo de mujeres o un grupo de una comunidad puedan parar el nivel de violencia que desde el Estado se está articulando. Esa es una batalla que siempre se va a perder. Ves como las víctimas quedan entre la espera y la esperanza, y esa es una combinación letal”, reflexiona Sánchez. “Pensar la reparación es una tarea muy compleja pero yo creo que una de las enseñanzas que estas mujeres empezaron a mostrar es que a pesar de ser una tarea compleja es una tarea que hay que hacer”.

Acerca del libro

El libro es una de las iniciativas de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin), fundada hace cuatro años. Si bien el fenómeno de la violencia ha sido una problemática de investigación, también ha sido la oportunidad de profundizar sobre un drama que afecta, de una forma u otra, directa o indirectamente, a los venezolanos. 

De cómo los venezolanos han sido sufrientes y también practicantes de violencia. 

Verónica Zubillaga -doctora en Sociología, profesora e investigadora- y Manuel Llorens -psicólogo, magíster en psicología comunitaria, profesor e investigador- son los editores del libro y los responsables de haber reunido a una serie de investigadores para que el proyecto viera la luz. 

José Luis Fernández-Shaw, John Souto, Keymer Ávila, Andrés Antillano, Chelina Sepúlveda y Francisco Sánchez son los investigadores que, tras años de estudiar de cerca la violencia en Venezuela, reúnen su trabajo, experiencias y análisis en torno a la violencia en este libro. 

Francisco Sánchez cuenta cómo “Dicen que están matando gente en Venezuela” no se concibió como un proyecto consecuencia de las investigaciones en Reacin, sino una expresión de todo el trabajo que han hecho desde la organización desde hace años. “Al tener como conjugación de distintas miradas y de distintas perspectivas, tal vez plantearse hacer un libro digamos que fue un proceso natural. El libro se termina  concretando luego de tener procesos de investigación que estaban echados a andar desde hace dos o tres años”.

Este libro reúne materiales hasta la fecha nunca publicados sobre las políticas represivas del estado venezolano y se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años. 

Todo desde las herramientas que tienen como investigadores: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. 

Voces en cuarentena: habitar el miedo

El miedo es nómada. Va y viene. Nos acompaña cual sombra, con la diferencia de que siempre está, con luz o sin ella. 

Nos habita, pero también lo habitamos. Habitarlo nos transforma, cava heridas profundas, nos corroe. La impotencia también hace lo suyo. La impotencia de saber que aquello que lo genera está haciendo mucho daño. 

El testimonio de Juan, un vecino de La Vega con quien conversamos sobre los acontecimientos de extrema violencia policial perpetrados en la comunidad a principios de año, lo confirma. Porque además en sus palabras se halla el miedo de muchos, la impotencia de todos. 

La intervención del Fuerzas de Acción Especial de la Policía -FAES- en La Vega se justificó como una respuesta a la acción de la banda armada liderada por “El Coqui”, quien domina la Cota 905, y pretendía ampliar el territorio controlado. Fue así como el barrio caraqueño se convirtió, en palabras del mismo Juan, en “un campo de guerra”. 

Los vecinos se ocultaban en sus casas, sus muros fueron su resguardo. Muchos no podían llegar. Y es que después de cierta hora, las calles vacías anunciaban más muertes. Una ráfaga de tiros era la música de fondo. 

“Los primeros días yo no pude subir a mi casa, por ejemplo. En esos días en los que hubo plomo trancado, recuerdo llamar a mi papá para ver cómo estaba, y escuchaba los plomazos de fondo, pues”. Este era el miedo de Juan, al teléfono, al saber a su papá desprotegido, lejos de él. Pareciera no haber guarida inmune a su furia. 

Nuestra labor se redimensiona en un país que cada vez más demanda espacios de convivencia. De diálogo, de entendimiento. Después de todo, la mejor manera de combatir la violencia es continuar en el esfuerzo sostenido de encontrarnos en las coincidencias, en lo que padecemos sin ningún distingo.